sábado, 14 de abril de 2012

CUBRIR LA GUERRA EN EL PLAYÓN DE LA MUERTE


Por Eduardo García Aguilar
La primera y única vez en la vida que tuve la osadía de intentar cubrir una guerra fue en El Salvador, cuando en las calles de la capital, desde el Bulevar de los héroes hasta los suburbios o el mercado, o en el temible Playón de la muerte, donde yacían esqueletos y cadáveres putrefactos de centenares de víctimas, se sentía la tensión permanente, la pólvora de la muerte y se podía rebanar el aire con un cuchillo.
Acababan de matar a monseñor Romero y la guerra llegaba a límites de violencia inconcebibles. Los jóvenes sospechosos eran ejecutados en las calles por francotiradores, cualquier movimiento nervioso podía ser malinterpretado y provocar retaliación, las balaceras estallaban en los lugares más inesperados y todos sin distingo desconfiaban de los otros, en un círculo infernal donde un segundo decidía la vida o la muerte.
Ahora que en Siria volvieron a morir perodistas aventurados que trataban de cubrir los acontecimientos y que ya olvidamos a los fotógrafos y reporteros muertos en Libia, Afganistán, Irak, Chechenia, Gaza o los Balcanes, rememoro esos extraños instantes del joven escritor arrastrado hacia la aventura de cubrir una guerra.
Los jóvenes son por lo regular la carne de cañón de la reportería de guerra, aunque hay muchos viejos veteranos amantes de la adrenalina que cubren a lo largo de la vida conflictos y sobreviven de milagro en el intento, personajes extraños, solitarios, de novela, que pasan lustros en hoteles, acompañados por una botella de whizky y nunca saben cuando les llegará el turno de ser convocados hacia el más allá.
Uno de esos personajes me recibió con sonrisa irónica una mañana en el Hotel Camino Real de San Salvador, a donde fui a acreditarme en la Asociación de corresponsales extranjeros. Era un anglosajón enclenque que no llegaba a los 50 años, pero ya parecía viejo, y cuya contextura frágil no correspondía para nada con el modelo de corresponsal de guerra. Me ofreció un whisky y me dio una camiseta donde estaba escrito : « Soy periodista, no dispare ».
Bajé luego al lobby del hotel, donde tenía cita con uno de esos corresponsales de película estadounidense, un argentino con aires de Don Juan post-gardeliano que lucía un chaleco antibalas, llevaba suecos y posaba al lado de una bella amante joven, antes de partir a una peligrosa misión en el frente de guerra. No diré el nombre del argentino, pero era lo opuesto al encargado de la asociación de corresponsales, quien deambulaba con su botella de whizky debajo del brazo, polos de una misma aventura novelística, ejemplos de esos duros que viven y mueren cubriendo los conflictos y que el primíparo corresponsal interroga en busca de los arcanos del fascinante oficio de ver y contar en medio del peligro.
Con una credencial militar en la mano, donde la oficina de prensa del ejército indicaba no hacerse responsable por mi vida, partí a entrevistar a uno de los sacerdotes jesuitas de la Universidad Católica José Simeón Cañas, algunos de cuyos colegas serían después masacrados por los paramilitares. Y uno de ellos, mientras conversábamos y caminábamos por el campus, me mostraba a los « indicadores », los « orejas » y me conminaba a ir al Playón de la muerte antes de escribir cualquier cosa sobre el tema.
« Hay tres tipos de periodistas – me dijo el padre Pedraz -. Los buitres, los orejas y los otros ». Tomé un taxi y me dirigí a ese tenebroso sitio en las laderas de lava negra de un volcán apagado, donde se podía ver esqueletos, calaveras con mechones de pelo, pedazos de cuerpos de soldados o guerrilleros con uniformes y cinturones, asediados por gallinazos y perros gordos que se alimentaban de sus cuerpos bajo la canícula.
Creo que esa visión de la mortandad, apocalíptica, inimaginable, inconcebible, ese olor mortecino, atroz, nauseabundo, la presencia de perros y gallinazos gordos, representan el momento más terrible e iniciático de mi vida, y significan el primer contacto directo con la guerra, una revelación que todavía me estremece, cuando otras guerras surgen y se apagan cada año en este siglo XXI para mantener viva la maquinaria de la industria armamentista.
Al regesar a la ciudad no paré de vomitar. La visión de centenares de cadáveres o restos de cadáveres, tal vez miles, me dejó en estado de náusea y durante varios días no pude comer y perdí peso, atento cada instante, con la mirada desorbitada, a la bala que me sacaría del mundo.
En una roca me senté una vez y me pregunté que estaba haciendo ahí. Pensé en los míos, en los amigos, dudé, pero seguí allí cargado de adrenalina, aferrado a los viejos teletipos, yendo de un lado para otro con un fotógrafo vasco que acomodaba las calaveras para que las fotos le salieran bien.
Años después el destino me llevó a cubrir las negociaciones de paz en México y en un hotel del sur de la capital azteca vi entrar y salir e interrogué a los mismos protagonistas que negociaban una paz que se obtuvo y se firmó con pompa en el Palacio de los Pinos bajo patrocinio de la ONU y de México.
Ahora los ex guerrilleros del FMNL gobiernan el país con Mauricio Funes, después de esperar con paciencia la llegada de la alternacia, y respetan la democracia de la misma manera que los ex enemigos juegan el juego electoral y cedieron el poder. Los conflictos son otros, las bandas y las maras del narcotráfico asedian, pero el Playón de la muerte y la guerra desatada son cosas del pasado.





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