martes, 24 de febrero de 2015

ARTHUR RIMBAUD VISITA EL TEQUENDAMA

Por Eduardo García Aguilar

Una extraña agitación sucedía en casa del joven poeta José Asunción Silva, minutos antes de que un carruaje apareciera calle abajo, semioculto entre la bruma y la lluvia santafereñas. El vehículo tardó varios minutos en llegar al portón y tras una incómoda espera, se vio salir de allí a un hombre flaco y canoso, cuarentón de apariencia, a quien le fue difícil ocultar cierta amargura en el fondo de su cínica sonrisa. Le faltaba una pierna y se movía con ayuda de una muleta de finas maderas. Vestía con soberbia elegancia, de traje negro y camisa anudada con una corbata de seda color fucsia.

Silva lo ayudó a franquear la puerta y lo condujo hacia el patio central, donde un conjunto interpretaba suaves melodías entre un delirio de flores, bejucos, enredaderas, macetas de primaveras y dalias y orquídeas tiernas azotadas por la lluvia. El invitado saludó al selecto grupo de adolescentes miembros de la tertulia literaria Los lánguidos camellos, ataviados para la ocasión con las mejores prendas de moda en la Atenas Sudamericana, en ese año de 1896.

La bruma se hizo más pesada y cubrió las calles de Santa Fe de Bogotá con capas de un algodón insidioso. A veces era imposible ver a más de un metro a los arrieros que subían vacas o chivos hacia los cerros, o a los transeúntes que desaparecían como fantasmas en los zaguanes de las casonas coloniales. El huésped tosió y comentó a Silva, vestido aquel día como un discípulo de Brummel, sobre la dolencia pulmonar que lo aquejaba desde su ingreso a Colombia dos meses antes.

Llegó a Cartagena de Indias en el barco alemán Norstrand, que venía repleto de mercaderías exóticas, entre ellas tapices persas, textiles, narguiles, camafeos y otros lujos de chuchería para la tienda de su anfitrión. Después se embarcó por el río Magdalena hasta Honda, donde estuvo una semana bajo la canícula, con la esperanza de atenuar sus males respiratorios y luego empezó a subir la cordillera hasta la sabana, por esa ruta famosa entre aventureros europeos que buscaban emular las hazañas del Barón de Humboldt. Un paje de librea le sirvió una ardiente infusión y lo invitó a seguir al cuarto para bañarse los pies con agua caliente y luego a descansar del agotador viaje.

Al día siguiente, en dos carruajes, los invitados de Silva partieron con el huésped mayor hacia el salto de El Tequendama, donde, en un extraño castillo tapizado de rojo y de paredes empapeladas, se preparaba un suculento almuerzo que sería acompañado con los mejores vinos encontrados en la bodega. Todos los miembros de la tertulia continental, salvo Silva y Rubén Darío, que ya habían cruzado el senecto y fatídico límite de los 30 años, eran casi unos adolescentes. El uruguayo Julio Herrera y Reissig, el colombiano Guillermo Valencia, el argentino Leopoldo Lugones, el mexicano Amado Nervo y el peruano José Santos Chocano habían llegado en diferentes fechas secretas a la ciudad, convocados por José Asunción, quien corrió con los gastos de la aventura poética. Vestidos con las mejores galas, aderezados en extremo, perfumados, envueltos en albísimas camisas y zapatos de charol, con bombines de lujo, gasnés, bastones y otros adminículos de la gentlemanía, aquellos jovenzuelos departían felices dentro de los coches, mientras la sabana con sus tierras húmedas, neblinosas y verdes se extendía a lo lejos, cubierta de un tono esmeralda.

En el primer vehículo iban Silva, el nicaragüense Rubén Darío, Baldomero Sanín y la poetisa Ana Malo, Salomé que todos deseaban y pocos poseían. Silva dio las gracias a Rimbaud por arriesgarse a un viaje tan largo hasta el otro confín del universo y, en especial, por reconocer que aún vivía, cuando sus escasos admiradores y otros que sólo lo veían como epígono del rey Verlaine lo daban por muerto desde hacía cinco años, en condiciones penosas tras su aventura africana. Arthur respondió a Silva que la dicha le correspondía a él por estar en estas tierras soñadas que añoraba conocer desde hacía tanto.

El río Funza corría raudo y su murmullo se oía al lado del camino. Pronto llegaron y en la puerta de la rimbombante construcción un grupo de cocineros gordos y rozagantes ayudaron a bajar de los carruajes al selecto grupo de convivios, “los diez”, como los tildó Ana Malo mientras ayudaba al autor de las Iluminaciones a entrar al comedor, adornado con toda clase de bibelots, entre un penetrante olor a incienso oriental. Las paredes estaban cubiertas de tapicerías con escenas de sátiros, violaciones, sacrificios priápicos e imágenes de efebos y ninfas desnudas en desesperadas posiciones de coito.

Rimbaud fue llevado a la cabecera de la mesa y al otro extremo se colocó el anfitrión. Comieron y a la hora del postre Rubén Darío pronunció un brindis que todos aplaudieron. La servidumbre levantó la mesa y los contertulios se dirigieron a un cuarto contiguo adornado con flores reales en cuyo centro yacía un enorme y bruñido narguile de oro con largas tubamentas de pulpo por donde palpitaba ya el aroma del hachís. Silva fue el primero en chupar. Las palabras sonaban y chocaban contra las paredes y se escapaban para juntarse al ruido de la catarata. Desde la ventana se veía el precipicio y se observaba cómo el agua mansa de repente se hundía en las profundidades para caer con estruendo y provocar un permanente retorno de brisa.

Paraíso de los suicidas, lugar de encuentro de amantes secretos, sitio de invocación satánica y priápica, entorno de buitres acechantes, rincón del fin, oráculo de ecos, el salto de El Tequendama tenía ya una extensa historia en su haber. Años antes, un emigrante dejó tras su suicidio en el precipicio la orden expresa a sus herederos de que fuese construido un castillo en el lugar de donde se lanzó. Con parte de la fortuna heredada construyeron el edificio y destinaron para sus interiores los saldos de mercancías que había en la bodega del finado y que consistían en tapicerías, muebles, adornos, esculturas, cuadros, ropas e incluso una armadura hispana que perteneció al mismísimo don Gonzalo Jiménez de Quezada. En tal escenario, los bardos empezaron a hacer tintinear sus liras de lata en honor de Rimbaud: Herrera y Reissig habló de “tintinambulantes, macábricos y esfíngidos acróbatas”, mientras Darío -”el arcangélico, el barriolatinesco ormuzimno verleniano”- sacó a relucir sus “fálicas y jupiterinas volte
retas”.

- Tus clavicordios, ¡Oh poeta Paul Verlaine! -dijo Lugones y soltó una carcajada-. ¡Tenemos los clavicordios destemplados y la teja corrida! ¡Pasaremos a la historia como los más impertinentes y odiosos retorcidos de la palabra! ¿Barcos ebrios?

- ¡Que púberes canéforas te ofrenden el acanto! -replicó Darío, ebrio y dispuesto ya a lanzarse al precipicio del brazo de Amado Nervo, cubierto como estaba de futuras condecoraciones. Y luego vomitó sobre un cisne de porcelana, que atónito yacía sobre una mesita de caoba, junto a un florero lleno de rosas.

Arthur sonrió por primera vez ante las peripecias de los jóvenes y se disponía a levantarse para unirse a la fanfarria, cuando se abrió una puerta labrada y entre la humareda sepia con verde hospitalario aparecieron los cocineros gordos cargando una bandeja con dos bellísismas muchachas de unos 14 años, totalmente desnudas, en cuya piel estaba escrito el nombre del homenajeado con tintas de colores vistosos. Luego iniciaron una escenificación sáfica, lenta, minuciosa, apasionada, que hizo las delicias del poeta francés, incapaz de retener la tos que lo aquejaba, hundido en un mullido sillón, mientras lo abanicaba Ana Malo, disfrazada de Salomé, tal y como hacía en cuanta ocasión se presentara.

La tarde llegó y con ella bruma se hizo más pesada y la lluvia pertinaz de la sabana contribuyó al lúgubre fin del día. Santos Chocano y Valencia eran los únicos lúcidos a esa hora de la tarde, ya que los demás yacían adormecidos por la inhalación del hachís y los excesos alcohólicos. Silva, en un acceso de melancolía se había subido a un cuarto superior a interpretar el piano a la sorpresiva pareja de la noche: Rimbaud, el crepuscular, y la encendida poetisa Ana Malo. El bello rostro del santafereño se reflejaba sobre la brillante madera del instrumento y su impecable compostura, acorde a la melodía, parecía proyectarse sobre las paredes. Afuera el estruendo de la catarata era espectral y a medida que la noche seguía, se oía aún más penetrante, e incluso se percibía el cimbrar de las paredes. Silva lloraba mientras tocaba con las manos blancas y alargadas de noche triste. Había perdido importantes manuscritos en el naufragio del América, cuando regresaba de Venezuela a Colombia. Las deudas lo rondaban, gastaba mucho más de lo que percibía en su tienda de abalorios. Nadie, salvo un reducido grupo de escogidos conocía su obra y era objeto de burlas y críticas por parte de sus estultos contemporáneos. Nostálgico de París, Silva tenía en su haber la novela inédita De sobremesa, ejemplo de orfebrería decadentista. Por eso, con el homenaje a otro olvidado, desconocido, se despedía del mundo, a sabiendas de que la verdadera literatura es de catacumbas y de olvidos.

- Rimbaud -dijo- No sabe usted cómo se le ignora. Nadie por estas tierras sabe de su gloria precoz y maravillosa. Todos están obnubilados por el viejo Verlaine, y su leyenda aún tarda en penetrar estas sierras lejanas. Déjeme decirle, tal vez la única posibilidad de convertirse en leyenda es suicidándose de verdad o en vida, como usted hizo, abandonando para siempre este abstruso ejercicio de las palabras, que en almas impares como las nuestras, es sólo el tejido de una marcha fúnebre.

Pero al levantar la mirada del piano para escuchar la respuesta del autor de Une saison en enfer, observó el rictus de horror de la poetisa, antes de que su grito retumbara en el recinto. !Rimbaud estaba muerto! Estirado, con los ojos azules abiertos y la boca desencajada, se alcazaba a percibir el grotesco muñón atorado en la muleta. Una de sus manos crispadas estaba aferrada de forma atroz al seno izquierdo de Ana Malo, de donde salían hilillos de sangre que manchaban sus atrevidos encajes.

Fue difícil arrancar a Rimbaud de las carnes de Ana Malo y más difícil aún enderezarlo. Eran ya las tres la madrugada y el frío sabanero llegaba a límites insoportables de niebla. Los amortajadores de rutina, habituados a trabajar con el alto número de suicidas encontrados por allí, prepararon el cuerpo según indicaciones de Amado Nervo y lo metieron en un sarcófago egipcio que hallaron en las bodegas del castillo. Darío, Silva, Santos Chocano y Herrera y Reissig cargaron el exótico ataúd y salieron del castillo para internarse por un camino rodeado de flores, pinos y altos cipreses. Valencia consolaba a la poetisa, que lloraba a cántaros, mientras Nervo acariciaba sus manos. En poco tiempo llegaron al borde del precipicio, donde era imposible escuchar las palabras, que desaparecían envueltas en la ominosa brisa procedente del fondo, a causa del choque de las aguas con las rocas.

Luego acercaron el féretro a la corriente y lo dejaron fluir hacia el abismo, entre troncos, ramas y reses muertas, mientras la lluvia arreciaba y una tormenta eléctrica iluminaba el ámbito con luz de azul de metileno.


EDUARDO GARCIA AGUILAR. Nació en Manizales, en los Andes cafeteros de Colombia, el 7 de septiembre de 1953, bajo el signo Virgo. En esa ciudad de tierra fría muy literaria, donde casi todos -jóvenes y viejos- querían ser poetas y se vestían como Pessoa, con sombreros Stetson, traje, chaleco y llevaban paraguas y bastón, en el filo de la cordillera, con barrios art-deco y casonas españolas construidas gracias al auge del café, el niño fue desgraciadamente infectado por la literatura desde los 12 años, cuando escribió su primer poema.
Residió después en San Francisco (Estados Unidos) y casi una vida en México, desempeñándose allí como corresponsal extranjero de la Agence France Presse (AFP) durante 13 años. En México, en 1981, la editorial El tucán de Virginia, gracias a Guillermo Samperio, publicó su primer libro de cuentos, Cuaderno de sueños. Otros libros iniciales fueron publicados por complicidad de Luis Mario Schneider y Vicente Quirarte. En México creció, aprendió a tomar tequila y a pasar horas en deliciosas cantinas y pudo publicar casi todos sus libros y decenas y decenas de textos nómadas, literarios. Sostuvo una columna los jueves en la página cultural de Excélsior de1980 a 1983 en la sección cultural dirigida por Edmundo Valadés. Después trabajó con Huberto Batis en unomásuno y publicó allí durante años textos de diverso tono, desde artículos a ensayos y crónicas. Ahora vive en París y comparte la actividad de la activa colonia literaria latinoamericana compuesta por escritores de casi todos los países latinoamericanos que recorren las calles y leen textos en cavas y en la Casa de América Latina de Saint Germain des Pres.
Ha publicado las novelas Tierra de Leones (México. 1986), Bulevar de los héroes (México. 1987, traducida y publicada en Estados Unidos en 1994), y El viaje triunfal (Bogotá, 1993 y México 1997), novela ganadora en Colombia del premio Ernesto Sábato de Proartes. También ha publicado el poemario Llanto de la espada (1992), los libros de cuento y relato Cuaderno de sueños (México, 1981), Palpar la zona prohibida (México, 1984) y Urbes luminosas (México 1991. Bogotá 1994) y en el campo del ensayo: Gabriel García Márquez.
Sus crónicas, reportajes y textos críticos y literarios publicados en diarios y revistas latinoamericanos y europeos, pero especialmente en México, serán reunidos bajo el título de Textos nómadas.

sábado, 14 de febrero de 2015

SUMISIÓN AL ISLAM

Por Eduardo García Aguilar

La última novela de Michel Houellebecq figura en el primer lugar de las listas de ventas desde el día de su aparición, que coincidió con el famoso atentado del 7 de enero contra la revista de caricaturas Charlie Hebdo por parte de un comando asesino de fanáticos yihadistas.


Las semanas y los meses que precedieron a los atentados que conmocionaron a Francia se habían caracterizado por la omnipresencia en los medios de dos libros mediocres y llenos de odio. El primero, rey de las ventas de 2014, fue "Gracias por ese momento", de la ex concubina del presidente francés, que se vengaba de él por el fin de su historia de amor y el otro, "El suicidio francés", de un mediocre comentarista de radio y televisón que aboga por la deportación de los extranjeros de Francia, en especial los negros y los árabes porque, según él, amenazan con terminar con la grandeza cultural, racial y social del país por medio del horrible mestizaje de razas.



Libros mediocres y tristes, los de Valérie Trierwieler y Eric Zemmour dominaron el panorama de 2014 y toda la prensa obnubilada e hipnotizada dedicaba semana tras semana portadas y primeros horarios de televisión y radio a estos dos engendros de la verdadera decadencia intelectual del país, mientras se agigantaba mes tras mes el partido neofascista Frente Nacional y todo el mundo criticaba al presidente francés y a su partido y negaba, en un delirio increíble y depresivo de cilicios y azotes, todo lo salvable que pudiese existir en el país en medio de una peligrosa y gravísima crisis internacional económica y gepolítica.



La llegada de la nueva novela de Houellebecq, uno de los escritores más notables de su generación, nacido en 1958 y ganador del premio Goncourt, aunque se inspiraba en la misma tendencia depresiva francesa, al menos auguraba el reencuentro con la buena literatura y el talento. Entre los depresivos hay niveles, y por supuesto el nivel del novelista parisino más exitoso de los últimos tres lustros es un nivel superior a millones de años luz de los líderes de las listas de ventas que lo precedieron en 2014.

Houellebecq es un hijo triste de la generación de sus padres, la del baby boom y el 68, caracterizada por haber surgido en medio del auge económico del país y la liberación de costumbres traída por la era pop. Sus temas están marcados por el descuido en que fue criado por sus progenitores hippies, egoístas e irresponsables y por eso en sus novelas, especialmente en su mayor éxito, "Las particulas elementales", los fustiga y expresa el grito de amargura de un muchacho frustrado, flaco, feo, enfermizo y tímido.



Con esos elementos ha creado un personaje mediático atípico que rompe con el culto a la belleza y al glamour. Houellebecq es desdentado como un vejete, fuma más de cuatro cajetillas de cigarrillos al día, ha sido alcohólico, visitante de prostíbulos y tiene un cabello que es como la peluca horrenda de maniquí abandonado y su piel blanca y fláccida y su posición desgarbada lo asemejan a personajes malditos como Charles Boukowski, Louis Ferdinand Céline y otros indigentes famosos de la literatura del siglo XX.



Él cultiva esa imagen y en ella se identifican todos los frustrados blancos franceses de su generación que ven en los árabes y los negros, en los extranjeros en general, el vector de la supuesta desgracia del país. Pero en el fondo, Houellebecq es un ángel y su fama y éxito es un merecido homenaje al talento de los disminuidos y un triunfo de la literatura sobre el glamour, el arribismo y la impostura.

El libro ya era un escándalo antes de salir. Todos los diarios, revistas y programas de radio y televisión hablaban de la novedad antes de que saliera al público y para colmo de todo, a los yihadistas islamistas se les ocurrió matar a 12 miembros de la redacción de Charlie Hebdo, entre ellos un amigo suyo, el mismo día en que salió a la venta el libro, por lo que su autor tuvo que irse a la montaña a descansar, conmocionado, y a estar un poco a salvo de la histórica tormenta que ratificaba en términos generales los temores expresados por él de manera brillante en el tema de su novela "Sumisión".



El autor se imagina que en 2022 llega al poder un presidente musulmán bastante moderado, inteligente y culto, que ha hecho alianza con la derecha moderada, los izquierdistas, los comunistas y los socialistas, para evitar el ascenso al poder de los fascistas del Frente Nacional. El presidente Ben Abes considera que a través del islam Europa entera reencontrará el protagonismo que otrora tuvo el Imperio Romano y, abierta a los países de Oriente Medio y del Magreb, puede conformar de nuevo una gran civilización alrededor del Mediterráneo, liderada por el islam, pero que convive como bajo los Omeyas de Córdoba en la España islámica, con judíos y cristianos, o sea con las tres religiones monoteístas surgidas del Libro sagrado.



El personaje, François, alter ego de Houellebecq, es un profesor de literatura de la Sorbona, que de ahora en adelante se llamará Universidad Internacional Islámica de la Sorbona, cuyos profesores deben convertirse al islam para ejercer y gozar así de enormes sueldos financiados por las monarquías petroleras árabes y acceder al derecho de poseer varias esposas de distintas edades, como ocurre en gran parte del orbe musulmán. Puesto que las mujeres regresan a cuidar a sus hijos y a ejercer de sumisas amas de casa, el desempleo desaparece, entre otras consecuencias favorables del nuevo régimen, centrado en la protección de la familia tradicional, como ocurre a su vez entre cristianos y judíos.



Como era de esperarse, el feo y frustrado personaje onanista y putañero opta por convertirse al islam, atraído por la perspectiva de poder copular con tres esposas al mismo tiempo y ganar un buen sueldo de académico universitario en la Universidad Islámica de la Sorbona, y así, colorín colorado, termina esta novela menor, un divertimento que, pese a todo, es muy cómica y bien escrita por el patito feo de la literatura francesa, convertido a estas alturas en un millonario cumbre de la literatura del país de Stendhal, Balzac, Flaubert y Proust, que se niega a llevar, eso sí, caja de dientes.
     

sábado, 7 de febrero de 2015

EL MUSEO DEL LOUVRE EN LA ESQUINA

Por Eduardo García Aguilar

Es una fortuna tener a unas cuadras del trabajo al Museo del Louvre y poder escaparse unas horas para visitar al azar alguna de sus salas permanentes o las exposiciones del momento. Bajando por la calle Vivienne, donde vivieron Simón Bolívar y el Conde de Lautréamont, el autor de los Cantos de Maldoror, llego al parque del Palacio Real, uno de los lugares más plácidos de la capital, que fue en el siglo XVIII centro de encuentro de jóvenes, pensadores, libertinos y militares ilustrados de la época en cafés y chocolaterías pobladas de cortesanas. Era además el barrio de Flora Tristán, abuela de Paul Gauguin y de una novia del Libertador que le escribía cartas encendidas cuando ya él se había convertido en un héroe y en el Che Guevara de la independencia decimonónica.

Es un jardín racional como casi todos los franceses, en cuyo centro hay una fuente fresca en verano y solemne en invierno. Los árboles cruzan el rectángulo de manera simétrica y al final, en los patios del ministerio de Cultura y el consejo Constitucional se encuentran las columnas de Van Buren y la hoy llamada plaza Colette, sede de la ancestral Comedia francesa de Molière. Uno puede tomar un chocolate caliente en época fría o una cerveza durante los calores en un café empotrado en el viejo palacio y cuyas sillas están bajo las antiguas columnatas. Donde antes fueron cafeterías, burdeles y oficinas editoriales de la Ilustración, en tiempos de Voltaire, hay en la actualidad tiendas variadas de moda, antigüedades, expendios de medallas, arte, muñecas, y muchas cosas más de marcas exquisitas o excéntricas.

Cruza uno la calle Saint Honoré y se encuentra de frente con una de mis preferidas librerías de París, la Delamain, perteneciente a Gallimard, una de aquellas ya escasas donde todavía hay con quien hablar sobre libros nuevos y antiguos y se puede pasar una hora hojeando libros de narrativa, historia, poesía, política, traducciones recientes, temas extraños, libros de lujo y obras de editores pequeños que son expuestas ahí con igual esmero que las de los grandes pulpos.

Al lado de la librería está el viejo café donde solía pasar las tardes el poeta peruano César Vallejo, quien vivió a dos cuadras de allí y cuyo espíritu parece presente en ese viejo ámbito cubierto de viejas maderas centenarias donde el vino servido es abundante y exquisito. Muchos dicen que Vallejo fue infeliz en París, pero basta pasar un rato en ese café, llamado La Civette, para comprender que el poeta de los Poemas Humanos y de Trilce no la pasó tan mal en esta ciudad a pesar de los fríos y los aguaceros.

Unos metros más adelante uno esta ya frente a un costado lateral del Museo, donde se ven los enormes anuncios de las exposiciones del momento y puede ingresar entonces al gran vestíbulo de entrada, situado bajo la pirámide invertida del gran arquitecto japonés Pei. A lo largo de los años he corrido para llegar a tiempo a exposiciones inolvidables que están a punto de acabar, como la de Alejandro Magno, basada en las nuevas excavaciones realizadas en Macedonia, o aquella dedicada a los tiempos de Fidias o Praxiteles, a quienes grandes mandatarios como Pericles y otros les encargaban estatuas de Zeus o Afroditas.

Estremece poder ver cascos, escudos, platos, lámparas, recipientes de perfume o vino, estructuras para camas, aretes, anillos, monedas, mesas, instrumentos de cocina, fragmentos de frescos, mosaicos  y tantas otras cosas más extraídas de las tumbas y que nos acercan a la vida cotidiana en tiempos de Alejandro Magno. Y en el caso de Praxiteles y Fidias, seguir sus rastros, observar las copias, tratar de acercarse a su tiempo y al genio de sus manos. 

Estas dos últimas semanas he ido a ver dos exposiciones que estaban en su último día, una monumental sobre el arte practicado en Marruecos en los tiempos de las diferentes corrientes del islam en esa región, que incluía entonces como un todo geopolítico el sur de España bajo el Al Andalous y ciudades como Córdoba, Sevilla, Algesiras, Cartagena, Almería, Cádiz, y otra muestra menos monumental sobre la isla de Rodas, basada en colecciones de cerámica, joyas y monedas rescatadas por los primeros arqueólogos franceses y alemanes, y pertenecientes a los siglos VII y VI antes de nuestra era.

Pero fuera de esas exposiciones que concluyen y se van para siempre, nada como pasearse de manera intermitente y a través de los años por las salas permanentes: pasar horas y horas viendo la magnífica colección de miles vasos, jarras y ánforas griegas de las épocas más antiguas, con la imaginería increíble de sus dibujos e ilustraciones en cerámica, algunas de precioso sentido erótico y pornográfico. O ver el Hermafrodita dormido, o la Venus de Milo, o la Victoria de Samotracia o los rostros originales en mármol de todas las figuras históricas griegas clásicas, filósofos, reyes, magnates y otros muchos menos conocidos, pero casi vivientes.

O pasearse por la gran sala Egipcia interminable con sus sarcófagos y sus momias y su Escriba sentado, o por la de los persas y asirios, etruscos o romanos, que siempre nos impresionan y nos muestran que nosotros no somos los primeros ni los más avanzados en la historia de este planeta tierra. Y eso sin hablar de las decenas de salas dedicadas a la pintura, dotadas de la colección más impresionante de imágenes de los más grandes artistas, frente a cuyas obras uno puede pasar horas y estar conmovido, observando los detalles, la verdad de otros tiempos: ¿qué hacer frente a un Ver Meer o un Rembrand? ¿frente a un Greco o un Goya? ¿Un Tintoretto o un Rafael?

El jueves, al salir de la muestra sobre Rodas, desemboqué por azar en la sala dedicada al arte medieval francés y he quedado maravillado ante la variedad de las magníficas obras, en su mayoría monumentos funerarios y bustos. A través del mármol y por la mano de excepcionales artistas, uno recorre esos siglos desde los primeros reyes medievales, conmovido por monjes, militares, patriarcas, jerarcas eclesiásticos, potentados, viajeros y los monarcas y sus esposas cubiertas de joyas, algunas acompañadas en su morada final por el pequeño perro de raza, esculpido a sus pies como un detalle de humor o coquetería o ternura.

Pero nada como esa terrible figura de la parca descarnada y esquelética cubierta de jirones que se encontraba en el centro del desparecido cementerio medieval de los Inocentes de París, donde con la más tétrica realidad parecida a las imágenes en óleo de Grünewald, comprendemos que ese tiempo estaba marcado por la muerte y su terror omnipresente y la impronta de la religión católica y la monarquía de la Flor de Lis y su inmenso poder sobre los hombres, en su mayoría siervos. Una sala vista al azar una tarde de sol que nos conmueve y nos reconcilia con el arte de todos los tiempos.