jueves, 23 de octubre de 2014

ENCUENTROS CON MANUEL ZAPATA OLIVELLA

Por Eduardo García Aguilar
La última vez que lo vi fue en el Hotel Dann Colonial de La Candelaria. Una mañana nos encontramos en el ascensor, en el sexto piso, y descubrimos que estábamos en el mismo corredor y que nuestros cuartos estaban frente a frente. El mío tenía vista a los cerros y a Monserrate y al delicioso paisaje frío de la Bogotá nocturna. El cuarto de Manuel daba al silencio de los patios centenarios.
Había recalado ahí después de un Festival Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo, al que me había invitado Ignacio Chávez. Y al final dejé el Tequendama y me refugié en el Dann para decansar y leer en la Bogotá fría donde están sepultados mis padres, esa Bogotá a donde fui una vez de niño con ellos a un hotel cercano a la Casa del Florero y el Capitolio, el ya desaparecido Savoy.
Manuel había polemizado conmigo en Valledupar durante la clausura de un encuentro dedicado a García Márquez, organizado por La Cacica. Furioso, la había emprendido contra mí, haciéndome pagar a mí solo la supuesta soberbia racista de los académicos que ignoraban la literatura negra de Colombia. Yo pagué los platos rotos por todos los conferencistas venidos de Estados Unidos y de otras partes del mundo y como di el discurso final, me cayó la furia injusta de Manuel, como más tarde él lo reconoció al honrarme con unas disculpas inmerecidas.
Atiné a decirle que a lo mejor yo tenía sangre quimbaya o pijao, sangre árabe o judía, y que siempre he estado del lado de los mestizajes, el derrumbe de las fronteras y contra los nacionalismos y racismos. Mis argumentos eran inútiles, porque a él no le faltaba razón: Colombia es un país racista y clasista donde el color de la piel y la clase determinan muchas cosas y las famas y las glorias se definen por la pertenencia a ciertos nichos de privilegio. Salvo contadas excepciones, las clases dirigentes a nivel nacional o local no han dejado jamás a un indio o a un " negro " desempeñar un papel importante y al único " indio " que estuvo a punto de llegar al poder, el "negro" Jorge Eliécer Gaitán, lo mataron.
Recordé entonces al poeta Candelario Obeso, que no resistió en el siglo XIX esa discriminación de los capitalinos y que tuvo la equivocación de enamorarse de una blanca de familia bien; recordé a Arnoldo Palacios, el precoz autor de " Las estrellas son negras ", quien prefirió el exilio en Francia; pensé en la obra de Carlos Arturo Truque y de tantos otros que trataron de expresarse en la literatura del país desde su obvia condición marginal y murieron en el intento.
Colombia fue injusta con Manuel Zapata Olivella. Desde muy joven escribió espléndidos libros de viaje, dirigió la revista Letras Nacionales, en la que ayudó a la eclosión de nuevas generaciones, antes y después de la irrupción de Gabriel García Márquez. Como folklorista reivindicó los aportes de la negritud colombiana y siempre ondeó esa bandera. Como a la mayoría de quienes se aventuran con generosidad en los campos literarios, terminó sus días lúcido y sabio en ese refugio donde vivía rodeado de libros y de recuerdos y de decepciones.
Murió el 19 de noviembre de 2004 a los 84 años y pidió que sus cenizas fueran lanzadas al río Sinú, para que regresaran por el Atlántico al continente africano de sus ancentros. Había nacido en Lorica (Córdoba) el 17 de marzo de 1920 y dejó una vasta obra con títulos como Los pasos del indio, Hotel de vagabundos, El retorno de Caín, Tierra mojada, Pasión vagabunda, Chambacú, corral de negros y Changó, el gran putas.
Pasé entonces a su guarida y me abrió una botella de vino con su manos temblorosas y su inefable cachucha. Las décadas que nos separaban desaparecieron de inmediato. Con la bondad del nuevo amigo que me llevaba 30 años, me habló de sus días de México cerca de Diego Rivera, quien lo pintó en un mural como pago por una consulta médica y pasamos revista a la literatura del país y a sus nuevas tendencias, mientras acabábamos esa botella y reíamos en pleno centro de Bogotá, en la Candelaria. Nos unía el México entrañable donde vivimos ambos.
La primera vez que lo vi fue en 1995 en el Festival de Biarritz, donde andaba siempre con el legendario fotógrafo Leo Matiz, convertido hoy en una figura mundial del lente del siglo XX, al lado de Brassai y de Cartier Bresson. Por ahí estaban Alvaro Mutis y García Márquez, tocados ellos por la gloria en vida, mientras Zapata Olivella dejaba ver sus largas patillas encanecidas en los salones de un Palacio frente al mar y al famoso faro pintado por Picasso.
Más tarde lo volví a ver en Valledupar donde, en un almuerzo al aire libre, en una estancia en el campo caliente del Cesar, nos contó del matriarcado ejercido por las indias de la zona y tarareó canciones frente a los críticos José Miguel Oviedo, Raymond Williams y Michael Palencia-Roth.
Con él caminamos por las calles y escuchamos nuevos grupos de Vallenatos, antes de que con un grito dolido hablara de la negritud y pronunciara un discurso sobre las frustaciones de su gente en Colombia.
Su protesta estaba justificada: al final la literatura termina confiscada por los profesores y los críticos de las universidades que la desmenuzan con el helado bisturí de la indiferencia. No vale para ellos la lucha de quienes como él batallaron desde el margen y no obtuvieron la gloria ni el poder ni la prostituida fama que todo lo corrompe. La crítica se vuelve la previsible loa al éxito y los congresos literarios una ceremonia absurda de vanidades de donde siempre se excluyen los derrotados.
Tenía razón Manuel Zapata Olivella en gritar al viento contra todo y contra nada, ante la incomodidad de la Cacica, los profesores y los altos funcionarios. Por eso al convertirme por una semana en su vecino y amigo en el Hotel Dann y acompañarlo mientras caminaba con su paso lerdo de octogenario, comprendí todo lo que le debíamos en Colombia a este moderno que exploró las más profundas sabias mestizas de nuestro país y quiso dejar por escrito el testimonio de quienes llegaron esclavizados en barcos y luego aportaron la crucial alegría y la tristeza de su cánticos y la plasticidad de su danza.
                                                                                

sábado, 11 de octubre de 2014

EL PARÍS INAGOTABLE DE MODIANO

Por Eduardo García Aguilar
El nuevo Premio Nobel de Literatura para el francés Patrick Modiano (1945) es un reconocimiento de la Academia Sueca antes que todo a los escritores que pasan la vida ensimismados en sus temas sin apartarse nunca de sus objetivos y que evitan desplegarse como otros en el ágora dedicados a actividades políticas y mundanas que terminan por devorarlos y apartarlos de sus más profundas inquietudes.
Modiano inició su camino literario muy joven, siendo un tímido adolescente solitario que pasó varios años en pensionados escolares lejos de su familia y aprendió desde muy temprano a caminar solo en los característicos días otoñales de París, en esos lejanos años 1950, cuando Francia salía de la ocupación penosamente y lidiaba con el conflicto argelino en busca de una estabilidad política que al fin le llegó con el inicio de la V Republica y el patriarcado del general Charles de Gaulle.
Quienes han visto alguna vez el inolvidable filme de François Truffaut Los 400 golpes, protagonizado por el también solitario niño Jean Pierre Léaud, podrán ingresar a la París brumosa de esos tiempos, tan distinta a la museográfica del siglo XXI. Había la misma agitación en las calles, pero los edificios estaban aun cubiertos por esa pátina negra provocada por el humo y la lluvia y en general eran decrépitas construcciones que no habían sido renovadas ni limpiadas desde el siglo XIX, desde los tiempos del renovador urbanista Haussmann, ocupada como había estado Francia en todos esos años en hundirse y salir de guerras y conflictos sin fin.
El niño Léaud de Los 400 golpes es un solitario que deambula por las calles un poco abandonado a su propia suerte y desde temprano aprende a observar el mundo de los adultos desde su óptica, con una mirada precoz, decepcionada y profunda. Los adultos de esa época estaban todos heridos por las dos terribles guerras y acababan de salir de la ocupación nazi, con la que muchos de ellos colaboraron. Todos esos padres y madres fueron, según el caso, deportados, resistentes, colaboradores, traficantes, contrabandistas, mártires, desleales, traidores, y cada quien tenía sus historias secretas. Ningún adulto estaba a salvo.
Por eso los niños nacidos durante la guerra o al terminar ésta crecieron así, marcados sin saberlo por el drama nacional, por las historias silenciadas que toda esa gente quería borrar de la incómoda memoria. El nino Léaud ve a su madre besarse en la calle con un hombre a lo lejos y se vuelve un poco pillo en esos largos días en que anda suelto, carente del idílico afecto que se supone otorgan las sacrosantas familias. Toda esa generación de adultos estaba quebrada por la guerra y la ocupación, todos esos hombres y mujeres tenían adentro una herida profunda, incurable.
En los años en que Modiano escribe y empieza a publicar, a fines de los 60 y comienzos de los 70, tan revolucionarios y cambiantes, donde se percibía el auge del progreso y el crecimiento otorgados por la estabilidad política y económica, quienes conocimos en París de esa época podíamos ver en los viejos los remanentes de ese rencor terrible, la cicatriz imborrable. A un lado estaban ellos, los sobrevivientes de la guerra, con sus secretos y mentiras, sus heroicidades falsas o sus dolores verdaderos y al otro los jóvenes, rubicundos muchachos intrusos, alegres y festivos, ávidos de placer y rock, en un mundo de sombras y amarguras.
Ese es el mundo que ha querido revelar Modiano en sus novelas: es la indagación del joven tímido, algo tartamudo, en los entresijos de la generación de sus padres y sus contemporáneos. Se pregunta él quiénes fueron, qué hicieron, qué secretos guardaron, indaga sobre sus amores, mentiras y traiciones. Lo mismo ha hecho Michel Houellebecq (1958), el otro gran novelista francés actual, al cuestionar y demoler a la generación de sus odiados padres, un poco posterior a los de Modiano.
En los libros de Modiano también está presente siempre París: como Proust en En busca del tiempo perdido, Modiano recorre las calles de la ciudad centímetro a centímetro, ingresa en esos bistrots anónimos que se encuentran en esquinas, plazas y callejones y donde todo el día agotan el tiempo seres quebrados que deliran a veces y hablan también entre ellos, ebrios al calor de unos vinos, en las emblemáticas barras metálicas tan necesarias para los millones de solitarios que habitan la ciudad. Es tan aburrido todo para ellos, que pueden divertirse leyendo la guía telefónica. 
Quienes hemos vivido mucho tiempo en París desde aquellos anos en que Modiano empezó a publicar, encontramos en los libros suyos las mismas calles y lugares, cines viejos, librerías, cafés, restaurantes y bistrots y a tantos personajes, mujeres y hombres desilusionados, cruzados al azar, por quienes nos hubiera gustado tanto indagar como él hace en sus novelas.
En sus páginas captamos las atmósferas variadas de París según las diversas estaciones, percibimos la bruma, la lluvia, la esperanza de la primavera, las luces que surgen de tantos diminutos apartamentos y buhardillas, las sombras de esos habitantes secretos que vemos obligatoriamente a través de visillos y cortinas porque la ciudad es un estrecho hormiguero de gente que vive hacinada en espacios y calles estrechas y lugubres.
Uno hubiese pensado que el tema de París, el epicentro de la obra de Proust y tantos otros autores, había sido cerrado para siempre y pasado de moda. Pero no, la verdad es que con el Premio Nobel a Modiano, se ha premiado también a esta maravillosa ciudad donde ha existido una de las literaturas más extraordinarias y permanentes del planeta desde los tiempos del Villon, Sade, Nerval, Hugo, Balzac, Baudelaire, Dumas, Zola, Huysmans, Céline, Sartre y tantos otros hasta nuestros tiempos.
Gran parte de esa literatura ha surgido en las intrigas y secretos del barrio editorial de Saint Germain des Prés, donde ha reinado la gran editorial Gallimard, la misma de Proust y de todos los Premios Nobel franceses sin falta, que ya llegan a 15 y convierten a Francia en el país más premiado en la historia del galardón. En esas cuantas cuadras se define todo en la literatura francesa y a veces mundial, y Modiano, como Le Clézio, son perfectos productos de esos "cogollitos" cerrados de los que hablaba Proust, por fuera de los cuales ninguna otra literatura existe.
Modiano y Le Clézio fueron lanzados por la familia Gallimard en los años 60 como figuras jovencísimas, apuestas y promisorias de Saint Germain des Prés y desde entonces la casa editorial los ha protegido y tenido trabajando cerca siempre, como hijos mimados, en silencio, otorgándoles todas las garantías posibles y proyectando su obra a otras lenguas con una fidelidad y profesionalidad a toda prueba.
Modiano tuvo como padrinos a Raymond Queneau, Paul Morand y André Malraux, de la misma forma que Proust los tuvo en su momento después de que el incrédulo André Gide cometiera el terrible error de rechazar para Gallimard el primer tomo su obra magistral, pues a la literatura francesa se ingresa casi por cooptación, en medio de rituales y de crueles cofradías secretas que actúan en los laberintos del mismo barrio.
Como en los tiempos de la corte de Luis XIV, tan bien descritos por Saint Simon o Retz y tantos otros memorialistas, las carreras literarias francesas surgen o se hunden en ese barrio en medio de intrigas y secretos dignos del Ancien Régime. La academia francesa y Gallimard reinan en esas mismas calles de Saint Germain des Prés donde reinaban antes los salones de las duquesas y las marquesas de Proust frecuentados por Anatole France, Maurice Barrés, André Gide y Jean Cocteau. En esos mismos salones surgieron Malraux, Camus, Beauvoir o Sartre, y surgen hoy los elegidos del momento y fuera de los cuales nadie es coronado por el Goncourt o el Reanudot.
Por eso el tímido Modiano supo del premio cuando caminaba por ahí después de almorzar con su esposa en alguno de los restaurantes del barrio y caminando tal vez llegó a Gallimard a ofrecer la conferencia de prensa ante la prensa mundial, escoltado por el descendiente de los Gallimard y actual director, el poderoso Antoine, y por su séquito de editores encabezados hoy Phillippe Solers y Michel Braudeau. Modiano nunca ha salido de Saint Germain des Prés y de los barrios cercanos y por eso su obra es un puro producto parisino en la línea de Hugo, Balzac, Proust o Céline. Su Nobel es también un premio a París y sus fantasmas.  

lunes, 6 de octubre de 2014

OKTOBERFEST EN MUNICH

Por Eduardo García Aguilar
Oktoberfest en Múnich
Nadie puede imaginar que los bávaros puedan ser más locos y rumberos que los caribeños cuando se trata de agotar las incontables fiestas que celebran todo el año, la mayor de las cuales es la famosa Oktoberfest de Múnich, que termina el primer domingo de octubre, y a la que acuden millones de alemanes ataviados con las prendas típicas de la región a bailar, beber enormes jarras de cerveza, divertirse en las atracciones y juegos mecánicos, comer salchichas, albóndigas y piezas de cerdo y res que, preparadas in situ, generan una inmensa humareda de barbecue rupestre.
Antes de Oktoberfest, que se inició en 1810 con las celebraciones de la boda de Luis de Baviera y se realiza desde entonces como un verdadero ritual báquico a fines de septiembre y comienzos de octubre, se llevan a cabo otras muchas, como la fiesta del bosque, la llegada del verano y tantas otras celebraciones multitudinarias relacionadas con el futbol y el equipo local Bayern Múnich, cuando toda la gente inunda las calles para celebrar los triunfos o llorar las derrotas. También los jóvenes practican la fiesta posmoderna punk, house, rock, latino, disco, en los centenares de bares y discotecas instaladas en Kulturfabrik, complejo situado en la antigua sede de la fábrica de sopas Maggi, originarias de la región.
Por todas las calles y avenidas de la urbe muniquesa se ve a los millones de convivios paseándose en carrozas o a pie, casi todos marcados desde temprano por el efecto de las diversas cervezas, tambaleándose, brincando, resbalándose y gritando con alegría para desfogar todas las energías y liberarse del estrés del trabajo, unas semanas antes de que llegue el invierno y cubra todo con su gélida capa de nieve. Por eso se suben a las mesas ebrios a bailar a lo largo de la tarde y entrada la noche, cuando el griterío alcanza a oírse desde lejos, como si tratara de exorcizar los pasos crecientes del hielo invernal.
En el inmenso parque Theresienwiese de Múnich se instalan enormes carpas y construcciones provisionales de las diferentes marcas de cerveza que están activas durante todo el día y donde la fiesta y la libación de la cerveza supera todos los récords posibles. Un sector museográfico en vivo reproduce las fiestas antiguas y en una inmensa taberna comen, beben y bailan las danzas tradicionales. Allí en cada una de esas enormes casetas circulan millones de personas durante las dos semanas de las festividades, ataviados los hombres con su calzones bávaros de cuero café que va hasta las rodillas, medias hasta la mitad de pantorrilla, tirantes, camisas de cuadros coloridas y sombreros de fieltro con plumas o adornos.
Las mujeres, muchas de ellas rubias, altas, hermosas y simples lucen una variedad infinita de faldas, chalecos y delantales típicos de las campesinas de antaño y van con trenzas y todo tipo de adornos, a veces tan ebrias como los propios hombres, corpulentos ellos y rozagantes de tanta alimentación e ingestión del divino líquido.
El bávaro es un pueblo sencillo, de origen campesino, conservador, rubicundo, que habla el alemán con un acento peculiar, mucho más marcado en los pueblecillos que se suceden en las escarpadas montañas de Los Alpes, junto a ríos, lagos, cascadas o encrucijadas viales que se han practicado desde hace mucho tiempo, en especial por los comerciantes y traficantes desde el Imperio Romano o el Medioevo y mucho más atrás, hace seis mil años, en los tiempos del Ötzi, el hombre de Smilaun, cuando vivían los pueblos dedicados a la pesca fluvial y lacustre, tribus consideradas después como bárbaras y paganas.
Desde las altísimas montañas cercanas de los Alpes bávaros, sus valles, precipicios y bosques, han surgido las más ignotas tradiciones, los relatos infantiles, la poesía natural de los románticos, la música de las tabernas de paso, en fin de cuentas todas las expresiones culturales de un pueblo de aserradores, mineros, ferreteros, talabarteros, artesanos, campesinos, zapateros, relojeros, panaderos, carniceros, carretilleros e infinidad de otros oficios sencillos. Por los muchos cañones de ríos, quebradas y riachuelos, entre la piedra horadada por el agua del deshielo de los glaciares alpinos, los aserradores transportaban los troncos de los árboles, una de las actividades más típicas, necesarias y prósperas de aquellos viejos tiempos y cuyo eco histórico aun se escucha.
Anclados en el catolicismo más devoto, los pueblos de las montañas y los campos de Bavaria se asemejan en su religiosidad a los latinoamericanos con sus procesiones permanentes llenas de imágenes de vírgenes y cristos sangrantes, sus iglesias modestas y la imaginería de la estatuaria y la iconografía periféricas que pervive en los caminos y se dibuja en los exvotos de las carreteras y en las paredes de la casas de estilo austriaco, pues Austria y Bavaria siempre han estado unidos por lazos culturales profundos.
También en estas zonas hubo a través de los siglos importantes y violentas guerras de religión y rebeliones campesinas míticas que perviven en la poesía y la literatura a través de sus héroes. Y apenas en el siglo pasado fue en estos pagos donde se originó el Nacional-Socialismo de Adolfo Hitler, el führer que fraguó en la capital regional Múnich en los años 20 sus primeros pasos terribles hacia la llegada al poder del nazismo, al lado de su asesinos y sicarios, entre ellos otro bávaro, Himmler.
Hitler solía vestirse con esas calzonarias de cuero y el sombrero típico cuando descansaba en las montañas de la zona y en especial en la cumbre de su mansión alpina en las alturas de Berchtesgaden, uno de los pasajes alpinos más bellos de la zona. En materia paisajística el gusto del führer no puede ponerse en duda al recorrer las montañas de donde provienen los festejantes y observar las estrellas como tal vez lo hacía el temible Adolfo en las noches despejadas, cuando soñaba en el dominio del mundo de la raza superior en que creía.
Los nazis solían celebrar esas fiestas rituales en las grandes tabernas de Múnich al calor de la cerveza y la exquisita comida campesina, por lo que al visitar esos lugares sentimos cierto escalofrío. Sin duda, una buena parte de los adultos de hoy son los nietos de aquellos nazis que sembraron el terror inicial y llevaron a todo el país a la catástrofe y a uno de los genocidios más espantosos de la historia. Pero no puede imputársele a sus descendientes los horrores de sus ancestros, pues todos los países y pueblos del mundo han conocido los más grandes horrores y las más sangrientas guerras de exterminio, a las que han sucedido largas y prósperas épocas de paz.
Por eso, al festejar con esta gente alegre en la noche, al escuchar la música típica de los grupos entre la gritería total, al degustar el cerdo, las albóndigas, los peces ahumados, las salchichas y esgrimir las gigantes jarras de cerveza repletas y espumosas, celebramos que hoy todo esto se lleve a cabo en paz en una Bavaria cubierta de nubes, estrellas y sol, la Bavaria rodeada por los Alpes y sus paisajes de sueño loados por los más grandes poetas de la lengua germana como Goethe, Hölderlin, Novalis, Von Kleist y tantos otros que libaron y amaron sin fatiga.
* Publicado en Expresiones. Excélsior. 5 de octubre de 2014

domingo, 5 de octubre de 2014

SARTRE CONTRA LOS PAVOSRREALES LITERARIOS

Por Eduardo García Aguilar
Hace 50 años Jean Paul Sartre rechazó por estas fechas el Premio Nobel de Literatura que le fue otorgado por la Academia sueca, aduciendo que no lo hacía en contra del galardón ni la institución que lo daba, sino porque consideraba que su deber era continuar ejerciendo como un escritor libre de compromisos y honores y que aceptarlo lo limitaría en ese objetivo.

El autor de esa bella pieza autobiográfica Las palabras y de tantos otros libros en géneros como novela, ensayo, panfleto, crítica y filosofía, que marcaron su época, siguió siendo libre hasta el final de sus días, tomando a veces posiciones y compromisos equivocados en el campo de la ultraizquierda en boga en aquellos tiempos, pero sin renunciar al deseo de ser un marginal, de estar en la periferia con los periféricos, de ir contra la corriente.

Al rechazar el mayor honor que puede recibir un escritor en un acto valiente que muchos todavía no entienden, al negarse a recibir la enorme suma del premio y a acudir a Estocolmo a cosechar aplausos y venias en una especie de canonización infinita, Sartre dio un gran ejemplo a todos los escritores del mundo, que por lo regular son tan vanidosos y engreídos y ávidos de incienso.

A lo largo de la era humanista que inició su auge cuando Gutenberg inventó la imprenta, el escritor ha ejercido como un sacerdote laico y poco a poco fue tomando el lugar que en la Iglesia desempeñan obispos, cardenales y papas. Debido a que en siglos pasados los letrados eran desde el punto demográfico solo una infinitesimal cifra de la humanidad, éstos adquirieron un papel de guías, sabios, y como sacerdotes y profetas tomaron la actitud altiva y orgullosa de los que saben más y se creen guías de naciones o de juventudes.

Los gobiernos, los príncipes, las instituciones, las academias, los cooptaron desde entonces llevando a muchos de ellos a convertirse en una clerecía que medra entre los poderosos y a medida que sube y escala desdeña a los congéneres que por temperamento o nobleza rechazan cubrirse de las togas cardenalicias de la fama, el poder y la gloria, que en fin de cuentas son tan efímeros como la vida misma.

Tuve la fortuna de ver a Sartre en 1979, cuando era un anciano enfermo y babeante y además relativamente pobre, que compartía su vida con esa gran mujer Simone de Beauvoir. Por esas fechas el viejo filósofo era amigo de los jóvenes más radicales del maoísmo local y lejos de las academias y los palacios del poder vestía mal, con la misma chaqueta color beige, y caminaba cegatón por los lugares donde transcurrió su vida estudiantil y académica en la París amada del barrio latino.

Al rechazar el Nobel de Literatura, Sartre quiso conservar esa libertad de equivocarse hasta el final y terminar en el margen. Ahora que se celebran exactamente 50 años de ese gesto incomprendido, nos damos cuenta que el viejo filósofo tenía razón.

Lo que deseaba era bajar al clérigo literario de sus estatuas y púlpitos, de sus curules académicas, de sus medallas y grados, alejarlo del aplauso y la veneración fetichista, o sea hacer del escritor un ser humano más, tan humilde como el zapatero, panadero, talabartero o artesano que pasa sus días trabajando entre el bullicio feliz de las calles y los barrios populares.

O sea volver a acercar al escritor, al poeta, el filósofo, el ensayista al loco Diógenes, quien vivía en un barril y andaba más pobre que nadie en las plazas hablando y convenciendo con su palabra; acercarlo a Sócrates, quien llegaba ebrio a las fiestas a hablar con sus discípulos y admiradores de todos los temas posibles y que un día tuvo que beber la cicuta.

En esta era hedonista de las redes sociales, donde todos nos damos en espectáculo, y en que proliferan los escritores como nunca, pareciera que los autores tienen como finalidad principal el reconocimiento, generar la atención de los otros, en lo que bien podría denominarse un déficit patológico de atención. Los escritores están desesperados por acumular premios, dinero, homenajes, medallas y son felices cuando se pavonean ante los demás creyéndose uncidos por una lengua de fuego que los distingue de los despreciables ágrafos, los que viven la vida, los que piensan y no se exhiben, los que caminan anónimos por su cuadra y agotan las tardes jugando dominó en la taberna de la esquina.

Ahora que se hacen otra vez las cábalas para saber quien será el nuevo ganador del Premio Nobel de Literatura y que decenas de autores arribistas pelean entre ellos en la escalinata de los honores, defenestrándose unos a otros, ninguneándose o insultándose, calumniándose, odiándose o golpeándose, haciendo listas y absurdas clasificaciones jerárquicas o generacionales, el ejemplo del viejo babeante Sartre, el que tuvo la osadía de decir no al Nobel, brilla con toda su luz como un eco contemporáneo del hálito milenario de Sócrates y Diógenes y tantos otros sabios de la calle.