viernes, 26 de abril de 2013

LA GENERACIÓN SIN CUENTA DE ROBERTO BOLAÑO

Por Eduardo García Aguilar

Cada ciudad latinoamericana tuvo su Andrés Caicedo o su Roberto Bolaño, o sea algún miembro de la generación llamada Sin Cuenta, de autores nacidos en la década de los 50 y que en su mayoría fueron seres malogrados, rebeldes que huían de las convenciones y vivían la literatura y la vida como su modelo Arthur Rimbaud.

Esa generación Sin Cuenta latinoamericana que apenas comienza a investigarse después del éxito póstumo de Caicedo y Bolaño, despuntó a fines de los años 60 y comienzos de los 70 del siglo pasado, casi siempre a través de rabiosos y precoces adolescentes que a los 17 años habían leído muchas cosas y tenían ya en sus textos de prosa y poesía tono personal y fuerza original.

Su originalidad radica es que despuntaron a la adolescencia en un momento de brutal ruptura cultural mundial, en medio de una explosión que destruyó modelos familiares decimonónicos, estructuras sociales y educativas y usos y costumbres laborales y culturales tradicionales que rigieron hasta mediados del siglo pasado en una arcaica esfera hispánica y ancestral.

Varios momentos cruciales vivieron esos adolescentes, por lo que sus sueños fueron infinitos y devastadores : la llegada del hombre a la luna, el desarrollo de la televisión, la irrupción de un nuevo cine experimental, el uso del super 8, la imposición del rock como gran ola musical y de actitudes vitales aun vigentes, la revolución sexual, la liberación de la mujer y el reconocimiento de los derechos homosexuales, así como el uso extendido de las drogas, entre otras, por lo que ellos fueron la segunda verdadera ola de la generación psicodélica, hija de Bob Dylan y Rolling Stones. De esos escritores latinoamericanos nacidos en los años 50 dos lograron convertirse en verdaderos mitos crecientes más allá de sus fronteras.

En Colombia Andrés Caicedo (1951-1977) es el representante máximo y único de esa actitud, suicidado a los 25 años después de vivir una adolescencia y una primera juventud de creatividad asombrosa y protéica y escribir el clásico novelístico Que viva la música, obra hermana de La María y la Vorágine. Sus contemporáneos sobrevivientes llegaron o están llegando ya a la edad fatídica de los 60 años, cuando ya todas las cartas están echadas.

Esos sobrevivientes miran con estupor la obra polifacética de Caicedo, que nos interpela, nos cuestiona y hace reflexionar sobre los poderes de la literatura adolescente, cuando quien escribe lo hace para nada y para nadie, en un grito auténtico de existencia, tal y como lo practicó el emblema Rimbaud.

El caso de Roberto Bolaño (1953-2003) y los infrarrealistas es igual. Bolaño era un chileno errante que como adolescente recaló con sus padres en El Salvador y luego en México, donde ya desde temprana edad fue líder de un movimiento en el que participaron rebeldes peruanos y mexicanos, absolutamente terribles como Mario Santiago (1953-1998), inmortalizado en Los detectives salvajes con el nombre de Ulises Lima.

Ellos surgen del margen, combaten contra la cultura oficial dominada por Octavio Paz y los funcionarios oficiales y son detestados por todos sus contremporáneos convencionales mexicanos, aplicados desde temprano a escalar y hacer una « carrera literaria » y que ahora, cuando Bolaño se hizo leyenda, tratan de falsificar la historia y presumen de haber sido sus amigos.

Bolaño siguió siendo un cascarrabias rebelde hasta el final y gracias al gran editor Jorge Herralde salió de la marginalidad literaria y brincó a la consagración mundial. Nunca falló a esa actitud rebelde de sus incios y es un milagro que en un mundo literario de tantas imposturas haya salido del anonimato. Hasta el final fustigó a los sepulcros blanqueados de las letras latinoamericanas. Por eso es el héroe máximo de nuestra generación Sin Cuenta al lado de Caicedo.

Pero no son lo únicos. En los yacimientos arqueológicos de nuestra generación, hay muchos esqueletos escondidos y hay que sacarlos a la luz. En mi caso, que nací y viví mi rica adolescencia literaria en la ciudad colombiana de Manizales, quisiera referirme al caso de Rodrigo Acevedo González (1955-1996).

Hace poco encontré unas 30 cartas que Rodrigo me escribió a partir de 1972, cuando yo me había ido a estudiar a Bogotá. En esas cartas encendidas aparece el gran talento de este precoz poeta que, como casi todos nosotros, habia leído ya muchas cosas a los 17 años.

En vida solo publicó El territorio y la máscara y después, con carácter póstumo, el narrador y crítico Roberto Vélez Correa, de su misma generación y también ya fallecido, publicó y editó los Poemas del tiempo recobrado con un amplio estudio sobre su vida y su obra. Es lo único que se conoce de él aparte de lo esparcido en revistas y periódicos y no se sabe qué se hicieron sus papeles después de su trágica muerte a causa de una epilepsia que lo aquejó durante toda la vida y lo llevo a visitar el hospital siquiátrico y a luchar con la soledad, el alcohol, el amor, el deseo, la furia contra el medio y la neurastenia. Fuimos amigos en la adolescencia y después lo vi pocas veces cuando regresaba a Colombia.

Murió a los 41 años, pero durante tres lustros se alejó del mundo cultural. Excéntrico, caminaba solo con un enorme perro por las calles de la ciudad, que empezó a detestar, aunque tuvo la atención de familiares y amores secretos. No pudo cumplir los sueños de viajar a Europa e iniciar otra vida, ni de publicar afuera o ser traducido, pero al leer sus cartas distingo su talento, su inteligencia, la claridad, la solidez de su precoz cultura, su gran intuición poética. La prueba de su excelencia está en esas
decenas de poemas que nos dejó por fortuna. No se necesita más para reconocerlo.