sábado, 8 de junio de 2013

ENCUENTRO CON LOU DOILLON Y SU MÚSICA

Por Eduardo García Aguilar
Foto Kate Barry
Lou Doillon tal vez no sabe que en el lugar de la calle Vivienne donde la vi el miercoles vivió Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, autor de los maravillosos y terribles Cantos de Maldoror, una de las obras más extrañas de la literatura de los dos últimos siglos.
Ahí donde ahora hay un edificio de cemento horrendo estuvo una de las viejas casas parisinas donde residió el poeta nacido en Uruguay de padres franceses y que de retorno a Francia escribió su obra en un francés estremecedor, que hoy nos asombra y asusta.
La calle Vivienne es histórica porque ahí vivió Simón Bolívar en su primera estadía en la ciudad y porque alberga a la Biblioteca Nacional de Francia, a donde vinieron a estudiar todos los sabios de Europa y América, y en los tiempos modernos, Walter Benjamin, Jean Paul Sartre o Michel Foucault.
Lou Doillon está en esa puerta porque acaba de dar un concierto privado de su primer disco de rock, cantado en inglés, en la azotea del edificio de marras, en la sede de la revista alternativa rockera Magic, donde abundan los amigos del gran músico, compositor y  arreglista Etienne Daho, a quien admiro desde hace tiempos.
La voz de Lou Doillon, quien es la hija menor de la diva pop inglesa Jane Birkin y nieta de quien hizo el papel de la mujer de Tarzán en la película histórica, inunda toda la calle Vivienne, mientras suena su pequeña orquesta, compuesta por los mejores rockeros de París  convocados por Daho.
Lou canta ante un selecto público de cien personas invitadas por la revista Magic este día de excepcional sol que corta con siete meses de grisalla y depresión citadinas. Las copas de vino van y vienen.
Doillon es actriz y ha actuado en unas 20 películas que le han dado notoriedad. Como su madre ---que saltó a la fama entre otras cosas a los 16 años en la película Blow Up de Antonioni, por su vida con el gran compositor alcohólico Serge Gainsbourg o por la  famosa canción de escándalo donde hacía el amor con su viejo marido en "Je t'aime moi  non plus", a fines de los años 60---, Lou se ha hecho querer por su sencillez, frescura, fragilidad y sensibilidad artística y por la forma discreta como busca sus propios yacimientos sin dejarse aplastar por la celebridad de sus familiares.
Hace ya mucho, desde su adolescencia, su medio hermana Charlotte Gainsbourg, hija de Serge, es famosa en medio del escándalo y figura en  todas las portadas de las revistas por sus filmes, discos de rock y premios como actriz en Cannes en cintas terribles de directores nórdicos desquiciados. Su otra hermana mayor es Kate Barry. Lou era menos conocida y la prensa del corazón se preocupaba por ella, porque no es tan rica como su hermana y es tan  discreta y lúdica como su padre el director de cine Jacques Doillon, el amor por el que Jane Birkin abandonó a inicios de los años 80 al borracho Serge Gainsbourg, ante la mirada de toda Francia e Inglaterra atónitas.
Pero ahora es ella la que ha sorprendido con su primer disco titulado Places, que ganó el premio Victoria de la música y mereció elogios generalizados de la crítica. Lou ha compuesto en la soledad un grupo  de melodías de un rock ceñido y original donde se destacan letras íntimas que son pura poesía y embonan  perfectamente con los ritmos y los trenos de su música.
Yo estaba en el avión Bogotá-Paris de Air France hace una semana, desesperado sin saber que hacer en esas diez horas en que el viajero está encerrado en una cápsula asifixiante. En la pantalla buscaba con desespero películas, noticieros o discos que me salvaran del tedio, pero todo era previsible hasta que vi entre lo propuesto el diminuto ícono de la obra Places de Lou Doillon.
Ahí estaba su rostro, con esa belleza lánguida que mezcla los atributos de su madre Jane Birkin y los de su abuela, quien actuó de mujer de Tarzán en la famosa película al lado de Johnny Westmüller. Quedé seducido de inmediato. Escuché varias veces el disco y me di cuenta que era de  verdad algo nuevo, una obra de arte de riesgo, de gran unidad y que la voz grave y ceñida de Lou Doillon y sus palabras poéticas rebeldes me decían muchas cosas, más allá de las propias palabras, pues constituían una atmósfera extraña en esta dureza contemporánea del siglo XXI. La musicalización me pareció excelente y el todo un verdadero logro estético, como si ella hubiese descubierto en una alejada cantera un yacimiento inédito. Lou Doillon, desde la soledad, se salió con las suyas y creó arte con dolor y soledad. Así de simple.
Estoy este miércoles en la azotea viéndola frente a mi y un público privado y reducido de cien personas. Su cabellera ágil ondea por el viento. Lleva un saco vaporoso negro que cubre sus largos brazos como si fuese un ave romántica descrita por Hölderlin, una falda de seda estampada con flores diminutas de muchos colores bajo un fondo amarillo desleído que va  hasta la mitad de sus muslos muy blancos. Sus piernas libres empotradas en botas cherokee negras y ella ahí, alta y flaca, con el micrófono en la mano repitiendo para nosotros, para mí, las mismas canciones de su disco que escuché en el aburrido vuelo Bogotá-París.
Más tarde, a medianoche, cuando salía cansado de la redacción internacional de la AFP, que está en el mismo edificio, horas después de terminado el concierto, me encontré a Etienne Daho y lo felicité entusiasmado por su arreglos sin darme cuenta de que la mujer que estaba con él fumando un cigarrillo era precisamente Lou Doillon.
Y él me dijo de inmediato: "a la que hay que felicitar es a ella". Entonces le conté mi experiencia de escucharla en ese vuelo y le reiteré la sorpresa que fue para mi descubrir una obra de arte conquistada al descreimiento de muchos. Y entonces sentí su mirada transparente sobre mí y sus risas jugetonas y cómplices estallaron y empezaron a recorrer esa calle Vivienne solitaria, a medianoche, la misma calle y la misma puerta donde vivió Isidore Ducasse, el conde de Lautréamont.
Ahí estaba al fin solo yo con Lou Doillon y Etienne Daho conversando, en la soledad  de la primera noche casi veraniega. La poesía y el azar me llevaron a decirle a ella en persona lo que pensaba en secreto: que los poetas vuelan y la vida los junta al azar porque son de aire y de viento.