sábado, 31 de marzo de 2012

SOBRE TEQUILA COXIS, DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR

Por Roberto Vélez Correa *
 “Tequila Coxis” es la cuarta novela del escritor colombiano Eduardo García Aguilar, después de su trilogía sobre Manizales: Tierra de leones, Bulevar de los héroes y El viaje triunfal. Se puede afirmar que esta última obra es la continuación de la saga novelística del caldense, a pesar de situar su ficción en la Ciudad de México D.F. en la que el autor vivió buena parte de su madurez como escritor y periodista al servicio de la agencia de noticias France Presse.
     La continuidad radica en los elementos vitales que acompañan al narrador en casi todos sus escritos, propiamente literarios, incluidas las crónicas de viajes y sus posturas intelectuales, en las que insiste en un universo arquitectónico cifrado en el art deco, el republicanismo o neoclasicismo; mixturas de construcciones donde los estilos grecolatinos, mozárabes, barrocos y góticos, alternan como resultado de una época. Las tres primeras novelas de Eduardo son un homenaje a ese tiempo ido de principios de siglo, cuando la burguesía del café tuvo los medios para adoptar los gustos estéticos foráneos que afectaron las costumbres y las expresiones artísticas del momento.
     Hay pues un trasteo de elementos semióticos y motivos nostálgicos que son clonados en el barrio Roma de México, el corazón de la metrópoli que años atrás fue la residencia de la élite dirigente y cultural, compuesto por fastuosas residencias, castillos, teatros de ópera y otros inmuebles, hoy convertidos en museos, discotecas o, en el peor de los casos, en antros de prostitución y drogas ilícitas. Las imágenes recuerdan el esplendor republicano de Manizales, cuya burguesía decidió desalojar el centro de la ciudad e irse a las afueras a vivir en sus chalets y mansiones exclusivas.
     En el México de García Aguilar, el fenómeno grecolatino se muestra en sus orígenes y consecuencias, bien cercano al de la capital caldense. Y es en ese México decadente, dominado por las paredes y cascarones que cancelan el pasado esplendor, en el que Eduardo sitúa a sus personajes. Es el mismo escenario de la Calle Donceles de “Aura” de Carlos Fuentes, en el que Néstor Aldaz investiga los motivos del suicidio de su madre, una actriz bogotana de relativo éxito en la edad de oro del cine mexicano que apareció suicidada en su bañera. Es así como conoce al amante de su progenitora, el pintoresco Porfirio Antúnez, un libretista del cine, cuya caracterización oscila entre el play boy intelectual y el vampiro cínico. La historia del periodista escritor que necesita aclarar los motivos del suicidio de su madre, se convierte en un periplo lleno de aventuras y desgracias. Escenas de cargado erotismo, miradas críticas hacia el pasado y el presente de la absorbente urbe; períodos ignominiosos en una cárcel del distrito; persecuciones, torturas, y el deporte nacional del país azteca, la corrupción, son narradas mediante una prosa que lucha por equilibrar los adjetivos con las disgresiones de su narrador personaje que ejerce un severo juicio crítico a su entorno, donde el escepticismo se mitiga a través del ardor erótico.
     “Tequila Coxis” es una novela que enfrenta el presente y el pasado tan caro a los mexicanos. Dioses mayas y aztecas y los macabros juegos florales, son dignos representantes de los rituales satánicos y las orgías que entenebrecen a los recién llegados al decadente barrio Roma. Desde luego, algunas de las voces elevan su queja por la traición de la Malinche, la indígena traductora que se hizo amante de Hernán Cortés. En este sentido, la novela de Eduardo García Aguilar refleja, al interior de su anécdota, otra traición, cuando Yolanda Valenzuela, es infiel a su amante con un torero español. “Tequila Coxis” es una obra de madurez que mantiene la alerta del lector hasta su desenlace, un tanto melodramático, propio de los mismos libretos de su, quizás, más intrigante personaje, el tenebroso Porfirio Antúnez.
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* Roberto Vélez Correa. Novelista, ensayista y académico de la Universidad de Caldas, quien nos dejó hace poco, pero sigue vivo entre nosotros.

lunes, 12 de marzo de 2012

LOCOS POR GARCíA MÁRQUEZ O NAPOLEÓN



Por Eduardo García Aguilar
(Publicado en La Patria, Colombia, el domingo 11 de marzo de 2012. En La foto Jorge Amado, Gabo y la Gaba)
Aparte sus biógrafos, Dasso Saldívar y Gerald Martin, que muy cuerdos pasaron décadas estudiando su vida y viajaron por el mundo tras sus huellas, hay miles de personas que en las últimas décadas enloquecieron por el éxito y la fama mundial de García Márquez, quien acaba de cumplir 85 años en México.
Sabemos muy bien que el éxito y la fama, o eso que llaman gloria, concepto muy romántico, atraen la desesperada admiración de quienes no son nada, o son poco, o tal vez mucho, tal y como ocurrió con Napoleón y Bolívar, que en el fondo fue un loco que imitaba al primero.
La psiquiatría al parecer nació para tratar de curar a centenares de personas que en su momento se creyeron Napoleón y poblaron los manicomios de Europa en esa fría primera mitad del siglo XIX. Fue tal el fenómeno, que varias herederas del Emperador no solo fueron grandes discípulas de Sigmund Freud, sino que hoy, por estas fechas, a comienzos de siglo XXI, siguen estudiando, como la señora Murat, el terrible fenómeno de quienes en su época enloquecieron por la gloria del personaje que llegó a lo más alto para caer luego de manera estrepitosa al precipicio del fracaso agónico en la isla de Santa Helena.
En los manicomios actuales hay gente que se cree Michael Jackson y durante casi dos siglos la figura de Napoleón fue la preferida de la demencia. Seres que deambulaban en los corredores de los hospicios con la mano puesta en el corazón y un sombrero triangular imaginario en la cabeza, inspiraron a miles de terapeutas en la ardua tarea de desentrañar sus frustraciones concretadas en la inmensa fama de sus modelos y la terrible insignificancia de sus vidas.
Ahora, a lo largo del continente, hemos vuelto a experimentar el extraño fenómeno, cuando hay personas que han dedicado sus vidas a rescatar sus huellas más mínimas, o a imitarlo escribiendo novelas similares de pueblos imaginarios con alquimistas y gitanos, o que han viajado de un lado a otro del continente para tratar de observarlo desde lejos y aplaudirlo como a una deidad milagrosa, versión literaria de vírgenes y santos de nuestra larga tradición.
Sabemos que la fama y la gloria surgen de la concreción de extrañas coincidencias históricas, cuando un personaje necesario se cuela en las carencias de un país, continente o raza, sea dios, iluminado, poeta, novelista, demiurgo, redentor, político, cabecilla o mandatario. San Pablo, San Francisco, Voltaire, Víctor Hugo, Lord Byron, Withman, Mandela, Soljenitzin, son algunos de ellos.
Estamos hablando de la necesidad del padre y tal vez en la locura de tantos admiradores ciegos que dedican sus vidas a los exitosos Napoleón o García Márquez, hay una profunda lucha por el hallazgo del progenitor ausente y en esto los psiquiatras o los psicoanalistas podrían con mayor lucidez esclarecer los arcanos de la demencia. También los países necesitan padres de la patria como Víctor Hugo y Tolstoi y en especial los más trágicos.
Ahora que los editores entronizan cada semana en serie y con total seguridad al nuevo sucesor de García Márquez en la propaganda de sus novedades o que los megalómanos se autodenominan amigos y sucesores y los burócratas hacen cola en la calle Fuego para pasar a fotografiarse al lado del que, según algunas versiones, ya sabe menos de quien fue y será, es necesario entender que su figura surgió como afirmación continental a través de un Che Guevara literario que no murió acribillado en el intento. Concreción literaria y geopolítica.
Hijo del pueblo periférico cuando las letras pertenecían a las oligarquías, bigotudo como árabe sefardita, periodista costeño en tierra de cachacos, con camisas de flores y liqui liqui, malhablado y generoso, aunque mejor escritor que nadie, el novelista fue la personificación popular en los años 60 y 70 de una tierra de dictadores, ladrones y asesinos.
A su lado hubo otros grandes escritores como José Lezama Lima, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Arturo Uslar Pietri, Augusto Roa Bastos, Guimarees Rosa, Jorge Amado, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, pero fue él quien a los 39 años ganó la lotería de representar el continente de las Banana Republic, que poco a poco pasaron de moda.
Dinero, gloria, fama, el cuerno maravilloso de la abundancia de los maravedíes, presidentes inclinados, dictadores anonadados, malos cineastas arrodillados, millonarios seducidos, huérfanos, mancos, tuertos, leprosos se apresuraron a aplaudirlo y sonreírle en las escalinatas de la lagartería nacional; sicarios y víctimas, godos y liberales, gente bien y zarrapastrosos, todos unidos en la admiración patriótica de quien no fracasó y a quien hubiésemos ignorado en el fracaso, como se hizo con Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata Olivella, Pedro Gómez Valderrama, Manuel Mejía Vallejo y Germán Espinosa.
Todos los colombianos lo queremos y lo amamos y mucho más ahora que lo sabemos frágil en su ancianidad como una parábola de nuestra propia derrota. La prueba de que todo triunfo y toda gloria es fugaz e inútil y que el trono es una posición transitoria en la danza inevitable de nuestras ausencias, téngase o no patria, continente, partido o fortuna en las espaldas como fárrago absurdo.
Pero al menos los locos de García Márquez seguirán poblando manicomios y oficinas, arrodillados como los personajes de Jorge Zalamea en Benarés, sin saber lo que fue el fenómeno ni lo que será, así como los admiradores de Rimbaud y Kafka nunca supieron que sus ídolos murieron inéditos y anónimos, como Proust, quien pagó la edición de sus primeros volúmenes interminables y pasó a la gloria sin ser invitado, pero al menos cantando para nada y para nadie como dicen los poetas portugueses hijos de Pessoa.





miércoles, 7 de marzo de 2012

EL BAR CHEZ GEORGES

Por Eduardo García Aguilar
En la vieja calle de Canettes, no lejos de Saint Sulpice, sigue presente el viejo bar Chez Georges, que desde 1952 ha recibido a muchas generaciones de estudiantes, exiliados, artistas y aventureros de todas las nacionalidades, amantes de las letras y la vida, del pensar y el delirar, del gozar y fracasar disfrutando.
     Una tosca puerta de madera pintada de rojo indica que cuando el viejo Georges fundó aquello era antes que todo una bodega de vinos baratos sin pretensiones en esos precarios tiempos de posguerra, cuando la ciudad y el continente europeo se levantaban de un apocalipsis terrible y varias décadas de incertidumbres.
     La ciudad estaba llena de refugiados españoles y portugueses que lloraban cada tarde la desgracia de haber sido arrancados, ya fuera por el sanguinario Francisco Franco o el ominoso Salazar y sus asesinos, a las delicias de su pobre terruño o a los sueños de la utopía republicana. Y con ellos lloraban los armenios sobrevivientes del genocidio, los judíos salvados del holocausto y los argelinos que luchaban por el fin de la colonización.
     Por las calles deambulaban jóvenes de Europa del Este que como Cioran, Mircea Eliade o Eugene Ionesco, en el caso de los rumanos, recalaban aquí huyendo de su pasado. Rusos, búlgaros, checoeslovacos, albanos, yugoslavos, polacos, húngaros, sobrevivían en la pobreza, en silencio, tras huir de la bota soviética y callados seguían, porque pocos se atrevían a criticar el totalitarismo marxista-leninista para no ser estigmatizados de reaccionarios.
     El viejo megalómano Sartre, del brazo de su la libertina Simone de Beauvoir era el papa del galimatías filosófico y reinaba por el barrio en cafés más elegantes de Saint Germain, como Flore y Deux Magots, donde se pavoneaban los exitosos de la post guerra, estrellas de cine, escritores de moda como Abert Camus o cantantes existencialistas como Juliette Greco o Boris Vian.
     En Chez Georges todo era y es todavía tosco y auténtico. Allí nunca ha habido ceremonias ni meseros de librea y corbatín. Al cruzar el portalón de taberna barata, se ve ahora, seis décadas después, el mismo espacio reducido de 40 metros cuadrados donde se apretujan jóvenes y viejos, recién ingresados a las universidades de la zona y ex alumnos decadentes nostálgicos de sus años de juventud, que vuelven ahí a desandar sus pasos sin que nadie se inquiete o los discrimine por canosos o muecos.
     Las paredes tienen la misma pátina amarillenta de los tiempos de la fundación, que los descendientes del viejo Georges han querido conservar intacta para alegría de añoradores y sorpresa de nuevos, que entran ahí seguros de codearse con fantasmas de amantes del jazz o de los juegos eróticos y literarios de Julio Cortázar o George Perec.
     La misma barra de hace tiempos dirigida hasta hace unos años por el conosureño Jorge, sudamericano que se quedó para siempre en París como pilar del bistrot, se observa a la izquierda, gobernada por los descendientes de Georges, entre ellos su hija y su nieto, llena de pequeños vasos de vino y sitio preferencial de viejos contertulios que recuerdan el griterío añejo de los exiliados anarquistas y comunistas españoles o la discusión ininterrumpida de los emigrados del este o de los sures, los mediterráneos o las Américas.
     Y en los extremos de la pared, pegados al techo, cuelgan como siempre las pequeñas fotos en blanco y negro autografiadas, enmarcadas, de cantantes o músicos desconocidos que hace cuatro o cinco décadas pasaron por aquí alguna vez y tocaron hasta la madrugada en la cava, que permanece siempre llena desde entonces y ahora aún más. ¿Qué pasó con todos esos proyectos frustrados de estrellas, rostros de juventud que ahora tal vez duermen en cementerios o en la inercia atroz de la jubilación?
     Ahí siguen, y nadie ha osado quitarlos ni los quitará, como tampoco nadie quitará la foto del finado Georges, el patriarca fundador, el severo trabajador que conocía a cada uno de sus clientes estudiantiles y sabía dosficar con suave autoritarismo los tiempos del exceso, o la hora de entrar y salir de ese lugar donde nunca cabía ya una aguja.
     Al fondo se ve la estancia central con las mismas mesas de madera rayadas y sillones abullonados pegados a la pared, cubiertos de corduroy rojo, donde permanecían por horas y horas y permanecen igual hoy los que desafían el invierno en la alegría de la charla, al calor de los vinos Côtes du Rhone, Burdeos o Brouilly, mientras en las paredes descascaradas se exponen cuadros de un pintor o un fotógrafo anónimo.
     Hace 50 años los ebrios discutían sobre la rebelión de Hungría o la Primavera de Praga, de la guerra de Argelia o el deshuielo de Jrushov, el Eurocomunismo, el teatro del absurdo, las novelas de Kundera, la banda de Baader-Meinhof o las aventuras de Carlos el Chacal. Después hablarían de la guerra de Vietnam, las dictaduras latinoamericanas, el Gulag de Soljenitzin, la muerte de Francisco Franco, la revolución de los claveles de Portugal, las canciones de Moustaki, el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel o la Rayuela de Cortázar y el boom latinoamericano.
     Ahora tal vez hablen de las revoluciones árabes, Steve Jobs, la desgracia del modisto Galiano, la muerte de Amy Whinehouse y la belleza de Kate Moss. Así es y ha sido Chez George, siempre ardiente, bullicioso, diminuto, inagotable, como si la energía de varias generaciones se concentrara allí en una cápsula del tiempo donde viejos decadentes y delirantes comparten con los primíparos de París y sus universidades que exploran en los meandros de un añejo recuerdo el que será suyo mucho tiempo después.