domingo, 5 de octubre de 2014

SARTRE CONTRA LOS PAVOSRREALES LITERARIOS

Por Eduardo García Aguilar
Hace 50 años Jean Paul Sartre rechazó por estas fechas el Premio Nobel de Literatura que le fue otorgado por la Academia sueca, aduciendo que no lo hacía en contra del galardón ni la institución que lo daba, sino porque consideraba que su deber era continuar ejerciendo como un escritor libre de compromisos y honores y que aceptarlo lo limitaría en ese objetivo.

El autor de esa bella pieza autobiográfica Las palabras y de tantos otros libros en géneros como novela, ensayo, panfleto, crítica y filosofía, que marcaron su época, siguió siendo libre hasta el final de sus días, tomando a veces posiciones y compromisos equivocados en el campo de la ultraizquierda en boga en aquellos tiempos, pero sin renunciar al deseo de ser un marginal, de estar en la periferia con los periféricos, de ir contra la corriente.

Al rechazar el mayor honor que puede recibir un escritor en un acto valiente que muchos todavía no entienden, al negarse a recibir la enorme suma del premio y a acudir a Estocolmo a cosechar aplausos y venias en una especie de canonización infinita, Sartre dio un gran ejemplo a todos los escritores del mundo, que por lo regular son tan vanidosos y engreídos y ávidos de incienso.

A lo largo de la era humanista que inició su auge cuando Gutenberg inventó la imprenta, el escritor ha ejercido como un sacerdote laico y poco a poco fue tomando el lugar que en la Iglesia desempeñan obispos, cardenales y papas. Debido a que en siglos pasados los letrados eran desde el punto demográfico solo una infinitesimal cifra de la humanidad, éstos adquirieron un papel de guías, sabios, y como sacerdotes y profetas tomaron la actitud altiva y orgullosa de los que saben más y se creen guías de naciones o de juventudes.

Los gobiernos, los príncipes, las instituciones, las academias, los cooptaron desde entonces llevando a muchos de ellos a convertirse en una clerecía que medra entre los poderosos y a medida que sube y escala desdeña a los congéneres que por temperamento o nobleza rechazan cubrirse de las togas cardenalicias de la fama, el poder y la gloria, que en fin de cuentas son tan efímeros como la vida misma.

Tuve la fortuna de ver a Sartre en 1979, cuando era un anciano enfermo y babeante y además relativamente pobre, que compartía su vida con esa gran mujer Simone de Beauvoir. Por esas fechas el viejo filósofo era amigo de los jóvenes más radicales del maoísmo local y lejos de las academias y los palacios del poder vestía mal, con la misma chaqueta color beige, y caminaba cegatón por los lugares donde transcurrió su vida estudiantil y académica en la París amada del barrio latino.

Al rechazar el Nobel de Literatura, Sartre quiso conservar esa libertad de equivocarse hasta el final y terminar en el margen. Ahora que se celebran exactamente 50 años de ese gesto incomprendido, nos damos cuenta que el viejo filósofo tenía razón.

Lo que deseaba era bajar al clérigo literario de sus estatuas y púlpitos, de sus curules académicas, de sus medallas y grados, alejarlo del aplauso y la veneración fetichista, o sea hacer del escritor un ser humano más, tan humilde como el zapatero, panadero, talabartero o artesano que pasa sus días trabajando entre el bullicio feliz de las calles y los barrios populares.

O sea volver a acercar al escritor, al poeta, el filósofo, el ensayista al loco Diógenes, quien vivía en un barril y andaba más pobre que nadie en las plazas hablando y convenciendo con su palabra; acercarlo a Sócrates, quien llegaba ebrio a las fiestas a hablar con sus discípulos y admiradores de todos los temas posibles y que un día tuvo que beber la cicuta.

En esta era hedonista de las redes sociales, donde todos nos damos en espectáculo, y en que proliferan los escritores como nunca, pareciera que los autores tienen como finalidad principal el reconocimiento, generar la atención de los otros, en lo que bien podría denominarse un déficit patológico de atención. Los escritores están desesperados por acumular premios, dinero, homenajes, medallas y son felices cuando se pavonean ante los demás creyéndose uncidos por una lengua de fuego que los distingue de los despreciables ágrafos, los que viven la vida, los que piensan y no se exhiben, los que caminan anónimos por su cuadra y agotan las tardes jugando dominó en la taberna de la esquina.

Ahora que se hacen otra vez las cábalas para saber quien será el nuevo ganador del Premio Nobel de Literatura y que decenas de autores arribistas pelean entre ellos en la escalinata de los honores, defenestrándose unos a otros, ninguneándose o insultándose, calumniándose, odiándose o golpeándose, haciendo listas y absurdas clasificaciones jerárquicas o generacionales, el ejemplo del viejo babeante Sartre, el que tuvo la osadía de decir no al Nobel, brilla con toda su luz como un eco contemporáneo del hálito milenario de Sócrates y Diógenes y tantos otros sabios de la calle.