sábado, 29 de noviembre de 2014

LA ALEGRÍA DE LEER A EVODIO ESCALANTE

Por Eduardo García Aguilar
Acabo de terminar un excelente libro de ensayos sobre Octavio Paz, de Evodio Escalante (1946), uno de los pensadores más originales y eruditos de México, quien ha mantenido vivo el espíritu de la crítica en ese país.
En Las sendas perdidas de Octavio Paz, publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana y Ediciones Sin Nombre en 2013, establece un diálogo con el gran poeta y ensayista que obtuvo el Premio Nobel en 1990, a lo largo de siete ensayos minuciosos donde no solo muestra el conocimiento profundo de la cultura mexicana, latinoamericana y universal, sino de filosofía y filología, lo que le permite conversar de tú a tú con el irascible maestro de los mexicanos (1914-1998), cuya obra enorme y brillante nos impresiona a comienzos del siglo XXI.
Este año se celebra el centenario de Octavio Paz, quien nació en pleno tiempo de la Revolución Mexicana, y tuvo como tantos otros que vivir en carne propia los efectos de la violencia. Su padre fue un rebelde zapatista que dejó su rango familiar para aliarse con los revolucionarios y murió arrasado por un tren en el norte de México, lugar hasta donde el joven Paz va con su madre para recuperar el cadáver despedazado. Durante ese largo viaje en busca del cuerpo del padre, el casi niño Paz ve a lo largo del camino, mientras avanza el tren hacia el norte, muchos hombres colgados en los árboles y los postes.
Desde muy temprano Paz se entrega a la literatura, pero en sus años juveniles ejerce una poesía comprometida que lo lleva a conocer a Pablo Neruda (1904-1973), convertirse en su discípulo y a viajar a España invitado por el autor del Canto General a un congreso de republicanos que luchaban contra los avances de la derecha franquista. Entonces solo tenía 23 años y ya había experimentado en el sur de México, en Yucatán, las tareas del compromiso social con los campesinos de su país. Al regresar a México, efectúa su primera ruptura con ese maestro, lo que cuenta y analiza con lujo de detalles Evodio Escalante, en uno de los episodios más importantes de este libro.
Escalante también analiza varias rupturas, ingratitudes y reconciliaciones claves del autor del laberinto de la Soledad y Libertad bajo palabra, entre otros libros. La primera es la ruptura secreta de Paz con su mentor mexicano, el gran maestro Alfonso Reyes (1889-1959), quien lo animó en su primeros pasos y le abrió con generosidad el camino para publicar sus obras y obtener un sólido reconocimiento. La ingratitud de Paz con el generoso maestro, que estuvo a punto de obtener el Premio Nobel y fue en cierta forma el Octavio Paz de su época y un protéico autor de miles de escritos fundamentales como El deslinde e Ifigenia Cruel, llegó hasta el extremo de tratar de excluirlo de la antología Poesía en Movimiento que publicó en su momento el Fondo de Cultura Económica, bajo la dirección del infatigable Paz, entonces diplomático en Oriente.
Evodio Escalante cuenta en detalle la historia de esa lucha interior con el maestro Reyes, a quien también quiso matar como a Neruda para poder eclosionar como autor original, y rastrea con exactitud las huellas innegables que la obra del viejo dejó en el joven Paz y que él trata por todos los medios de ocultar, como ocultó a su vez la utilización de los conceptos filosóficos de Martin Heidegger, de los que ya tenían conocimiento autores mexicanos anteriores a Paz en México, pero que el Nobel usa muchas veces sin citar en El arco y la lira.
También nos introduce en la primera repulsión paciana de los surrealistas, a quienes detesta inicialmente por escapistas y la posterior alianza con los mismos, al encontrar en ellos en París una actitud subversiva que lo marcó, pues para él sería más importante la rebelión como acto demoledor inconsciente y onírico, que los propios frutos literarios surgidos de la misma.
Otro aspecto importante del libro de Evodio Escalante es el estudio de la relación de Paz con la gran generación de Los Contemporáneos, a la que pertenecieron brillantes personajes de otra generación anterior mexicana, como Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, a quienes también Octavio Paz debe muchos de sus primeros impulsos y preocupaciones, lo que dejó registrado en varios ensayos.
Es una delicia seguir a Escalante en este diálogo de admiración y crítica que nos lleva hasta el estudio riguroso de su obra poética, los vasos comunicantes de la misma con la mexicanidad prehispánica y las temáticas orientalistas, así como con las rupturas modernas. Octavio Paz, ya consagrado y seguro de haber escrito una obra magna, avanza en sus rupturas y experimentaciones iniciadas desde los primeros poemas comprometidos de Raíz del Hombre y la Estación violenta, hasta la cumbre de Piedra de sol y los experimentos colectivos de Renga o ya de manera personal, en Pasado en claro y en Árbol adentro, que sus lectores disfrutamos hoy como nunca.
Lo bueno de este libro es que hablamos, nos peleamos y nos reconciliamos con el maestro Paz, pero a la vez descubrimos la prosa maravillosa de Evodio Escalante, una delicia de escritura donde no hay una sola línea que no esté al filo de la navaja, alerta, inteligente, irónica, que abre siempre puertas y nos mantiene insomnes a través de la lectura.
Sin duda Octavio Paz hubiera gozado la lectura del libro de este inquieto heredero que se alza a su rango en materia de crítica literaria y habla de tú a tú con él. Escalante es no solo gran lector, gran escritor, sino también músico y amante de jazz, o sea un renacentista contemporáneo de los que solo produce un gran país como México, el hermano mayor de hispanoamérica, tierra donde los autores dialogan en permanencia con sus mayores, no solo escrutando y salvando sus obras, sino cotejando ideas y conceptos para que el molino de la palabra siga girando en medio de la batalla quijotesca de la literatura.
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Publicado el domingo 23 de noviembre en La Patria. Manizales. Colombia
http://www.lapatria.com/columnas/72/alegria-de-leer-evodio-escalante 

domingo, 16 de noviembre de 2014

EL ARDOR DE LOS NACIONALISTAS CATALANES

Por Eduardo García Aguilar
Hay algo inquietante en la deriva nacionalista que afecta a un sector de los catalanes convencidos de ser la raza superior ibérica y que fue instigada en las últimas décadas por una cuestionada clase política electoralista. Nada que ver con aquel movimiento romántico de los catalanes encabezados por Joan Manuel Serrat, Luis Llach y María del Mar Bonet, quienes a través de la música y el espíritu libertario luchaban en los años 70 contra el franquismo y la asfixia cultural que reinaba en el país durante la dictadura. A ellos acudíamos a escucharlos en Montjuich y otros muchos lugares con el juvenil fervor reinante en aquella época.

Barcelona, a la que amo porque he vivido allí muchos meses en más de 30 estadías a lo largo de mi vida, era entonces el centro editorial y cultural de hispanoamérica, una región increíble y próspera donde convivían dos lenguas y dos culturas similares, la española y la catalana. El propio Joan Manuel Serrat, que es un ícono catalán y gloria de la región al lado de Salvador Espriú, Salvador Dalí, Josep Plà, Pablo Casals, Mercé Rodoreda y Pablo Picasso, dice hoy que no se imagina a Cataluña fuera de España.

Desde la Generalitat, desde la administración que ha reinado en Cataluña, se han usado los recursos públicos españoles de la prosperidad, gracias a la generosidad de las autonomías, para reconstruir la historia reescribiéndola mediante construcciones faraónicas en honor de actos y sitios heroicos dudosos y la elaboración de un guión histórico que magnifica supuestos pasados y héroes independentistas que ningún historiador serio ratificaría con certeza desde las aulas universitarias libres.

Tal país ilusorio se ha convertido en parque temático para turistas alemanes, franceses, ingleses, nórdicos, rusos, que visitan localidades reconstruidas y remozadas de acuerdo al nuevo guión. Y lo peor de todo, se pretende expulsar a la lengua castellana, como si esta fuera el peor enemigo, desterrándola de las escuelas y universidades y de los documentos y avisos oficiales, obligando a quienes quisieran seguir sus cursos en la lengua de Cervantes al exilio.

Todos los escritores catalanes que escriben en español como Juan Marsé, Eduardo Mendoza y Enrique Vila Matas fueron excluidos de las delegaciones a las ferias del libro internacionales, como la de Frankfurt, y de la radio catalana, pagada con recursos de la nación, fue expulsada hace un lustro la escritora Cristina Peri Rossi, por hablar la lengua de Garcilaso, Quevedo y Lope, lo que generó la protesta de centenares de figuras de la cultura mundial, encabezadas por Mario Vargas Llosa.

Esta deriva de las burocracias políticas electoralistas catalanas sobrepasa los límites y como en la historia del flautista de Hamelin sus jefes llevaron al pueblo hipnotizado a una consulta donde quienes organizaron y escrutaron el voto fueron ellos mismos y con recursos del Estado, sin dar garantía a las dos terceras partes del cuerpo electoral que no aboga por la independencia.

Porque solo basta recorrer Cataluña, la bella e irremplazable Barcelona que tanto amo, pasear por pueblos, capitales regionales, playas y villorrios de las montañas pirenaicas, para darse cuenta que muchos catalanes de origen, hechizados por un patriotismo arcaico, viven en un mundo autista. Como las avestruces en peligro, ignoran el mundo que los rodea: millones de personas que sin ser catalanes de origen nacieron o crecieron allí y han ganado derechos, los inmigrantes de todos los orígenes que hicieron sus vidas en esa tierra y con sus manos y sudor contribuyeron a hacerla grande, a construir todo lo que vale en esa región.

Recientemente comprobé el dolor de esa gente al recorrer Cataluña de nuevo y escucharlos, ya en confianza, porque descubrían que era "forastero" como ellos: taxistas, choferes, campesinos, obreros, tenderos, dueños de cafés, bares y restaurantes modestos, cocineros, amas de casa, intelectuales, profesores, artistas, abuelas, barmans, estudiantes, mucamas, barrenderos, gente de Girona, Figueres, Rosas, Barcelona, Albany, Empuriabrava, L'Escala, Castelló d'Empúries, Benidorm, Sitges, Vilanova i La Geltrú y tantas otras bellas localidades que visité. Y eso sin olvidar la voz de cientos de miles de "moros" o descendientes de "moros" que viven en barrios separados y que alguna vez dominaron media Iberia, antes de ser expulsados junto a los hebreos en 1492 por los reyes católicos.

Ojalá esta deriva catalana secesionista termine y que el tiempo vuelva a moderar las aguas y traiga la concordia, lo que al parecer ya se vislumbra. Que Cataluña y Barcelona vuelvan a ser faros de cultura abiertos al mundo como en los tiempos de Picasso, Casals, Dalí y Serrat y muchos más. Que Cataluña vuelva a ser la tierra abierta que tantos extranjeros sentimentales como yo amamos y admiramos y que como Serrat no imaginamos separada de España.


* Publicado en La Patria. Manizales. Domingo 16 de noviembre de 2014

sábado, 1 de noviembre de 2014

RAYMOND ARON, UN SENSATO ABURRIDO



Por Eduardo García Aguilar

Con el título de Un espectador comprometido, dos jóvenes discípulos suyos publicaron en 1981 un libro de conversaciones con el filósofo, historiador, sociólogo, periodista y politólogo Raymond Aron (1905-1983), una de las figuras intelectuales más controvertidas y urticantes de Francia en la segunda parte del siglo XX, considerado durante mucho tiempo un anacrónico anti-Jean Paul-Sartre, pese a que ambos fueron jóvenes amigos y condiscípulos en la Escuela Normal Superior en los años 20. Jean Louis Missika y Dominique Wolton, entonces de 30 y 34 años de edad, se acercaron al viejo maestro y le propusieron un diálogo en torno a la compleja historia del siglo XX y sus posiciones y compromisos a lo largo del periodo marcado por el auge de Hitler, la II Guerra mundial, los años de la Guerra Fría y la prosperidad de la posguerra en el marco del atlantismo europeo en alianza con Estados Unidos.

Aron y Sartre se formaron juntos en los años 20 y todo parecía que serían amigos toda la vida, pero los acontecimientos de la historia en su país y en el mundo los separararon para siempre. Durante décadas dejaron de hablarse y Sartre odió a su amigo por elegir la democracia burguesa en vez de la Revolución marxista-leninista. Ambos, de origen judío, estudiaron en posgrados en Alemania durante los años de auge paulatino del Fürher, en una Alemania cada vez más poderosa y antisemita, dispuesta a volver a la guerra para vengarse de las viejas derrotas a manos de su enemiga ancestral Francia. Bajo la Ocupación nazi y los años posteriores, Sartre practicó la filosofía, la dramaturgia y la literatura convirtiéndose poco a poco en la mayor figura literaria del momento, mientras Aron se trasladó a Londres, donde trabajó al lado de De Gaulle y tras la Liberación regresó para dedicarse al modesto periodismo.

Tras la derrota alemana, De Gaulle entró triunfalmente a Francia y se inició un largo periodo de reconstrucción y progreso continental que separó aún más a los amigos. De las ruinas de la guerra y la repartición de Europa surgió la Guerra Fría: a un lado quedó una Europa occidental, democrática y pro-estadounidense, moderna, y al otro una Europa del Este sovietizada y marxista-leninista bajo el mando de la Unión Soviética de Stalin. Las cosas quedaron así en el statu quo simbolizado por el Muro de Berlín y nadie, ni rusos ni americanos estaban interesados en una nueva guerra.

Aron habría de convertirse en el activo ideólogo de la élite del atlantismo pro-estadounidense, mientras Sartre, como casi toda la intelectualidad progresista del momento, fue seducido por el marxismo-leninismo, convertido en esos años en una religión utópica por fuera de la cual todo intelectual que no adhiriese al sueño revolucionario era considerado un réprobo reaccionario aliado de los gringos y de la CIA. Sartre fue el intelectual máximo de las izquierdas y guía moral de la rebelión de mayo de 1968, e incluso hacia el final de sus días fue seducido como otros muchos por el delirio maoísta. Aron, al contrario, estuvo firme del lado de la democracia burguesa encarnada en la V República del general De Gaulle y con André Malraux desfiló para impedir el improbable triunfo de la revuelta, cuyo líder estudiantil Cohn-Bendit, Dany el Rojo, terminó convertido en un sensato y respetado congresista demócrata europeo que acaba de jubilarse con aplausos.

La ruptura fue total entre ambos, pero hoy, más de 30 años después de estas conversaciones de Raymond Aron con sus discípulos, las cartas han sido repartidas de nuevo y tal vez las ideas moderadas y aburridas del viejo filósofo agnóstico y liberal se revelaron mucho más sensatas que las del viejo filósofo, novelista y dramaturgo revolucionario Sartre. Aron, admirador y estudioso de El Capital de Carlos Marx, advirtió siempre contra los sueños utópicos de un mundo perfecto, dominado por la "vanguardia de la historia", o sea el proletariado, según lo planteado por el credo. El proletariado en el poder terminaría al fin con la historia y traería el paraíso en la tierra, donde todos los hombres serían felices e iguales.

Tal utopía encarnada llevó por el contrario a los horrores del totalitarismo y el "Gulag" en la Unión Soviética de Stalin, el "padre de los pueblos", denunciados en los libros de Alexandre Sojenitzin; a la oscuridad mansa en los países del Este ocupados y manejados por una nomenklatura burocrática pro-soviética; a las masacres y abusos en el reino delirante del gran timonel Mao Tse Tung, "sol rojo que ilumina nuestros corazones"; y después, a las terribles experiencias de Camboya al mando de Pol Pot y de Corea del Norte, bajo la dinastía de los Kim, cuyo último heredero es un payaso cruel que tiene de rehén a su hambreado pueblo. Y eso sin hablar de la larga hegemonía de los hermanos Castro a lo largo de más de medio siglo en Cuba, tal vez propiciada por la propia intoleracia de los ultras de la derecha estadounidense.

Nadie en este momento niega las realidades provocadas por los totalitarismos de izquierda, como tampoco por supuesto ignora los horrores cometidos por el Imperio Norteamericano y los grandes capitales multinacionales de Occidente durante sus múltiples intervenciones sangrientas por el botín en América Latina, Africa, Oriente Medio y Asia, donde se sembró el terror en las guerras de Vietnam e Irak o propiciando golpes sangrientos como el de Pinochet en Chile, a nombre de la supuesta democracia occidental.

Raymond Aron, muchas de cuyas ideas coyunturales no siempre se comparten y a veces causan urticaria, abogaba por un punto intermedio, aburrido por lo sensato: más que ir a la aventura tras utopías perfeccionistas, totales y gloriosas de derecha o izquierda, que terminan en baños de sangre, más vale tratar de vivir en un mundo imperfecto de equilibrios de poderes donde se pueda debatir en torno a la realidad concreta y ajustar las políticas gubernamentales a las coyunturas y avatares de la historia y los ciclos económicos. Saber que vivimos en un mundo defectuoso e imperfecto, siempre en riesgo por las ambiciones de la humanidad codiciosa, violenta e injusta, pero con la convicción de que el paraíso terrenal no llegará nunca como lo piensan las religiones y las ideologías.