sábado, 3 de diciembre de 2011

ELOGIO DE LA LIBRERÍA MADERO

Por Eduardo García Aguilar
En una época en que una tras otra desaparecen de las capitales del mundo las buenas librerías de viejo para ser reemplazadas por comercios de ropa o comida rápida, la Librería Madero sigue ahí llevando la antorcha de ser emblema mundial de la bibliofilia desde hace 60 años en la capital mexicana.
En un centro milenario cargado de historia, saber y sangre, donde todavía se escuchan los ecos imaginarios de viejas batallas y los pasos de sabios clérigos o sanguinarios guerreros, la Librería Madero fue fundada por el refugiado español Tomás Espresate en 1951 y luego retomada por Ana María Cama, antes de pasar al cuidado de Enrique Fuentes Castilla, viajero que la ha mantenido a flote en los tiempos más difíciles que haya vivido la era de los libros impresos iniciada por Gutemberg.
Tuve la oportunidad de entrar por primera vez a esa librería y frecuentarla en tiempos de Ana María Cama y sus socias, de mano del poeta y bibliópata Francisco Cervantes, quien vivía a unos pasos de allí, en el Hotel Cosmos, y solía pasar varias veces a la semana a hacerles conversación al calor de unos vinos a esas damas catalanas modernas e ilustradas que eran sus amigas y lo toleraban y se divertían con sus interminables ocurrencias y picardías de lisboeta-queretano.
Desde entonces, en la década de los 80, la Librería Madero se convirtió para mi en un sitio familiar y simbólico y cuando ingresé a la Agencia France Presse, situada al frente, en el piso 28 de la Torre Latinoamericana, solía cruzar la calle y pasar casí todos los días en los momentos de reposo, lejos del ajetreo noticioso, para iniciar desde ahí el lento recorrido de las librerías de viejo de la calle Donceles y otras esparcidas entonces en el centro histórico, en busca de libros inesperados y felices.
Enrique Fuentes Castilla salvó la librería en otra de esas crisis cíclicas que la han afectado cuando la codicia de los comerciantes ataca en busca de sus muros y le ha dado en estas dos décadas una existencia coherente, sólida y con brújula, al concentrarla en el tema histórico y literario mexicano, abierta al pasado y al presente.
Poco a poco sus estanterías fueron adquiriendo una nueva pátina similar a la de otra librería extraordinaria que recuerdo, la de Lello & Irmao, situada en la calle de las Carmelitas de Oporto, que es un templo inolvidable para el bibliómano, construido en 1906, y hoy monumento europeo reconocido, o de esas librerías que todavía por fortuna existen en el centro de París o en los viejos Pasajes decimonónicos estudiados por Walter Benjamin, como la cueva de libros situada en la calle Tournon, al lado del café donde murió ebrio el gran novelista Joseph Roth, el autor de La marcha de Radezky y las Memorias del Santo Bebedor.
Esa nueva índole cargada de historia y rigor se la infundió Enrique Fuentes Castilla con su pasión y seriedad, ya que sabe pasar de la concentración alerta en torno a los nuevos libros que aparecen por allí o los clientes que de México y el mundo entero acuden en busca de un incunable, a la alegría afectuosa de la tertulia, donde sabe con emoción entregar los secretos de una larga vida pasada en las aulas, el mar, el viaje y la excursión por las montañas de la memoria.
No es raro ver pasar por ahí a Adolfo Castañón y Vicente Quirarte, dos de los más grandes humanistas y polígrafos contemporáneos de México, herederos ambos de Don Alfonso Reyes y del librereo y poeta José Juan Tablada, escritores y lectores que lejos de la velocidad codiciosa de las letras comerciales de este tiempo, están anclados en el viejo saber de los monasterios y los colegios medievales donde se tradujeron los clásicos.
Ambos son la vanguardia que toma con valentía la antorcha del saber literario y la bibliofilia en México y tras ellos llegan los mexicanólogos y mexicanófilos de Dresde o Hamburgo, Trieste, Londres, París, Chicago o Nueva York, que viajan directo a la Librería Madero a rastrear con el guía del templo un nuevo detalle de la terrible y fascinante historia de este país de imperios prehispánicos, virreinatos y Repúblicas cojas, encrucijada de migraciones y tendencias, tensiones y diásporas de sabios judíos, españoles, sudamericanos y otros que como Trotsky, Tamara de Lempicka, Antonin Artaud, Luis Cernuda o Bruno Traven, han encontrado siempre refugio en las tierras hospitalarias del valle del Anáhuac.
Dentro de esos muros y esas maderas se escucha la voz del poeta León Felipe, cuya silla dicen anda todavía por ahí, y sin duda la de todos los trasterrados españoles y el grito de Pablo Neruda o Gonzalo Rojas, cuando no la palabra de Alvaro Mutis, o la sonrisa del humanista peruano Edgar Montiel acompañado por el editor José Mejía Baca y otros fieles que han hecho la romería sin fin.
La última vez que pisé la Librería Madero adquirí la edición original de Los días y las noches de París de José Juan Tablada, editada por la viuda de Ch.Bouret en 1918, donde cuenta las aventuras de los trasterrados mexicanos de la capital francesa, y cada vez que lo abro y lo huelo y lo toco y sus hojas se deshacen en mis manos me acuerdo de ese sitio esencial para México, que debe ser declarado monumento nacional.
Cuando van amigos a México yo les pido que vayan ritualmente a visitar la librería. La semana pasada la joven poeta Maria del Rosario Laverde cumplió y tuvo la felicidad de comprobar que don Enrique Fuentes es un librero « maravilloso ». De ahí salió con un libro raro sobre el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, quien vivió y murió no lejos del lugar y cuyo fantasma sin duda suele flotar en los aires de ese refugio.

* Publicado en el diario Excélsior de México. Martes 29 de noviembre de 2011. Sección Expresiones.