viernes, 26 de abril de 2013

LA GENERACIÓN SIN CUENTA DE ROBERTO BOLAÑO

Por Eduardo García Aguilar

Cada ciudad latinoamericana tuvo su Andrés Caicedo o su Roberto Bolaño, o sea algún miembro de la generación llamada Sin Cuenta, de autores nacidos en la década de los 50 y que en su mayoría fueron seres malogrados, rebeldes que huían de las convenciones y vivían la literatura y la vida como su modelo Arthur Rimbaud.

Esa generación Sin Cuenta latinoamericana que apenas comienza a investigarse después del éxito póstumo de Caicedo y Bolaño, despuntó a fines de los años 60 y comienzos de los 70 del siglo pasado, casi siempre a través de rabiosos y precoces adolescentes que a los 17 años habían leído muchas cosas y tenían ya en sus textos de prosa y poesía tono personal y fuerza original.

Su originalidad radica es que despuntaron a la adolescencia en un momento de brutal ruptura cultural mundial, en medio de una explosión que destruyó modelos familiares decimonónicos, estructuras sociales y educativas y usos y costumbres laborales y culturales tradicionales que rigieron hasta mediados del siglo pasado en una arcaica esfera hispánica y ancestral.

Varios momentos cruciales vivieron esos adolescentes, por lo que sus sueños fueron infinitos y devastadores : la llegada del hombre a la luna, el desarrollo de la televisión, la irrupción de un nuevo cine experimental, el uso del super 8, la imposición del rock como gran ola musical y de actitudes vitales aun vigentes, la revolución sexual, la liberación de la mujer y el reconocimiento de los derechos homosexuales, así como el uso extendido de las drogas, entre otras, por lo que ellos fueron la segunda verdadera ola de la generación psicodélica, hija de Bob Dylan y Rolling Stones. De esos escritores latinoamericanos nacidos en los años 50 dos lograron convertirse en verdaderos mitos crecientes más allá de sus fronteras.

En Colombia Andrés Caicedo (1951-1977) es el representante máximo y único de esa actitud, suicidado a los 25 años después de vivir una adolescencia y una primera juventud de creatividad asombrosa y protéica y escribir el clásico novelístico Que viva la música, obra hermana de La María y la Vorágine. Sus contemporáneos sobrevivientes llegaron o están llegando ya a la edad fatídica de los 60 años, cuando ya todas las cartas están echadas.

Esos sobrevivientes miran con estupor la obra polifacética de Caicedo, que nos interpela, nos cuestiona y hace reflexionar sobre los poderes de la literatura adolescente, cuando quien escribe lo hace para nada y para nadie, en un grito auténtico de existencia, tal y como lo practicó el emblema Rimbaud.

El caso de Roberto Bolaño (1953-2003) y los infrarrealistas es igual. Bolaño era un chileno errante que como adolescente recaló con sus padres en El Salvador y luego en México, donde ya desde temprana edad fue líder de un movimiento en el que participaron rebeldes peruanos y mexicanos, absolutamente terribles como Mario Santiago (1953-1998), inmortalizado en Los detectives salvajes con el nombre de Ulises Lima.

Ellos surgen del margen, combaten contra la cultura oficial dominada por Octavio Paz y los funcionarios oficiales y son detestados por todos sus contremporáneos convencionales mexicanos, aplicados desde temprano a escalar y hacer una « carrera literaria » y que ahora, cuando Bolaño se hizo leyenda, tratan de falsificar la historia y presumen de haber sido sus amigos.

Bolaño siguió siendo un cascarrabias rebelde hasta el final y gracias al gran editor Jorge Herralde salió de la marginalidad literaria y brincó a la consagración mundial. Nunca falló a esa actitud rebelde de sus incios y es un milagro que en un mundo literario de tantas imposturas haya salido del anonimato. Hasta el final fustigó a los sepulcros blanqueados de las letras latinoamericanas. Por eso es el héroe máximo de nuestra generación Sin Cuenta al lado de Caicedo.

Pero no son lo únicos. En los yacimientos arqueológicos de nuestra generación, hay muchos esqueletos escondidos y hay que sacarlos a la luz. En mi caso, que nací y viví mi rica adolescencia literaria en la ciudad colombiana de Manizales, quisiera referirme al caso de Rodrigo Acevedo González (1955-1996).

Hace poco encontré unas 30 cartas que Rodrigo me escribió a partir de 1972, cuando yo me había ido a estudiar a Bogotá. En esas cartas encendidas aparece el gran talento de este precoz poeta que, como casi todos nosotros, habia leído ya muchas cosas a los 17 años.

En vida solo publicó El territorio y la máscara y después, con carácter póstumo, el narrador y crítico Roberto Vélez Correa, de su misma generación y también ya fallecido, publicó y editó los Poemas del tiempo recobrado con un amplio estudio sobre su vida y su obra. Es lo único que se conoce de él aparte de lo esparcido en revistas y periódicos y no se sabe qué se hicieron sus papeles después de su trágica muerte a causa de una epilepsia que lo aquejó durante toda la vida y lo llevo a visitar el hospital siquiátrico y a luchar con la soledad, el alcohol, el amor, el deseo, la furia contra el medio y la neurastenia. Fuimos amigos en la adolescencia y después lo vi pocas veces cuando regresaba a Colombia.

Murió a los 41 años, pero durante tres lustros se alejó del mundo cultural. Excéntrico, caminaba solo con un enorme perro por las calles de la ciudad, que empezó a detestar, aunque tuvo la atención de familiares y amores secretos. No pudo cumplir los sueños de viajar a Europa e iniciar otra vida, ni de publicar afuera o ser traducido, pero al leer sus cartas distingo su talento, su inteligencia, la claridad, la solidez de su precoz cultura, su gran intuición poética. La prueba de su excelencia está en esas
decenas de poemas que nos dejó por fortuna. No se necesita más para reconocerlo.


lunes, 15 de abril de 2013

LA MUERTE DE LA MALVADA THATCHER

Todos los diarios del mundo publicaron esta semana en primera plana la foto de Margaret Thatcher (1925-2013), quien gobernó Inglaterra de 1979 a 1990 y murió el lunes a los 87 años de edad en una habitación del Hotel Ritz de Londres, a donde se había retirado después de quedar imposibilitada para bajar las escaleras de su casa y verse afectada por la demencia senil.
     Allí de vez en cuando recibía a sus últimos fieles, quienes relatan que la anciana aún tenía momentos de lucidez en que desplegaba su malvada lengua acerada de ofidio y su duro carácter, mientras saboreaba unos deliciosos tragos de gin. Tuvo una agitada y larga carrera que culminó con tres períodos seguidos como primera ministra de Gran Bretaña, primera y única vez para una mujer, en una época difícil de guerra fría, que culminó con el deshielo, el fin del comunismo en la Unión Soviética y la caída como fichas de dominó de todos los países de la cortina de hierro frente a la arremetida del triunfante capitalismo.
     Esta mujer representaba hasta la caricatura las políticas conservadoras y retardatarias aferradas a Cristo, la tradición, la familia y la propiedad y que negaba con furia la ayuda a los pobres, esos parásitos mantenidos, que según ella, contribuían a reducir y arruinar las arcas del Estado. Por tal razón aplicó drásticas medidas contra las políticas sociales, recortando aquí y allá presupuestos, lanzando a la miseria a cientos de miles de ciudadanos frágiles y reduciendo hasta la asfixia los servicios sociales.
     De la mano de su contraparte estadounidense, encabezada por Ronald Reagan y los Bush, padre e hijo, esta visión ultraconservadora de las cosas en materia económica que enterró por un tiempo la sabia economía política del gran John Manyard Keynes, dominó el panorama mundial durante tres décadas hasta que explotó en pedazos con la crisis financiera mundial de 2008, en la que seguimos todavía sumidos.
     La crisis mundial mostró que, por el contrario, los verdaderos subvencionados no eran esas ratas parásitas de pobres y extranjeros, sino bancos, multinacionales y holdings que recibían millones y millones de dólares de ayuda permanente y hacían todo lo posible para no pagar impuestos.
     Thatcher no solo fue la adalid de esa odiosa política que quita al Estado las ineludibles responsabilidades para con los pobres y beneficia a los poderosos, sino que al igual que Reagan y los Bush, era violenta y lanzaba sus ejércitos en guerras innecesarias con el único fin de recuperar caudal electoral perdido a causa de la crisis social provocada por sus medidas sectarias. Envió las tropas británicas a las islas Malvinas en 1982 causando miles de muertos, cuando probablemente el problema se hubiera podido arreglar por medios diplomáticos.
     Antifeminista, antiobrera, inflexible, polarizadora, megalómana y egocéntrica, esta mujer dividió a su país como nunca entre sus partidarios, los poderosos y las clases medias acomodadas y sus opositores, la pequeña burguesía ilustrada y los trabajadores, por lo que esta semana muchos cantaban en Gran Bretaña la famosa canción del Mago de Oz, que dice "ding dong, ding dong, ha muerto la bruja".
     Uno quisiera buscarle cualidades, tratar de equilibrar el retrato, pero la tarea se hace imposible. La era thatcheriana de los años 80 y 90 del siglo pasado fue espantosa. Sus ideas conservadoras triunfantes inundaron el mundo durante esas dos décadas: en todas partes la educación se privatizaba y se negaba el derecho a la escuela a los pobres, los enfermos fueron culpabilizados y morían en las puertas de los hospitales porque no tenían dinero para pagar, los trabajadores y los desempleados fueron estigmatizados como parásitos que viven de la beneficencia y las leyes laborales se hicieron cada vez más duras a favor de los patrones.
     Ese ideario fue el aplicado por Pinochet en Chile y por muchos dictadores del Tercer Mundo y gobernantes supuestamente democráticos de países menores, entre ellos los nuevos gobernantes de los países exsocialistas. La juventud tuvo que cortarse el pelo, vestir con formalidad, las veleidades artísticas fueron censuradas como peligrosas, por lo que en contra de esa ola surgió un arte y una música punk y trash marginales que revolucionaron las sensibilidades estéticas.
     Francis Fukuyama dijo que la historia había terminado y al final de los noventa muchos creyeron que ese modelo capitalista y retardatario a ultranza había llegado para quedarse. Pero tres lustros después todos hemos descubierto la gran estafa de la banca mundial, heroína de la reaganomics y el thatcherismo. Hasta el Estados Unidos de Obama cambió de rumbo y muchos sectores de la derecha moderada mundial tuvieron que reconocer que había que parar el delirio.
     Quien se opusiera a eso hace apenas unos años era acusado de comunista, marxista o terrorista. Hasta el pobre Carlos Marx ha resucitado de entre los muertos y se ha convertido en un santo que tenía razón al escribir su maravilloso libro El Capital. Ahora los indignados del mundo que manifiestan en Wall Street, España o Grecia, demostraron que esa lucha era legítima y justa.
     Con la muerte de Thatcher termina una era ominosa y ojalá que los espíritus críticos del mundo sigan presionando para que los gobiernos vuelvan a su función primaria en beneficio de la gente y de la sociedad, esa palabra que la recién fallecida tanto detestaba y cuyo lema soberbio era: "No existe nada llamado sociedad". Cómo sería de odiosa, que hasta la propia reina Isabel la detestaba.

* Publicado en La Patria. Manizales. 14 de abril de 2013.

lunes, 8 de abril de 2013

LA PESADILLA DEL 9 DE ABRIL EN COLOMBIA

Por Eduardo García Aguilar

* Reproduzco este artículo sobre el 9 de abril de 1948, publicado hace dos años, al cumplirse este martes un aniversario más de ese magnicidio en Colombia, que sigue 65 años después marcada por la tragedia y repitiendo la historia.

La jornada del 9 de abril de 1948, cuando mataron al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, sigue marcando 63 años después la historia de Colombia con su devastadora presencia de destrucción, intolerancia y odio.
Cada vez que en el país surgió una figura que como el « negro » Gaitán representara una alternativa distinta a los poderes bipartidistas, fue eliminada u hostigada de manera violenta, como ocurrió también con Rafael Uribe Uribe o Bernardo Jaramillo y centenares de personalidades opositoras honradas. Incluso todo un partido político, la UP, fue exterminado hace poco en su totalidad por las impunes fuerzas oscuras de la intolerancia nacional.
Como si fuera una mala pesadilla, tenemos que reconocer que el país sigue gobernado hoy en las mismas posiciones exactas por los nietos de algunos de los protagonistas del 9 de abril que partió en dos la historia del país, lo que muestra que la política colombiana sigue siendo por lo general coto vedado de la vieja oligarquía que se expresaba antes desde las trincheras de El Tiempo y El Siglo y hoy lo hace por Caracol o RCN.
Las dinastías ya hacen cola unas tras otras para subir indefinidamente al poder por los siglos de los siglos, como si los colombianos no pudiéramos asumir nuestros propios destinos. Santos, López, Gómez, Rojas, Lleras, Barco, Pastrana, Peñalosa, Turbay siguen ahí firmes en los mismos lugares de sus ancestros, mientras nuevos delfines de apellidos Galán o Gaviria se preparan ya por dictado divino para asumir ineluctablemente las riendas del poder cuando les toque el turno dentro de unos lustros. Durante ocho años tuvimos a un Santos alocado de vicepresidente y ahora a un taimado Santos como presidente. Y todo indica que ya se apresta a subir al solio de Bolívar el nieto de Lleras Restrepo.
Incluso el drama dinástico afecta hasta la propia izquierda. Los nietos del dictador Gustavo Rojas Pinilla, hijos de la famosa « Nena » Maria Eugenia, dominan el Polo Democrático y la alcaldía de Bogotá aunque gobiernen como el caballo de Calígula (Nota: ahora, dos después de escribir este artículo, ya están en la cárcel por corrupción) y hasta una López dirige el supuesto partido del pueblo (Nota: Ahora la nieta de López Pumarejo y sobrina de López Michelsen es la candidata presidencial del Polo Democrático).
Las principales embajadas del país son feudos de algunas familias. A los López les encanta Londres y a los Gómez les fascina París. Si Virgilio Barco fue embajador en Washington, por supuesto que su hija Carolina lo tenía que ser algún día. Si Misael Pastrana fue embajador en Washington antes de ser presidente gracias al fraude, por supuesto que su hijo Andrés tendría que ocupar esos cargos también.
Si se hace un estudio genealógico de la alta dirigencia del país, se puede llegar con toda certeza a la conclusión de que Colombia es un país incluso más dinástico que una vieja monarquía árabe o europea y que los miembros de algunas de esas familias, aunque sean casi bobos, llegarán tarde o temprano a las más altas dignidades.
No es de extrañar entonces que cuando a la « infame turba », a la « chusma », a la « ignara plebe » colombiana le mataron a su « negro » Gaitán, hijo de un librero radical de un modesto barrio bogotano, que parecía ir rumbo a ganar las elecciones presidenciales de 1950, la capital fuera devastada en una jornada de furia y destrucción. Y que sobre las ruinas humeantes de Bogotá y el cadáver de Gaitán los endogámicos máximos líderes conservadores y liberales pactaran en Palacio a cambio de « puestos » para evitar la caída del gobierno.
He revisado con atención dos libros escritos al calor de los acontecimientos por representantes de las distintas fuerzas en pugna. Uno del conservador ospinista Joaquín Estrada Monsalve, titulado « El 9 de abril en palacio. Historia de un golpe de estado » , publicado días después de la tragedia, y otro del poeta y periodista de izquierda Luis Vidales, « La insurrección desplomada. El 9 de abril, su teoría y su praxis ».
Estrada Monsalve describe con prosa clara y vívida las jornadas del 9 al 10 de abril vistas desde la óptica de Ospina Pérez, por lo que vivimos la historia minuto a minuto en medio el temor de que la « chusma » liberal se tomara el palacio.
Asistimos también al arreglo final entre líderes liberales y conservadores para salvar el pellejo. Se destaca la descripción de los protagonistas, como el frío mandatario, descendiente a su vez de presidentes, a quien uno de sus servidores, Augusto Ramírez Moreno, llegó a decirle al día siguiente que era un « semidios ». Todas las figuras aparecen en la tragicomedia : doña Berta Hernández con pistola al cinto, Guillermo León Valencia, Laureano Gómez, Darío Echandía, Carlos Lleras Restrepo, entre otros.
Luis Vidales, el famoso autor de « Suenan timbres », quien conoció a Gaitán en Europa y fue su amigo, describe por su parte al inteligente líder popular, cargado del aura extraña que lo rodeaba cuando encarnaba a su pueblo e iba rumbo a la presidencia, ante el estupor de Lleras y Santos y los conservadores. Su libro es una defensa de la desesperada plebe acéfala ante la traición de sus líderes y tras el asesinato de su caudillo.
Y al leer esos textos uno se da cuenta que el país ha cambiado muy poco. A un lado la « infame turba » decadente, manipulada, violenta, delincuencial, bandida, eterna menor de edad y al otro la inamovible nomenclatura perfumada de unas cuantas familias hereditarias, Santos, López, Gómez, Lleras, Ospina, Rojas, Barco, Turbay, Pastrana, Samper, Holguín, Galán, Gaviria y sus avorazados delfines ungidos por la gracia divina.

NUESTRA SEÑORA DE LA RUTINA

Por Eduardo García Aguilar
En estos días de fiestas pascuales, cuando los occidentales se aplican a sus devociones milenarias en la mitad del planeta, no queda más remedio este aburrido viernes santo que visitar Notre Dame de París, lugar común que atrae cada año a más de 60 millones de turistas y cumple por estas fechas 850 años de existencia (1163-2013).
     Centro de todas las peregrinaciones, cantada por los poetas, escenario de la famosa novela de Victor Hugo, sitio de iluminaciones, milagros, saqueos revolucionarios, coronaciones reales, entre ellas la del emperador Napoleón Bonaparte, la Señora de París acaba de recibir para ese efecto una decena de nuevas campanas, entre ellas una mayor, fundidas todas en Bélgica, que renuevan el sonido portentoso de los campanarios, omnipresente antes con su impronta y ahora ahogado por el insoportable murmullo citadino.
     He pasado por ahí miles de veces a lo largo de las décadas y siempre me embarga una sensación especial, incómoda, extraña, de banalidad y lugar común, aliados al estupor del tiempo, aunque la verdad sea dicha ha sido mayor la impresión sentida frente a la Catedral de Estrasburgo, joya sin par situada en la capital legislativa de Europa que uno nunca se cansa de admirar, pues allí quedan todavía vestigios de la ciudad medieval y alquimista empotrada en un cruce de caminos del viejo mundo, bañado por el agua de un río, el Ille, que desemboca al majestuoso Rhin.
     Notre Dame de París, por el contrario, carece de las torres bruñidas que impresionan en Estrasburgo, Colonia o Chartres y es una especie de pastel pesado reemplazado a lo largo de los siglos por múltiples renovaciones a veces fantasiosas, como la última y más espectacular de Viollet Le Duc en el siglo XIX, a quien se acusa de haber hecho su catedral personal, llena de sus propios fantasmas y delirios de megalómano decimonónico.
     En varias ocasiones la catedral, situada en una isla del Sena, en pleno centro de la ciudad, se encontró en tal estado de decrepitud que estuvo a punto de ser derruida y varias veces fue salvada in extremis, por lo que ahí está hoy de milagro mientras hace ya siglos desapareció el barrio medieval que la rodeaba en medio de estiércol y detritus, habitado por ciegos, tuertos, paralíticos, miserables, huérfanos, mendigos, payasos y clochards.
     Ahora, con motivo de los 850 años, Notre Dame se ve renovada, limpia en exceso y en su interior se aprecian los ladrillos nuevos que colocan los albañiles y luego serán cubiertos con una pátina artificial de tiempo para dar la impresión de antigüedad. El espléndido sonido del órgano lo inunda todo y el incienso borbotea de los recipientes y sube y se enreda por arcos y arcadas hasta arquitrabes, cúpulas y vitrales.
     Una romería incesante de visitantes hace la cola en permanencia, y frente a los portales, en la amplia plaza, se ha instalado una gradería horrenda donde en su mayoría asiáticos, estadunidenses, europeos y latinoamericanos se sitúan en masa para activar los flashes de sus cámaras. Todos llevan el kit del viajero: bolsas de marca en la espalda, tenis de caminante marca Adidas, New Balance, Nike o Reebook, y parkas abullonadas para el invierno persistente.
     Adentro, en medio de los cánticos variados de la misa vespertina, cuando el órgano estremece todo, puede uno observar los rostros de los visitantes del mundo entero que tal vez nunca regresarán y tratan, en el ajetreo de las agendas turísticas, de captar la imagen interior que se llevarán para siempre. Lo mismo hemos sentido en los milenarios templos de la India o en la ruina de la estupa budista de Sarnath, donde supuestamente oró Buda. O sea que hoy el papel del aburrido habitante local y el visitante efímero se han trocado entre piedras que ni siquiera lloran de humedad o apocalipsis.
     El espectáculo de hoy es la exposición de la corona de espinas que los clérigos de monseñor Vingt-Trois, cardenal arzobispo de París, sacan cada primer viernes de mes y ante la cual oran los adoradores de reliquias. Dícese que la joya crística fue adquirida por el rey cruzado Luis, el gran San Luis Rey de Francia, el más famoso de los luises, incluso por encima del muy moderno Luis XIV.
     En Brujas, la antigua Venecia del norte, visitada por todos los reyes, incluso Carlos V, en cuyo reino nunca se acostaba el sol, los cofrades medievalistas herederos de los cruzados pasean hoy el recipiente donde se supone se encuentra la sangre de Cristo en procesiones tradicionalistas que estremecen ante el sonido del espectacular campanario central de la ciudad, descrita por el decadente Georges Rodenbach en su Brujas la muerta.
     Luego, con micrófonos siniestros que rompen cualquier ceremonia, en la pequeña capilla de la Santa Sangre, de Brujas, los pastores proceden a invitar a los turistas asiáticos a que pasen a ver la reliquia y depositen junto a ella sus gruesos billetes en una especie de ofrenda pagana o ritual de turistas.
     Pero allí, pese a todo, hay más tiempo, más pátina, más auténtico aroma de antigüedad. Aquí en París, por el contrario, sólo faltan el Kentucky Fried Chicken y el McDonald’s al lado de la mole para que el cuadro sea perfecto en este siglo XXI de todas las globalizaciones y el turismo masivo.
     Sólo me resta entonces sacar el libro París a través de las edades, de M. F. Hoffbauer, el prusiano renano que consagró su vida a la historia de la ciudad en el siglo XIX y que en un capítulo ilustrado de su libro nos habla de la vieja catedral y su entorno medieval por medio de grabados en madera, aguafuertes coloridos y palabras. Notre Dame la vieja, la otra, sólo vive ya en los libros de la leyenda.

* Publicado en Excélsior, México, domingo 7 de abril de 2013.

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miércoles, 3 de abril de 2013

DE LAUTRÉAMONT A CABALLERO CALDERÓN

Por Eduardo García Aguilar
Siempre son irritantes las novelas latinoamericanas, fallidas por lo regular, que tienen como escenario París, pues tienen por lo regular la forma de diarios de un escritor o pintor pobre, exiliado y ávido de gloria, perdido en las redes de la ciudad con el triste estatuto de forastero.
      Sería interminable hacer el catálogo de los libros escritos por jóvenes o viejos que alguna vez vivieron y sufrieron en la Ciudad Luz y que en el instante o mucho después tratan de recuperar la urbe, convertida en el escenario de sus obras con su calles, avenidas, cafés, hoteluchos sarnosos, restaurantes universitarios y cruciales buhardillas inhóspitas y llenas de humo donde los hijos de la bohemia pasan largos días de invierno aquejados de gripe, tuberculosis, sífilis, desnutrición o por la resaca de las múltiples ebriedades.
      Han caído en mis manos muchos de esos libros escritos por hispanoamericanos de todas las nacionalidades, el principal de los cuales es Rayuela, la novela de Julio Cortázar que cumple ya 50 años de publicada y se ha convertido en un clásico del género, lo que que la convierte en la menos irritante de todas, aunque también tiene sus detractores.
      Lo increíble de esas historias escritas en los últimos 150 años en forma de diario, cuadernos o epistolarios, es que la ciudad casi no ha cambiado desde los tiempos de la gran transformación practicada por el Barón Haussman en el gobierno del Emperador Luis Napoleón Bonaparte, lo que las hace muy familiares para un lector del siglo XXI.
      Entre los escenarios estará el bulevard Saint Michel y el barrio latino estudiantil de la Sorbona, el Odeón y el bulevard Saint Germain, o las riberas del Sena donde se suicidó Nerval y cerca de las cuales transcurrieron las vidas beodas de Charles Baudelaire, Paul Verlaine y los últimos años del derrumbado Oscar Wilde. También figurarán el Montparnasse y el Montmartre de Picasso y Modigliani y la Ópera y Campos Elíseos, entre otros muchos rincones consabidos.
      En esos escenarios, que son como telones de fondo de teatro de variedades, siempre figura el joven intelectual o escritor romántico y bohemio que sufre por crear una obra lejos de su patria, casi siempre señorito en desgracia o clasemediero que tarda en recibir el giro de la familia o la beca y debe recurrir a la ayuda del consulado de su país y mientras tanto deambula en antros donde se encuentra con exiliados de otras nacionalidades que viven las mismas peripecias y comparten las mismas amantes bohemias, fumadoras y tristes.
      Personajes fracasados que usan el pretexto de los estudios para vegetar en la ciudad o envejecer en una juventud ficticia que les parece eterna, los de las novelas latinoamericanas sobre París, peruanas, colombianas, guatemaltecas, uruguayas o chilenas, son deprimentes.
      Los modernistas latinoamericanos fueron especialistas en el tema y todos sin falta escribieron historias de bohemios algo patológicos, cuyo precursor principal fue el uruguayo Conde de Latréamont, inicialmente llamado Isidore Ducasse, autor de los Cantos de Maldoror.
Lautréamont no fue solo uno de los precursores de esas novelas parisinas de bohemia, equivalentes a las de Murger y Jules Vallès, sino insuperable ejemplo de una horrorífica temática asesina, donde el perverso personaje de su obra, rescatada después por los surrealistas, se dedica a imaginar y cometer los más atroces crímenes, las más innombrables desviaciones que hoy todavía nos aterran.
      Rubén Darío, José Asunción Silva, Enrique Gómez Carrillo, José Juan Tabalada y otros modernistas vinieron a París y así como ellos sucesivamente cada generación, la de Miguel Angel Asturias y Alfonso Reyes o la de Cortázar y Julio Ramón Ribeyro,  dio su cuota de aventurerosfracasados y de novelas depresivas y de tumbas solitarias en los cementerios Pere Lachaise y Montparnasse.
      De ellos el colombiano José Asunción Silva, escribió De Sobremesa, una obra típica del género donde el personaje consume drogas, vive el París parnasiano y simbolista, asiste a las escenas sáficas de su amante y regresa después a su país a recordar los años vividos en la que en aquel entonces fue la capital del mundo y hoy es un museo asfixiante.
      El también colombiano Eduardo Caballero Calderón, que era el más famoso novelista colombiano antes de que apareciera Gabriel García Márquez y arrasara con todo, ganó en 1965 el Premio Nadal con El buen salvaje, novela irritante y fallida que sin embargo se lee con ternura y dolor porque reúne todas las taras del género. Pero allí donde Julio Cortázar vuela en una concreción poética que es obra de su gran cultura y talento, Caballero Calderón se hunde como el Titánic al mostrar sinceramente las costuras de su terrible fracaso como en una expiación o inmolación de bonzo tibetano.
      El arcaico costumbrista colombiano, cuatro años mayor que Cortázar, quiere ser moderno y no puede. Harto de todo, en crisis sin duda, ávido de gloria y consciente de su fracaso, depresivo, el alter ego del novelista quiere experimentar y escribir la novela dentro de la novela, y hacer de la búsqueda inútil de su escritor la temática caótica de su obra en los escenarios del mismo París de siempre.
      Mitómano, mediocre, incumplido, ruin, el personaje que habla logra sin embargo mostrarnos el horror del París bohemio de los latinoamericanos y españoles en los años 50 y 60, donde fenecieron tantas ilusiones artísticas.
      Puesto que vivo en la misma ciudad y he escrito sobre ella en Bulevar de los héroes, tenía que leer esta novela de un Caballero Calderón que nos asusta y nos deja un sabor amargo sobre el terrible ejercicio de escribir novelas sobre París y fracasar en el intento, como fracasaron Lautréamont y todos los miles de autores que como chapolas negras mueren calcinados por la vela nocturna que alumbró al gran Baudelaire y su spleen de París.