sábado, 25 de agosto de 2012

NEURASTENIA Y GRAMÁTICA EN COLOMBIA

Por Eduardo García Aguilar



Después de leer las 379 páginas de El cuervo blanco, de Fernando Vallejo, peculiar biografia personal del filólogo Rufino J. Cuervo, sentí una terrible sensación de asfixia, porque de ese volumen emanan las polillas y el olor mortecino de la colombia decimonónica, ultramontana y oligárquica que ha vivido y vive a espaldas del país real, en el limbo de un eterno Concilio de Trento.



En este libro, Vallejo se convierte en el amanuense de la vida de un neurasténico oligarca colombiano, al revisar y cotejar decenas de miles de documentos conservados en diversas instituciones, como cartas suyas y de corresponsales, tarjetas postales, libros, documentos notariales, artículos, referencias públicas y privadas, objetos y hasta la voz del muerto grabada en gramófono.



El autor realiza un organigrama catastral de esa cantidad extraordinaria de materiales guardados en Bogotá desde hace un siglo y hace una relación minuciosa de las palabras del gramático, cuya existencia en París, viviendo de las rentas, transcurrió llena de achaques al lado de su hermano Angel y tras la muerte de éste, en compañía de una criada solterona, originaria de la Francia profunda.



Había leído hace tiempo el diario de viaje de su hermano Angel Cuervo, donde se relata el periplo filial por casi cien ciudades y pueblos europeos, cuando los ya millonarios cerveceros bogotanos buscaban establecer relaciones comerciales y nuevas técnicas para sus productos, a lo que se unía la visita de personajes, munumentos, museos, restaurantes, hoteles e iglesias, abundantes desde el occidente europeo hasta la remota Estambul.



Los Cuervo, como los Silva, Marroquín, Holguín, Samper, Pombo, Caro, López, Urdaneta, Borda, Lleras y otras familias de la sabana de Bogotá, hacían parte de un reducido club endogámico de notables hacendados que han dominado a Colombia a través de los siglos, y acaparado todas las posiciones, mientras al otro lado se hundía el país profundo en la miseria, la enfermedad y el olvido, las poblaciones de origen indígena y africano en las orillas inhóspitas de ríos y océanos y los jornaleros mestizos en valles y cordilleras.



La historia oficial de Colombia, en boga hasta que por fortuna se dio un gran revolcón académico en la historiografía a partir de los años sesenta del siglo pasado, se redujo a la hagiografía de unas cuantas familias de alcurnia bogotana y personajes míticos pertenecientes a las mismas que nos impusieron en la escuela como los clásicos de la literatura, la poesía y el pensamiento nacionales y cuyos nombres y apellidos acaparan plazas, instituciones, claustros y avenidas.



Es la historia de unos cuantos privilegiados ricos que iban y venían a París y Londres, unos a expensas de su capital, como los Cuervo, y otros del erario público, a través de los principales cargos diplomáticos que se repartían y se reparten todavía entre ellos.



Al leer esta relación de cartas, se revela el nepotismo colombiano, donde unas cuantas familias se sucedían y se suceden en la presidencia y se unen entre ellas, en un entramado de corrupción y riquezas mal habidas, en medio de guerras y exterminios realizados por sus sicarios, como la Guerra de los Mil Días y otras de antes y después.



Esos héroes culturales, muy católicos, caritativos y castos que nos impuso la oligarquía bogotana al resto de habitantes del país como infalibles deidades culturales, han sido siempre mostrados como ángeles, santos, imágenes devotas que como Cuervo, Silva, Caro, Holguín, Pombo el plagiario y Samper están más allá del bien y del mal, cuando muchos de ellos no fueron más que miembros de familias pícaras e impunes, que coaligadas con el poder eclesiástico, impusieron en Colombia el más atroz Apartheid.



Tal vez sin quererlo, o tal vez queriéndolo, el autor hace un retrato a veces un poco caótico de ese mundo ido e infame, a través de la historia de un neurasténico rentista que pasó su vida tratando de reunir todas las voces del idioma español, castizo, de pura estirpe, para imponerle un cinturón de castidad eterno que por fortuna fue destrozado por la fuerza de la imfame turba colombiana y rematado por Gabriel García Márquez



A través de los papeles de Cuervo, que el autor santifica, vemos esa atroz Colombia endogámica de personajes rentistas que rezan todo el día mientras en sus fincas se esclaviza y se mata, y cuya riqueza y poder autocrático todos dan por sentados por gracia divina y nadie cuestiona, así como la supuesta inteligencia y brillantez, heredada de generación en generación.



Pero lo más terrorífico de esta historia que emana del escaparate de bisabuela de Cuervo, es que el poder de esos cuantos oligarcas latinistas y gramáticos bogotanos decimonónicos pretendió también basarse en el cabestreo del idioma catellano, castizo, ultrahispánico, ultramontano e impoluto, que todos deberíamos según ellos conservar, pero que está mandado a recoger, porque ya se lo comió la manigua de la imfame turba latinoamericana con su polifacética lengua demoniaca y calibanesca.



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Fernando Vallejo. El Cuervo Blanco. Alfaguara. Bogota. 2012. 379 pp.

sábado, 18 de agosto de 2012

LAS CUITAS DE UNA JOVEN PROMESA

Por Eduardo García Aguilar *
Lo bueno de ya no ser joven ni promesa, es que el escritor recobra la libertad experimentada cuando en la adolescencia, al dar los primeros pasos en la lectura, escribía para nadie y para nada en los cuadernos escolares mientras terminaban las clases tediosas.
Diversas razones llevan a un individuo a convertirse en lo que otros denominan « un escritor » y que termina por convertirse en una terrible etiqueta de plomo que no deja vivir y es una impostura.
Cuando años después uno reflexiona sobre cómo ingresó de lleno a la literatura, trata de escrutar las influencias paternas o familiares en unos casos y en otros de maestros o extraños a través de los cuales se nos llamó la atención sobre las palabras y comprende entonces que el flechazo surgió siempre del contacto con los libros.
Cuando el padre o un conocido de la familia, o un maestro, o una tía amante de los libros, deja ver la joya entre sus manos y habla de ella con emoción, algún adolescente perdido entre los muchos que rodean el ámbito familiar o escolar pesca la oportunidad y se desboca hacia esas hojas que cambiarán su vida para siempre.
Al entrar en contacto con Las mil y una noches, La Biblia, las tragedias o comedias clásicas griegas o latinas, o las obras de Kafka, Dostoievsky, Herman Hesse, Oscar Wilde, Charles Baudelaire, Rimbaud, Withman, García Lorca, Gogol, Hemingway o Nietzsche, sabe que ya no habrá reversa alguna y que se entró en un terreno hecho para él.
Pienso en esas figuras y obras que de repente poblaron días y noches y nos fascinaron. En el caso de Rimbaud, surgía una identificación con la rebeldía del adolescente que conquistaba el mundo con palabras y se perdía tras de ellas. En el caso de Nietzsche era la voz lúcida del loco que gritaba en medio del desierto contra una humanidad que no lo entendía. Y con Withman, el viejo barbado de overol que cantaba a la naturaleza y a la vida normal, uno se identificaba con la insumisión y la libertad que emanaba de él.
En todos esos ídolos literarios el adolescente encuentra apoyos para enfrentar la estulticia e incomprensión ambientes, la pobreza de espíritu de la mayoría de las personas que lo rodean y no entienden que la luz interior emane como fuego fatuo e ilumine sus noches y su soledad.
Pero el escritor adolescente no ingresa a ese mundo por codicia ni avaricia, sino por insumisión y generosidad, no llega a la literatura para competir y odiar sino para ser y entender, para que sus ojos y su corazón vean y sientan más a medida que pasan los meses, que son eternidades en las arenas aciagas de la adolescencia.
Vive esa libertad, pero pronto, al destacarse entre los suyos y comenzar a publicar en periódicos y revistas o a ganar concursos escolares o nacionales, el joven escritor entra en un peligroso terreno donde puede perder su rumbo, como es el caso de muchos que fueron alguna vez «infectados » por la literatura.
De los primeros pasos titubeantes, del aprendizaje, de la escritura desbocada y caótica pasa entonces a ser estigmatizado con la etiqueta de « escritor », algo que lo separa de los otros, lo enceguece con la vanidad y la ambición y lo conmina a vivir en un terreno aparte, odioso, que lo pervierte y lo aleja de la vida y de la gente. Comienza a creerse un Buda viviente.
Al publicar sus primeros libros se convierte el pobre ex escritor adolescente, ese angel impuro e indómito, en una joven promesa de la tribu, que lo coopta, lo corrompe poco a poco y le hace creer que es distinto, superior a los otros.
Los honores y premios iniciales, la publicación de las primeras novelas o poemarios, la inscripción en listas aleatorias de promesas futuras, como si se tratara de una carrera de caballos, contaminará su existencia y lo convertirá en una bestia de competencia.
Nada peor que ser una joven promesa literaria de un país y ser cooptado por las fuerzas de un orgullo nacional o parroquial, nada más terrible que esa carga que pesa demasiado, cuando los corruptos negociantes del mundo editorial o el poder cultural los utilizan para jugar con ellos en la gallera internacional de las apuestas literarias.
Algunos sabios optan por volver a la vida y al silencio y otros son corroidos por la vanidad y la ambición, por esa fuerza odiosa de abrirse camino a toda costa contra los otros sin escuchar, sin sentirlos, sentados ya como batracios en vanos tronos literarios de donde los sacará la podedumbre.
Nada mejor para una joven promesa que huir a tiempo de ese reino de espejos donde se te rendirá pleitesía mientras corra en el hipódromo y otros hagan las apuestas. Si huye a tiempo será libre, escribirá por necesidad, para ser y revelar, no para rendir cuentas a las esperanzas bobas de una tribu, como si fuese una reina de belleza, un medallista olímpico o un cantante de moda.
La literatura, el pensamiento, la filosofía son algo distinto. Son procesos por los cuales un ser humano trata de entender el mundo y su propio lugar en él. Un escritor, un pensador, es un Diógenes desnudo e irónico que recorre el mundo indagando siempre sin encontrar respuestas. Un escritor etiquetado y autista no será mas que una atroz marioneta de vanidad y ambición que ha perdido y traicionado el brillo del Rimbaud que llevaba dentro en sus inicios.
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* En la foto Gabriel García Márquez recién golpeado por el joven Mario Vargas Llosa.





sábado, 11 de agosto de 2012

AÍNSA Y LA NARRATIVA NÓMADA LATINOAMERICANA

Por Eduardo García Aguilar


Un libro de lectura necesaria en los departamentos de literatura de las universidades y los medios literarios latinoamericanos será tal vez desde ahora el del ensayista Fernando Aínsa, "Palabras nomadas. Nueva cartografía de la pertenencia", recién publicado en Madrid en la colección La Crítica practicante por la editorial Iberoamericana Vervuert, donde el autor se pone en la tarea de investigar lo que ha pasado en la narrativa latinoamericana en los ultimos 30 años, de 1980 a 2012, después del fin del llamado "boom".


A partir de la lectura de cientos de novelas y libros de relatos de autores latinoamericanos en activo, en especial de las nuevas generaciones nacidas a partir de los años 50, o sea desde la generación de Robero Bolaño en adelante, Aínsa nos muestra que el panorama general cambió y los paradigmas y cánones dominantes fueron superados, tales como las literaturas nacionales o continentales que representaron durante décadas la orgullosa identidad de países o regiones afirmados ante el mundo por medio de revoluciones y contrarrevoluciones, entre himnos nacionales y retóricas que al unísono fracasaron, dejando un reguero de sangre y millones de tumbas inútiles.


Con el fin de esas literaturas patrióticas o continentalistas, que nutrían los orgullos identitarios en tiempos de guerras frías o calientes, se difuminaron también los patriarcas de la tribu, los "maestros de la juventud" y los escritores "padres de la patria" o héroes nacionales, en quienes todos se identificaban y a quienes se rendía pleitesía y se construían estatuas como a santos. El modelo era el escritor romántico y guerrero, como Martí, mucho mejor si moría en la trinchera como un mártir.


Antes, en el siglo XIX y comienzos del XX, estos padres de la patria eran ley y el sueño de todo autor era convertirse en uno de ellos y que su nombre terminara en plazas, colegios, edificios, avenidas o aeropuertos. Así como los héroes románticos buscaban la gloria independizando países y creando Constituciones como Bolívar y los héroes de la guerra fría la buscaban muriendo como el Che Guevara en la montaña, haciendo la revolución, los autores soñaban con llegar a ser algún día el engolado patriarca venerado por sus compatriotas o los habitantes de hispanoamérica entera.


Personajes como José Vasconcelos, Rómulo Gallegos, Miguel Angel Asturias, Pablo Neruda, Octavio Paz, Gabriel García Marquez y Mario Vargas Llosa fueron los últimos fulgores de ese escritor nacional o continental convertido en una deidad infalible, que todo lo sabía, tronaba desde los aires como Zeus, y a la que se le prendían velas e incluso podía llegar a ser candidato presidencial como Vasconcelos, Gallegos, Neruda o Vargas Llosa.


Al lado de ese escritor oficial, embajador o candidato, encorbatado y estatuario, también figuraba el modesto escritor provinciano de "Nuestra América", una América idealizada que se afirmaba mientras el mundo viajaba aceleradamente hacia el cosmopolitismo, el fin de las fronteras y cuando el viaje y la comunicación, antes escasas y elitistas, se banalizaban y se convertían en la moneda corriente dominante, con la masiva migración proletaria hacia las potencias, donde el marginal chicano, peruano, centroamericano o colombiano rehacía su vida e incluso llegaba a altas posiciones o a generar un gran poder cultural como en Estados Unidos.


Ese ídolo nacional o continental se derrumbó en estos 30 años analizados por Aínsa y con él la literatura engolada, retórica, el escribir bonito y bien, de manera positiva y patriótica, grave, por lo que se dijo adiós a los escritores encorbatados, solemnes, condecorados, listos en cualquier momento a cantar los himnos nacionales y a morir aplastados por las condecoraciones y los grados honoris causa.


Toda esa era terminó con el Nóbel hace dos años a Vargas Llosa, que, como escribió el mexicano Jorge Volpi en la revista Nexos, fue como la caída de una enorme lápida de mármol sobre la literatura continental.


En su lugar se instaló la ironía y el humor, y triunfó como representante máximo generacional un autor muerto y antinacional, un antihéroe surgido del margen de todos los márgenes, el increíble chileno Roberto Bolaño, quien se resiste pese al mito a subirse a las estatuas y a los nombres de avenidas y plazas. Los escritores ya no se reivindican como latinoamericanos ni cargan obligatoriamente a su patria y escriben una literatura nómada.


Dice Aínsa que "la palabra solemne y responsabilizada del pasado, cede el tono grandilocuente, cuando no retórico de que se creía investida, a la crónica burlona y desacralizada de la aventura del latinoamericano en el mundo".


Y agrega que en estas obras de las nuevas generaciones "se adivina el rumbo de una narrativa cuyas reivindicaciones tradicionales parecen haber sido desmentidas por una historia que ya no se escribe con mayúscula y que se encara desde una perspectiva más modesta, en todo caso aceptando su intrínseca complejidad y preconizando una voraz integración antropológica del rico acervo cultural del continente en abierto intercambio con el resto del mundo".


En el excelente y completo libro de Aínsa se abordan todas esas nuevas literaturas latinoamericanas, donde ingresan los temas musicales y delincuenciales abordados por mexicanos y colombianos, hasta los asuntos excéntricos, ultraliterarios y paródicos en boga en México, Argentina y el Cono Sur en general, cuando no la recanibalización y relectura de las capitales literarias mundiales como París y Nueva York, que son bajadas del mito cortazariano a la terrenalidad de un siglo XXI, acelerado por el viaje y la red internet.


El desgaste de la literatura política, el nuevo cosmopolitismo, las capitales de la diáspora, la pérdida de los referentes nacionales y el viaje permanente en un mundo globalizado, son algunos de los temas fascinantes que con lucidez, ironía y amenidad aborda Aínsa en este libro necesario en medio del caos crítico reinante en las últimas décadas ante una literatura a veces inasible y centrífuga.


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Aínsa, Fernando. Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia. Colección La Crítica practicante. Editorial Iberoamericana Vervuert. Madrid-Frankfurt. 220 pp. 2012

sábado, 4 de agosto de 2012

CUSCÚS ARABE EN BELLEVILLE

Por Eduardo García Aguilar

Ahora en estos tiempos de celebración de las festividades musulmanas del Ramadán, visité Belleville, uno de los barrios populares más bellos de París, donde vive una población mixta de todos los orígenes mundiales, pero predominan árabes y africanos de las excolonias que, por derecho ancestral propio, pertenecen a la nación francesa.

El bulevard Belleville es uno de los más pintorescos y maravillosos lugares de la ciudad, donde los olores y colores orientales nos hacen viajar en un instante a Marruecos, Túnez, Argelia, Egipto, Libia y otros lugares mediterráneos donde hoy reina la religión de Mahoma, pero antes dominaron los faraones, Alejandro Magno el macedonio, los romanos y posteriormente las potencias europeas.

Estigmatizados por los nostálgicos del nazismo o por los cavernarios racistas que aún creen en las razas superiores y puras, los árabes son las personas más sencillas y conviviales y sabias y basta sentarse en el café El Sol bajo el suave bochorno del verano para ver pasar ancianos y ancianas que en sus frentes y miradas expresan la sabiduría de los pueblos sufridos y milenarios.

Ahí en ese lugar típico del barrio donde viví unos años hace tiempo, se dan cita jóvenes y viejos para disfrutar de esta avenida amplia, arbolada, y tomar una cerveza o el delicioso y dulce té oriental de menta que alegra los estómagos y los espíritus.

El patrón de amplio bigote me lleva a la barra para que me tome ahí una foto como si fuese el barman de aquel sitio cuyas paredes estan cubiertas por murales coloridos y festivos de todos los colores y donde suena la deliciosa melodía de la lengua árabe.

Porque los árabes u otras etnias del sur del Mediterráneo aman la fiesta, el tamborileo, la danza de la etnia gnaua marroquí poseída hasta el delirio en homenaje al cuerpo africano de donde proviene, la música de los instrumentos de cuerda y las voces agudas que invocan las tardes interminables en los oasis al calor del dulce dátil y la pastelería meliflua que comunica al paladar con el azúcar del planeta tierra.

Al lado del típico café El Sol, mi preferido, se suceden a lo largo de la avenida uno tras otro los bares desde donde salen las músicas variadas y al frente, cruzando el bulevar, se suceden por su lado los restaurantes de cuscús y tagine, cuyo olor nos llega a la mesa y nos obliga a levantarnos como hipnotizados y cruzar la calle para escoger entre las distintas variedades de la exquisita preparación: tagines variadas, cuscús pollo, cuscús merguez, cuscús cordero, cuscús res o cuscús real que los reúne a todos.

Como durante el Ramadán los musulmanes no pueden comer durante el día, deben esperar hasta la noche para ceder a los impulsos provocados por la fatiga y el hambre rituales. Por eso esta noche los restaurantes todos están llenos de gente y hay cola afuera para merecer una mesa.

Los culinarios del norte de Africa han desplegado en estos días todas sus cualidades para satisfacer a la clientela, que a su vez es tribal y familiar. Todos son primos de alguna u otra forma y para homenajear a Alá, en cuyo nombre se ha hecho el sacrificio del ayuno, los encargados han sacado los mejores manteles y se han aplicado a realizar las mejores preparaciones con la mayor calidad posible, como lo atestiguan los aromas que inundan la calle y siembran felicidad y plenitud en transeúntes y curiosos.

Niños, abuelos, madres, hijas, primos, tíos, todos al unísono festejan la cena y toda la calle se llena de mujeres trajeadas con los largos faldones y los chadores y burkas y mantos prescritos para las hembras por la estricta tradición religiosa machista que se remonta al siglo séptimo de nuestra era y surgió en los desiertos de Arabia y Africa, en el centro de las carvanas de camellos que recorrían las ardientes arenas milenarias.

Me he sentado por fin y he pedido un cuscús merguez, que tiene como centro ese largo chorizo de cordero que reina sobre el plato típicamente magrebí, compuesto por sémola de grano y servido con salsa y verduras, como bien dice el diccionario de la Real Academia de la lengua española, una lengua que es más árabe de lo que creemos.

Después de degustarlo poco a poco y saciar el hambre, pasé a las tiendas de abarrotes del al lado que han sacado a la calle todos los dulces, pasteles, frutas y delicias azucaradas inimaginables como dátiles, uvas pasas, cremas de cacahuate o maní, y pastelillos de infinitas variedades envueltos en miel. La gente saca las sillas a la calle y conversa en la cálida madrugada al son de la música oriental.

Y al final he rematado con un té de menta en esta noche de viernes que me ha hecho sentir más árabe que nunca, porque los hispanos, los hispanoamericanos, a quienes ellos nos tratan muy bien, tenemos todos en nuestras venas la sangre que viajó en los barcos de los conquistadores y se remonta a miles de años de dominio oriental en casi toda España, cuando reinaron allí los Omeyas hasta la caída del último rey moro de Granada, Boabdil, en 1492. Un dominio que brilla aún por los altos niveles de cultura logrados por esa civilización que ahora lucha por deshacerse de los fanáticos.