sábado, 26 de abril de 2014

LA REVOLUCIÓN DE LOS CLAVELES EN PORTUGAL


Por Eduardo García Aguilar
Hace 40 años un grupo de jóvenes capitanes y coroneles lusos apoyados por el pueblo asfixiado derrocaron una larga dictadura portuguesa de medio siglo que dominó por la fuerza y el terror el gran país de Marco Polo, Luis de Camoes y Vasco da Gama, al lado de la vecina tiranía española del general Francisco Franco, construida sobre fosas comunes llenas de republicanos.
A lo largo del siglo XX los dos grandes países ibéricos vivieron bajo el terror sangriento y centenares de miles de habitantes perseguidos tuvieron que huir a las Américas y a distintos países europeos como Francia, Inglaterra, Alemania y Suiza, donde constituyeron una mano de obra barata y sumisa.
En las ciudades europeas los portugueses se desempeñaron como obreros, albañiles y en especial porteros de edificios y en el campo como trabajadores agrícolas y recogedores infatigables de cosechas. Y era  común verlos al lado de españoles en los cafés, con sus típicas boinas, discutiendo en  las tardes lluviosas, después de largas jornadas laborales, sobre temas afines a los exiliados, a veces bajo las melodías del triste fado musical de la saudade, esa extraña tristeza que es el emblema nacional de la tierra de Fernando  Pessoa.
Las mujeres vestían de negro y las viejas llevaban un luto triste y milenario. Alguna vez, por esas fechas, cuando era solo un muchacho colombiano recién salido de la adolescencia que emprendía las primeras horas de la errancia en Europa, una señora que escuchó mi acento me abordó y me contó como una abuela adoptiva y nueva las tragedias de su pueblo.
Eso ocurrió cerca de los grandes y lujosos almacenes cercanos a la estación de trenes de San Lázaro, al lado de las Galerías Lafayette y la tienda Printemps, repletas entonces de consumidores felices cuando  aun había mucho dinero y prosperidad en la tierra del general De Gaulle, en el crepúsculo de las  "tres décadas gloriosas" de prosperidad en la posguerra.
Tal vez ella esperaba ahí a que saliera su marido o el hijo de los sótanos del trabajo al terminar el turno y en la espera, en esa primavera de 1974, le contaba al joven colombiano de ultramar la  pesadilla vivida por su pueblo y la esperanza súbita del cambio con la Revolución de los claveles.
No olvido a esa mujer salida de una península ibérica arcaica, sumergida en un largo medioevo de tristezas después de siglos de esplendor y conquistas lejanas, esa mujer toda vestida de negro y con  una mantilla sobre el cabello, esa mujer con cejas pobladas y ojos negros, de una  palidez espectral y una tristeza esencial salida de un cuadro de Goya.
Se concretó en ella para mi el pasado de una dictadura infernal y el instante de una revolución primaveral llena de claveles rojos. A través de su voz dulce supe lo que pasaba no lejos de Francia, frente al Atlántico,  en ese país que fue un gran imperio en el mundo conocido antes del descubrimiento  de América y cuyas naos y barcos recorrían los mares hacia el oriente lejano en proezas  relatadas en las imprescindibles Historias trágico-marítimas, escritas por viajeros perdidos y náufragos.
En aquellos años 70, cuando todavía reinaba la guerra fría y recién se había bombardeado en septiembre de 1973 en Chile el Palacio de la Moneda para sacar del poder al socialista Salvador Allende, la Revolución de los claveles portuguesa surgió como un movimiento de esperanza en una Europa que construía con lentitud la Unión Europea y buscaba apenas la moneda única.
Los coroneles en vez de balas esgrimían claveles y las fotos que llegaban de Lisboa y otras ciudades nos ilusionaban a todos los estudiantes con ese símbolo florido muy antiguo y muy moderno. Pocas veces se ha visto una revolución llena de flores de diversos colores, una lucha contra la tiranía que en vez de sangre  regaba pétalos. Varios amigos dejaron las aulas para viajar allí y ver de primera mano una revolución en curso.
Su ejemplo siguió vivo al celebrarse multitudinariamente el viernes aquella jornada inolvidable en las calles de Lisboa, pero ya con aquellos jóvenes capitanes y coroneles envejecidos y decepcionados por la crisis y la austeridad vivida por el país, aplastado bajo la tutela del gobierno europeo instalado en Bruselas y que legisla desde Estrasburgo.
Portugal es una democracia, eso es cierto, pero el sueño europeo se derrumbó hace ya un lustro cuando el país entró en quiebra y fue obligado por las autoridades multinacionales y el Fondo Monetario  Internacional a aplicar las más drásticas medidas de austeridad que también se impusieron a Grecia, la cuna de la civilización.
Han pasado 40 años, y otras luchas siguen pendientes: las fronteras poco a poco desaparecen y los gobiernos de los países solo son marionetas de poderes monopólicos, oligárquicos y mafiosos ocultos que dictan la ley desde la sombra.
Como nunca los grandes capitales peregrinos reinan sin enemigo a la  vista bajo la amenaza de las guerras e imponen la austeridad por todas partes, ahogando la esperanza en países que antes fueron ricos. Esperemos que las luchas contra esas injusticias contemporáneas de la plutocracia sean hechas con  flores y no con armas y que los pétalos de las rosas y los claveles vuelvan a acelerar la historia con gritos de solidaridad y fiesta.

sábado, 19 de abril de 2014

ÚLTIMA TARDE CON GARCÍA MÁRQUEZ



Por Eduardo García Aguilar
La última vez que vi a Gabriel García Márquez fue en diciembre de 2003 en la Ciudad de México. Antes, en 1994, había estado con él en una larga tarde de charla en su preferido restaurante André, de Coyoacán, junto a los escritores colombianos William Ospina y Fernando Herrera, y en otras ocasiones en la casa del poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, en la presentación de la novela "Un bel Morir" de su amigo y hermano Álvaro Mutis, o en la Universidad Nacional Autónoma de México, cerca de la casa de la calle Fuego del Pedregal de San Ángel, donde vivió casi medio siglo y en la que murió el jueves.
Para cada colombiano, estar con García Márquez era ver en persona al padre de la patria, un Víctor Hugo personal que nos iluminó en la adolescencia; pero ese padre de la patria fue para todos quienes conversamos con él la persona más sencilla, jovial y antisolemne que se pudiera encontrar, el muchacho pobre nacido en la Costa Caribe colombiana, cerca del mar, de los carnavales de Barranquilla y de las plantaciones de la Compañía Bananera donde hubo una masacre; el emigrante pobre confundido con argelinos en el París de fines de los años 50 o el viajero que llegó a México con esposa e hijo y unos cuantos dólares viajando en buses Greyhound, después de renunciar a su trabajo en la agencia cubana Prensa Latina en Nueva York.
Su sentido del humor era tan certero, que cuando le dije una vez con temor que la película Edipo Alcalde basada en uno de sus guiones, que acababa de estrenarse con bombo y con su apoyo en México, era una película fallida, me respondió, mientras conducía impasible su viejo automóvil gris por Miguel Ángel de Quevedo, que entonces la culpa no era de él sino de Sófocles.
Esa última vez me dio cita en la legendaria cafetería de la librería Gandhi, de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, oficina de todos los escritores y lectores de México, desde Augusto Monterroso a Elena Poniatowska, y llegó puntual como siempre y se instaló como si estuviera en su casa. Habló con elogios del recién galardonado Premio Nobel J. M. Coetzee, cuya obra admiraba, y con malicia miraba hacia las otras mesas donde jóvenes muchachas leían o preparaban sus tareas escolares, tal vez sobre Cien años de soledad, sin saber quién era el viejo convive de la mesa de al lado. El fotógrafo mexicano Pascual Borzelli estaba ahí por casualidad y le tomó una foto con los meseros.
Cuando salimos para pasar a los grandes espacios de la librería más grande de México, una empleada vino corriendo para asegurarse de que el señor que se marchaba con un bulto de periódicos bajo el brazo no se había robado un libro. Le expliqué que se trataba del Nobel Gabriel García Márquez, pero la muchacha no pareció inmutarse.
García Márquez observaba con estupor la escena. Una de sus amigas colombianas de México aseguraba que al escritor, en sus años de mayor gloria, le gustaba verificar el nivel de su popularidad en las colas de cine, en los aviones o en visitas sorpresivas a restaurantes y librerías.
En la acera de enfrente sin embargo se formó la barahúnda. De todas partes salía gente con libros suyos en busca de una dedicatoria y una indígena que vendía dulces sentada en el suelo con un bebé en los brazos le pidió un autógrafo. Pero el Nobel se lo negó, aduciendo que solo firmaba en libros para evitar el comercio de autógrafos sueltos.
Entró al recinto y los libreros de la Gandhi se agitaron, invitando a los clientes a que compraran sus libros y buscaran la firma.
Se formó una cola larguísima, frente a la cual se colocó el Nobel de pie y muy erguido, para firmar durante más de una hora. A cada cliente le dedicó alguna broma y después bajó ágilmente las escaleras para encontrase de nuevo el ajetreo de la calle, donde los vendedores de baratijas se peleaban para darle un regalo, cualquier cosa, una bolsa, una muñeca o un dulce. Lo tocaban como si fuera un amuleto. Unos ambulantes jóvenes le regalaron con veneración una billetera con motivos indígenas.
Y finalmente desapareció en un taxi por las avenidas del sur de México, no lejos de donde escribió Cien años de soledad en una casa modesta, luchando para pagar las deudas, y donde vivió más de medio siglo, lejos de su natal Colombia pero muy cerca del imaginario Macondo que lo vio nacer y lo acompañó hasta el último suspiro.
----
Publicado en el blog Focus de la Agence France Presse. París. Viernes 18 de abril de 2014.


 * Fotos en blanco y negro del fotógrafo mexicano Pascual Borzelli Iglesias, realizadas en 2003 en la librería Gandhi.
* Foto a Color de GGM, Fernando Herrera, William Ospina y Eduardo García Aguilar, en el restaurante André de Coyoacán, en 1994, realizada por Jorge Sánchez. 
Publicado en el blog Focus de la Agence France Presse. París. Viernes 18 de abril de 2014.


sábado, 12 de abril de 2014

EL AIRE MÁGICO DE LOS ALPES BÁVAROS

Por Eduardo García Aguilar
Con frecuencia uno olvida la fortuna de haber nacido en las altas montañas de la cordillera colombiana, cerca de los volcanes. Durante la infancia y la adolescencia, al madrugar para ir a la escuela o al colegio, muchos días nos recibían con la imagen nítida de las montañas nevadas iluminadas por el sol y, desde las alturas, la ciudad recibía siempre aire fresco, vientos y lloviznas provenientes de aquellas cumbres.
Las enormes montañas de las cordilleras andinas son impresionantes y a veces dan miedo por su imperiosa magnitud. Pero en todo ese entorno natural, lo más notable es el dominio del agua y su sonido cuando se desprende por torrentes, riachuelos, cascadas, ríos cristalinos que bajan raudos sobre lecho de piedras teniendo como escenario de fondo las montañas nevadas.
Lejos de esas cumbres impresionantes, en otros lugares del planeta, uno se acostumbra a las planicies y a muchas capitales que no tienen enormes cumbres cercanas, aunque sí ríos que son claves para su identidad y vienen desde lejos, por ejemplo de los Pirineos o los Alpes, y en Estados Unidos de otras montañas centrales desde las cuales se desprende y caracolea el río nacional Mississipi.
Cuando no había tanto peligro para andar por bosques o riachuelos entre cardúmenes de niños aventureros,
el sonido permanente del agua que fluye sobre rocas y piedras queda para los nativos de las cumbres como marca interna de venas acuáticas que guían siempre en secreto en las aburridas planicies donde se sitúan muchas ciudades y capitales sin montes ni cordilleras.
Por eso, para volver a esa infancia perdida de las cumbres andinas donde crecimos, nada mejor que acudir a las alturas de los Alpes bávaros, que se yerguen pétreos hacia las más grandes alturas en la confluencia de varias fronteras: Austria, Bavaria, Italia, Suiza, Francia.
Aquella zona geológica es como en los Andes una prueba de grandes conmociones tectónicas catastróficas ocurridas a lo largo de miles de millones de años. Crestas, picos, hondonadas, precipicios, barrancos, lagos y lagunas atestiguan los viejos tiempos de las glaciaciones y los deshielos que dieron personalidad a esta zona llena de lagos secretos de todos los tamaños adosados a las altas cumbres.
Como en toda región montañosa, la vitalidad meteorológica es mucho más enérgica y caótica e imprime velocidades impresionantes a las nubosidades. A diferencia de los lugares planos que a veces permanecen  cubiertos por una lápida monótona de nubes bajas, en las tierras con cumbres borrascosas como estas, las nubes van y vienen propulsadas a merced de los vientos y cuando reina la sombra de repente se abre el cielo y el sol crepuscular golpea con fuerza las rocas de donde mana un olor rojizo de extraños visos óxidos.
He venido a rememorar los ámbitos andinos en Garmish-Paternkirchen, en  la frontera ocidental con Austria, y a solo 30 km de Italia, que hace 2000 años fue asentamiento romano y después centro de encuentro de los viajeros que iban y venían de Venecia y otras ciudades con sus  mercaderías. Una ruta de viajeros del norte europeo hacia el sur mediterráneo y  viceversa desde hace milenios.
A un lado está la montaña más alta de Alemania, la Zugspitze, y al otro el Alpspitze, enormes picos de piedra que impresionan y por donde caminó el hombre de Smilaun, muerto hace 5000  años en estas alturas y cuya momia fue encontrada hace más de una década con sus atavíos, flechas y pertrechos y está expuesto a la vista no lejos de aquí, en Austria.
He bordeado como ese hombre prehistórico el estrecho cañón del  Partnachklamm, tallado en millones de años por el torrente, donde resuena el agua de la quebrada y de las cascadas que en primavera son agua transparente y en invierno figuras petrificadas de hielo de todos los tamaños y formas. Es tan estrecho el camino, que la luz apenas se cuela cien metros arriba entre los muros de piedra, iluminando ámbitos donde resuenan los ecos de las voces de Hansel y Graetel.
Porque para entender a la generación del romanticismo alemán de Goethe, Von Kleist, Hölderlin, Novalis y otros, hay que venir a palpar y caminar entre estas verdades geológicas que ellos caminaron como  apasionados montañistas y ecologistas antes de que apareciera la ecología y que, además de poetas, se desempeñaban como geólogos, botánicos, entomólogos, paleontólogos, meteorólogos y buscadores de la famosa flor azul, el Edelweiss.
Lo increíble de esta confluencia alpina es que recobro en ella el musgo, el líquen y los helechos de la infancia y en la noche las miles de luciérnagas desbocadas bajo los pinos y los cipreses. Es la misma selva templada de la infancia, los mismos ángulos y humedades los que aparecen al otro lado de la tierra, hermanando así a los Andes y a  los Alpes en su roca, aguas y aires.
Y más allá, ya fuera del cañón de Partnachklamm, la cumbre del  Sugspitze entera se refleja en las aguas de la laguna fría de Eibsee y desde lejos el sol crepuscular lanza destellos contra esa piedra colosal,  convirtiéndola en cumbre roja de tizón de fuego. Excepcional coincidencia que trae suerte a los caminantes o al menos eso creen los enanos, las brujas, las hadas y los elfos que pueblan estas estancias de sueño.

martes, 8 de abril de 2014

MAGNITUD DEL GRAN GABO

Por Eduardo García Aguilar
Apenas se supo el jueves la noticia de que el Premio Nobel Gabriel García Márquez estaba hospitalizado en la capital mexicana, todas las agencias internacionales, AP, AFP, Reuters y EFE, entre otras, dieron alertas y difundieron con amplitud la noticia a todos los puntos cardinales y en las principales lenguas.
De repente, el estado de salud de García Márquez, aunque no era grave, revelaba a todos la magnitud y el rango literario adquirido por este escritor surgido desde las raíces más populares de la costa caribe colombiana, reino de la cumbia, el vallenato, el baile, los carnavales y el sol.
La prensa en masa rodeó el hospital en espera de noticias como si se tratara de un verdadero rock star y no era para menos, pues el escritor se convirtió en su tiempo en el símbolo máximo del continente latinoamericano, cuando Europa y el mundo vibraban todavía con las esperanzas revolucionarias generadas por Cuba y la figura crística del mártir Che Guevara y por otro lado, se incrementaba la militancia del Peace and Love, que celebraba la derrota estadunidense en Vietnam y buscaba la liberación de las colonias dominadas de manera sangrienta por el imperio estadunidense en el entonces llamado Tercer Mundo latinoamericano, africano y asiático. Con García Márquez los pueblos de la periferia, donde vive la “infame turba”, encontraron su voz casi bíblica.
Con su rostro inconfundible de turco o magrebí, bigote a lo Groucho Marx, actitud descomplicada, camisas de colores chillones y su gusto por la música vallenata, los boleros y la militancia de izquierda, García Márquez representaba la imagen de un escritor nuevo, popular, lejos de la figura del autor latinoamericano de tipo europeo, elitista, diplomático, solemne y pomposo, reinante hasta entonces en el continente. Para los europeos, la cultura latinoamericana quedaba encarnada en esas dos figuras rebeldes: el Che Guevara y García Márquez y los jóvenes izquierdistas y hippies del mundo se nutrían de ambos.
Cuando en la década de los 70 hice autostop con una chica para ir a Barcelona, no había automovilista generoso que al saberme colombiano no me hablase fascinado de Cien años de soledad y el mundo maravilloso contado por este autor en plena fama mundial, una década antes de recibir el Nobel en 1982. García Márquez era el líder del boom latinoamericano, fenómeno que no volverá a repetirse porque los europeos ya no deliran tanto con América Latina sino con las letras nórdicas, orientales, africanas o estadunidenses. Ya hemos pasado de moda.
García Márquez es el hijo mayor de un telegrafista y boticario aventurero e inteligente que iba de pueblo en pueblo en busca de oportunidades, y cuyo noviazgo con su madre Luisa Santiaga no fue del agrado de su abuelo el coronel Nicolás Márquez ni de su esposa. Debido a la pobreza y a que se llenaron de hijos como era usual en esos agitados tiempos, el futuro autor creció con el abuelo en la casona de Aracataca y fue formado en la primera infancia en las ideas políticas con sentido social.
Luego de la muerte del viejo patriarca se disolvió el mundo próspero de Aracataca, poblado por miles de jornaleros de la Compañía bananera y funcionarios estadunidenses de la multinacional, así como por emigrantes turcos o venezolanos, y otra vida comenzó para el niño, desterrado del reino inicial y obligado a volver a la casa de sus padres, que seguían errando por la zona.
Esa primera parte de su vida, los recuerdos de la casa, los relatos de las aventuras del abuelo y el padre y las noticias de la saga familiar iniciática en la amplia zona costera son los elementos básicos de esa obra extraordinaria basada punto por punto en hechos reales sobre los que la pluma del Nobel hizo, según él mismo dijo, una “transposición poética” de la realidad.
Dasso Saldívar en la magnífica biografía Viaje a la semilla comprobó con detalles la base real de cada una de las escenas de sus libros como La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada e incluso su obra sobre Bolívar, El general en su laberinto, homenaje cifrado a la arteria central de Colombia, el río Magdalena, por donde viajó muchas veces el Gabo adolescente.
Un lustro después tuvo la suerte de ser becado adolescente para ir a estudiar el bachillerato en la helada Zipaquirá, donde los poetas de la generación de Piedra y Cielo le enseñaron literatura. Allí leyó todo y se volvió el sólido escritor que sería luego de leer La montana mágica y José y sus hermanos, de Thomas Mann.
Más tarde se volvió periodista, la profesión central de su vida de la cual nunca reniega, y luego de vivir en París, Venezuela, Colombia, Cuba y Nueva York, donde trabajó para Prensa Latina, llegó atraído por Álvaro Mutis a México, que se convirtió en su país adoptivo y lugar donde escribió su obra maestra y la mayor parte de sus libros.
Una simple gripe suya nos ha puesto en alerta en el mundo a todos los que hemos crecido con él en estas largas décadas de su reino absoluto literario. De repente en las redacciones de las agencias y los periódicos resurgió la magnitud de este autor que todos los grandes escritores del mundo, estadunidenses, turcos, nórdicos, rusos, europeos, asiáticos y africanos reconocen como un gran maestro. Su escritura única, el sonido de sus palabras, la profundidad de sus imágenes, mundos y personajes vuelven a girar en nuestra memoria, con la fuerza de su inmenso e inagotable talento.
---
Publicado en Expresiones, de Excélsior, México D.F. Domingo 6 de abril de 2014 
.