lunes, 8 de abril de 2013

LA PESADILLA DEL 9 DE ABRIL EN COLOMBIA

Por Eduardo García Aguilar

* Reproduzco este artículo sobre el 9 de abril de 1948, publicado hace dos años, al cumplirse este martes un aniversario más de ese magnicidio en Colombia, que sigue 65 años después marcada por la tragedia y repitiendo la historia.

La jornada del 9 de abril de 1948, cuando mataron al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, sigue marcando 63 años después la historia de Colombia con su devastadora presencia de destrucción, intolerancia y odio.
Cada vez que en el país surgió una figura que como el « negro » Gaitán representara una alternativa distinta a los poderes bipartidistas, fue eliminada u hostigada de manera violenta, como ocurrió también con Rafael Uribe Uribe o Bernardo Jaramillo y centenares de personalidades opositoras honradas. Incluso todo un partido político, la UP, fue exterminado hace poco en su totalidad por las impunes fuerzas oscuras de la intolerancia nacional.
Como si fuera una mala pesadilla, tenemos que reconocer que el país sigue gobernado hoy en las mismas posiciones exactas por los nietos de algunos de los protagonistas del 9 de abril que partió en dos la historia del país, lo que muestra que la política colombiana sigue siendo por lo general coto vedado de la vieja oligarquía que se expresaba antes desde las trincheras de El Tiempo y El Siglo y hoy lo hace por Caracol o RCN.
Las dinastías ya hacen cola unas tras otras para subir indefinidamente al poder por los siglos de los siglos, como si los colombianos no pudiéramos asumir nuestros propios destinos. Santos, López, Gómez, Rojas, Lleras, Barco, Pastrana, Peñalosa, Turbay siguen ahí firmes en los mismos lugares de sus ancestros, mientras nuevos delfines de apellidos Galán o Gaviria se preparan ya por dictado divino para asumir ineluctablemente las riendas del poder cuando les toque el turno dentro de unos lustros. Durante ocho años tuvimos a un Santos alocado de vicepresidente y ahora a un taimado Santos como presidente. Y todo indica que ya se apresta a subir al solio de Bolívar el nieto de Lleras Restrepo.
Incluso el drama dinástico afecta hasta la propia izquierda. Los nietos del dictador Gustavo Rojas Pinilla, hijos de la famosa « Nena » Maria Eugenia, dominan el Polo Democrático y la alcaldía de Bogotá aunque gobiernen como el caballo de Calígula (Nota: ahora, dos después de escribir este artículo, ya están en la cárcel por corrupción) y hasta una López dirige el supuesto partido del pueblo (Nota: Ahora la nieta de López Pumarejo y sobrina de López Michelsen es la candidata presidencial del Polo Democrático).
Las principales embajadas del país son feudos de algunas familias. A los López les encanta Londres y a los Gómez les fascina París. Si Virgilio Barco fue embajador en Washington, por supuesto que su hija Carolina lo tenía que ser algún día. Si Misael Pastrana fue embajador en Washington antes de ser presidente gracias al fraude, por supuesto que su hijo Andrés tendría que ocupar esos cargos también.
Si se hace un estudio genealógico de la alta dirigencia del país, se puede llegar con toda certeza a la conclusión de que Colombia es un país incluso más dinástico que una vieja monarquía árabe o europea y que los miembros de algunas de esas familias, aunque sean casi bobos, llegarán tarde o temprano a las más altas dignidades.
No es de extrañar entonces que cuando a la « infame turba », a la « chusma », a la « ignara plebe » colombiana le mataron a su « negro » Gaitán, hijo de un librero radical de un modesto barrio bogotano, que parecía ir rumbo a ganar las elecciones presidenciales de 1950, la capital fuera devastada en una jornada de furia y destrucción. Y que sobre las ruinas humeantes de Bogotá y el cadáver de Gaitán los endogámicos máximos líderes conservadores y liberales pactaran en Palacio a cambio de « puestos » para evitar la caída del gobierno.
He revisado con atención dos libros escritos al calor de los acontecimientos por representantes de las distintas fuerzas en pugna. Uno del conservador ospinista Joaquín Estrada Monsalve, titulado « El 9 de abril en palacio. Historia de un golpe de estado » , publicado días después de la tragedia, y otro del poeta y periodista de izquierda Luis Vidales, « La insurrección desplomada. El 9 de abril, su teoría y su praxis ».
Estrada Monsalve describe con prosa clara y vívida las jornadas del 9 al 10 de abril vistas desde la óptica de Ospina Pérez, por lo que vivimos la historia minuto a minuto en medio el temor de que la « chusma » liberal se tomara el palacio.
Asistimos también al arreglo final entre líderes liberales y conservadores para salvar el pellejo. Se destaca la descripción de los protagonistas, como el frío mandatario, descendiente a su vez de presidentes, a quien uno de sus servidores, Augusto Ramírez Moreno, llegó a decirle al día siguiente que era un « semidios ». Todas las figuras aparecen en la tragicomedia : doña Berta Hernández con pistola al cinto, Guillermo León Valencia, Laureano Gómez, Darío Echandía, Carlos Lleras Restrepo, entre otros.
Luis Vidales, el famoso autor de « Suenan timbres », quien conoció a Gaitán en Europa y fue su amigo, describe por su parte al inteligente líder popular, cargado del aura extraña que lo rodeaba cuando encarnaba a su pueblo e iba rumbo a la presidencia, ante el estupor de Lleras y Santos y los conservadores. Su libro es una defensa de la desesperada plebe acéfala ante la traición de sus líderes y tras el asesinato de su caudillo.
Y al leer esos textos uno se da cuenta que el país ha cambiado muy poco. A un lado la « infame turba » decadente, manipulada, violenta, delincuencial, bandida, eterna menor de edad y al otro la inamovible nomenclatura perfumada de unas cuantas familias hereditarias, Santos, López, Gómez, Lleras, Ospina, Rojas, Barco, Turbay, Pastrana, Samper, Holguín, Galán, Gaviria y sus avorazados delfines ungidos por la gracia divina.

NUESTRA SEÑORA DE LA RUTINA

Por Eduardo García Aguilar
En estos días de fiestas pascuales, cuando los occidentales se aplican a sus devociones milenarias en la mitad del planeta, no queda más remedio este aburrido viernes santo que visitar Notre Dame de París, lugar común que atrae cada año a más de 60 millones de turistas y cumple por estas fechas 850 años de existencia (1163-2013).
     Centro de todas las peregrinaciones, cantada por los poetas, escenario de la famosa novela de Victor Hugo, sitio de iluminaciones, milagros, saqueos revolucionarios, coronaciones reales, entre ellas la del emperador Napoleón Bonaparte, la Señora de París acaba de recibir para ese efecto una decena de nuevas campanas, entre ellas una mayor, fundidas todas en Bélgica, que renuevan el sonido portentoso de los campanarios, omnipresente antes con su impronta y ahora ahogado por el insoportable murmullo citadino.
     He pasado por ahí miles de veces a lo largo de las décadas y siempre me embarga una sensación especial, incómoda, extraña, de banalidad y lugar común, aliados al estupor del tiempo, aunque la verdad sea dicha ha sido mayor la impresión sentida frente a la Catedral de Estrasburgo, joya sin par situada en la capital legislativa de Europa que uno nunca se cansa de admirar, pues allí quedan todavía vestigios de la ciudad medieval y alquimista empotrada en un cruce de caminos del viejo mundo, bañado por el agua de un río, el Ille, que desemboca al majestuoso Rhin.
     Notre Dame de París, por el contrario, carece de las torres bruñidas que impresionan en Estrasburgo, Colonia o Chartres y es una especie de pastel pesado reemplazado a lo largo de los siglos por múltiples renovaciones a veces fantasiosas, como la última y más espectacular de Viollet Le Duc en el siglo XIX, a quien se acusa de haber hecho su catedral personal, llena de sus propios fantasmas y delirios de megalómano decimonónico.
     En varias ocasiones la catedral, situada en una isla del Sena, en pleno centro de la ciudad, se encontró en tal estado de decrepitud que estuvo a punto de ser derruida y varias veces fue salvada in extremis, por lo que ahí está hoy de milagro mientras hace ya siglos desapareció el barrio medieval que la rodeaba en medio de estiércol y detritus, habitado por ciegos, tuertos, paralíticos, miserables, huérfanos, mendigos, payasos y clochards.
     Ahora, con motivo de los 850 años, Notre Dame se ve renovada, limpia en exceso y en su interior se aprecian los ladrillos nuevos que colocan los albañiles y luego serán cubiertos con una pátina artificial de tiempo para dar la impresión de antigüedad. El espléndido sonido del órgano lo inunda todo y el incienso borbotea de los recipientes y sube y se enreda por arcos y arcadas hasta arquitrabes, cúpulas y vitrales.
     Una romería incesante de visitantes hace la cola en permanencia, y frente a los portales, en la amplia plaza, se ha instalado una gradería horrenda donde en su mayoría asiáticos, estadunidenses, europeos y latinoamericanos se sitúan en masa para activar los flashes de sus cámaras. Todos llevan el kit del viajero: bolsas de marca en la espalda, tenis de caminante marca Adidas, New Balance, Nike o Reebook, y parkas abullonadas para el invierno persistente.
     Adentro, en medio de los cánticos variados de la misa vespertina, cuando el órgano estremece todo, puede uno observar los rostros de los visitantes del mundo entero que tal vez nunca regresarán y tratan, en el ajetreo de las agendas turísticas, de captar la imagen interior que se llevarán para siempre. Lo mismo hemos sentido en los milenarios templos de la India o en la ruina de la estupa budista de Sarnath, donde supuestamente oró Buda. O sea que hoy el papel del aburrido habitante local y el visitante efímero se han trocado entre piedras que ni siquiera lloran de humedad o apocalipsis.
     El espectáculo de hoy es la exposición de la corona de espinas que los clérigos de monseñor Vingt-Trois, cardenal arzobispo de París, sacan cada primer viernes de mes y ante la cual oran los adoradores de reliquias. Dícese que la joya crística fue adquirida por el rey cruzado Luis, el gran San Luis Rey de Francia, el más famoso de los luises, incluso por encima del muy moderno Luis XIV.
     En Brujas, la antigua Venecia del norte, visitada por todos los reyes, incluso Carlos V, en cuyo reino nunca se acostaba el sol, los cofrades medievalistas herederos de los cruzados pasean hoy el recipiente donde se supone se encuentra la sangre de Cristo en procesiones tradicionalistas que estremecen ante el sonido del espectacular campanario central de la ciudad, descrita por el decadente Georges Rodenbach en su Brujas la muerta.
     Luego, con micrófonos siniestros que rompen cualquier ceremonia, en la pequeña capilla de la Santa Sangre, de Brujas, los pastores proceden a invitar a los turistas asiáticos a que pasen a ver la reliquia y depositen junto a ella sus gruesos billetes en una especie de ofrenda pagana o ritual de turistas.
     Pero allí, pese a todo, hay más tiempo, más pátina, más auténtico aroma de antigüedad. Aquí en París, por el contrario, sólo faltan el Kentucky Fried Chicken y el McDonald’s al lado de la mole para que el cuadro sea perfecto en este siglo XXI de todas las globalizaciones y el turismo masivo.
     Sólo me resta entonces sacar el libro París a través de las edades, de M. F. Hoffbauer, el prusiano renano que consagró su vida a la historia de la ciudad en el siglo XIX y que en un capítulo ilustrado de su libro nos habla de la vieja catedral y su entorno medieval por medio de grabados en madera, aguafuertes coloridos y palabras. Notre Dame la vieja, la otra, sólo vive ya en los libros de la leyenda.

* Publicado en Excélsior, México, domingo 7 de abril de 2013.

.