sábado, 16 de agosto de 2014

LA FUTURISTA EXPOSICIÓN UNIVERSAL DE 1900

Por Eduardo García Aguilar

Con escaleras mecánicas en medio de la enorme ciudad artificial, un palacio de la Electricidad impresionante iluminado por la noche en la explanada de la Torre Eiffel, la Exposición Universal de 1900, que inauguró el siglo XX, fue una fiesta de modernidad pocas veces igualada, con sus 50 millones de visitantes y la reproducción de los palacios de las naciones en la ribera del río Sena, que veía fluir embarcaciones repletas de turistas y curiosos, inmersos en un mundo de fantasía futurista bien captada por las cámaras cinematográficas de los hermanos Lumière.

Cada país visitante tuvo su gran construcción efímera y los cuadros, objetos, muebles, filmes y fotos que nos quedan de la época nos muestran una ciudad imaginaria, enérgica, llena de sorpresas y misterios, una metrópoli de arte, pensamiento, vicio, fiesta y moda que ahora visitamos los contemporáneos nostágicos del siglo XXI gracias al trabajo de los curadores de la exposición que en su honor y memoria se realizó hasta este domingo 17 de agosto en el Petit Palais, pequeño palacio de estilo Art Nouveau que albergó para la ocasión una muestra de las expresiones artísticas en boga: Rodin, Monet, Cézanne, Zuloaga y muchos más.

Un siglo después ese derroche de poder metropolitano se vive en todo el mundo: en los rascacielos de Shangái y Hong Kong que muestran la reemergencia de China como una de las potencias mundiales decisivas; en los Emiratos Árabes Unidos y Catar, donde los jeques hinchados de dinero por la inmensa riqueza del petróleo, reproducen delirantes imitaciones de Nueva York en los desiertos castigados por la canícula flamígera de Oriente Medio; en las ciudades latinoamericanas como Bogotá, Sao Paulo, Río de Janeiro y México City, con sus periféricos aéreos bajo el esmog y la pobreza asfixiantes; en urbes ruidosas como Singapur, Calcutta, Bombay, y otras tantas de África, donde aquellos experimentos de la Exposición Universal de 1900 se ven con la nostalgia con que observamos los experimentos cinematográficos de los hermanos Lumière y Meliès.  

Aquella época fue dominada por la vida vibrante patente en los los afiches de Toulouse Lautrec: el reino de los grandes burdeles de lujo y la fiesta permanente en Pigalle, el tiempo de Proust y Mallarmé y de las ideas socialistas de Jean Jaurès, todo ello signado por la vertiginosa apertura de costumbres y de vida que celebrara el nuevo siglo con la emancipación de la mujer y el desborde alucinógeno de los vicios y el derroche de la gastromía, el licor, la moda, el teatro, la danza y el sexo y el deseo desbordado en la voz de la cantante Mistinguett.

La gran moda bajó de las alturas crepusculares de las vanidosas condesas y marquesas proustianas o de las millonarias americanas, rusas o londinenses, a la masiva utilización por las jóvenes trabajadores que lucían como ellas y llevaban el nombre de "midinettes", porque almorzaban fuera de casa en medio de la urbe, entregadas a las aventuras amorosas que estallaban desde los escenarios con el reino de las famosas cocottes Cléo de Merode, Liane de Pougy, Sarah Bernhard o la Bella Otero. Muchachas ellas que trabajaban y ganaban para darse esos pequeños lujos, visitando las modistas, comprando un sombrero o un traje, unos botines o una cartera o una joya de moda con las que impresionaban al amante que un día tal vez las mantendrá, las vestirá como reinas y les pondrá casa a cambio de sus efímeros encantos.

Todo eso era real entonces, vivo, lejos de la gran escenografía, la gran maquetta grotesca y tamaño natural para 70 millones de turistas en que se ha convertido la para muchos la más bella ciudad del mundo en estas primeras décadas del siglo XXI. Una ciudad que en julio y agosto se vacía de su habitantes para dar paso a la muchedumbre proveniente de todos los países emergentes. Miles de chinos, japoneses, paquistaníes, brasileños, mexicanos, estadounidenses, rusos, africanos que recorren la vacía urbe y la captan con sus cámaras y sus flashes luminosos o dejan como los enamorados un candado amarrado para siempre con sus nombres en el Pont des Arts, casi hundido ya por el multitudinario peso del absurdo rito metálico del amor.

París era entonces sin duda la capital del mundo, aunque ya emergían más allá del canal de la Mancha, Londres, y al otro lado del Atlántico, Nueva York antes de los rascacielos. En pleno auge de la República, lejos ya las monarquías muertas con el Segundo Imperio de Luis Napoleón Bonaparte, radiante de arquitectura y urbanismo después de las transformaciones debidas al barón Haussman, pletórica de comercio, tecnología, moda, vicio, burdeles, la ciudad recibió al mundo con su mejores galas sumida en su hedonista autosatisfacción.

Para el efecto, se construyeron el Pequeño y el Gran Palacio, frente a frente, joyas que hoy todavía irradian energía, intactas, como si hubiesen sido erigidas ayer, con sus estructuras de hierro y sus abundantes claraboyas vítreas que dejaban pasar la luz y jugaban con el cielo nublado o azul visitado por los globos aerostáticos y los primeros aviones. Más allá estaba y está el lujoso puente Alejandro III, construido hacía poco en honor del Zar y la amistad con los rusos, un puente que hoy es bruñido como una joya con sus figuras aladas áureas que brillan ahora como ayer y daba paso entre luces sobre el río hacia los grandes espacios de la explanada del Hotel Nacional de los Inválidos, enorme edificio hospitalario construido mucho tiempo atrás para los heridos y mutilados de las guerras por el rey Luis XIV, donde se encuentra la tumba de Napoleón. Allí también había sorpresas para los visitantes alucinados.

Todas las hectáreas entre la Torre Eiffel y Los Inválidos y de ahí a Concordia y Campos Elíseos se llenaron de vida mundial, agitación, electricidad y fiebre en ese 1900, sin saber que una década después la primera gran guerra europea hundiría esos sueños y traería años de sangre y dolor infinitos que devastaron generaciones. Pero de las cenizas de este ondeante y vegetal Art Nouveau, surgirían los años locos de entreguerras y su Art Déco, que a su vez con fiesta y delirio presagiarían otra guerra no menos atroz de donde emergería este mundo contemporáneo de guerras frías ignorante aun de cuando volverá a chocarse con la hecatombe.