sábado, 27 de agosto de 2011

EL VIDEOJUEGO DE LA NEOCOLONIZACIÓN

Por Eduardo García Aguilar
Todos sabíamos que Muammar Kadhafi era un dictador que permaneció en el poder durante 42 años bajo el pretexto de representar a su pueblo y al Tercer Mundo y que sus hijos y allegados se habían enriquecido desviando la ingente fortuna petrolera que manejaban como dinero de caja chica. Nadie va a llorar una lágrima por el tirano, pero la manera como los occidentales se apoderaron del país y sus importantes riquezas da mucho a reflexionar sobre la nueva era de neocolonización que se perfila en momentos de grave crisis financiera y reestructuración de los poderes hegemónicos mundiales.
La corrupción libia era similar a la que sucede en las poderosas monarquías del golfo encabezadas por Arabia Saudita y gobernadas por una impune aristocracia aliada con Estados Unidos y Europa, cuyos príncipes obscenamente multimillonarios succionan todas las riquezas y dominan a sangre y fuego y religión a millones de esclavos y mujeres sumisas, mientras juegan golf y departen con los magnates del mundo. Por supuesto allí a esos principados aliados no entrarán nunca los ejércitos de Occidente ni bombarderán los aviones de la OTAN con el pretexto de « instaurar la democracia » y « defender a los civiles » de la vergonzosa depredación de sus tiranos.
Pese a la retórica tercermundista y a sus vistosas bravuconadas antioccidentales, todos sabíamos que el personaje era un tirano excéntrico que gustaba de los disfraces y sufría de megalomanía como todos los tiranos. Pero su poder reposaba en un complejo equilibrio tribal y durante largo tiempo desempeñó un papel de estabilidad y equilibro en alianza tácita con las potencias europeas que le perdonaron sus desafueros e hicieron grandes negocios con él vendiéndole armas y participando en jugosos contratos de obras públicas a cambio de su petróleo. Inmensas fortunas hicieron los políticos europeos con Kadhafi y muchas las sumas que el coronel les suministró para ayudarlos en su campañas políticas.
Para tomar Libia y sus riquezas, Occidente no ahorró medios y aun así, con los portaviones en el Mediterráneo y decenas de aviones bombardeando día y noche el país, tardaron seis meses para arrancarle el poder a Kadhafi. Una gran cantidad de supuestos « rebeldes » hablan inglés como si hubieran llegado ayer mismo de Nueva York o los Angeles y todos los analistas coinciden en que, aunque oficialmente se desmiente, si había fuerte presencia en tierra de expertos y mercenarios occidentales. La toma aquella tarde de la Plaza verde y la residencia vacía del tirano fue una escenografia televisiva montada por histriones de la propaganda occidental. La entrada de esos mercenarios causó una atroz masacre y los cádaveres en Trípoli y otras ciudades aparecen por todos los lados en bolsas azules o cubiertos por tapices o sábanas y llenan las morgues despues de los arreglos de cuentas, los fusilamientos sumarios y los bombadeos de la OTAN. Esta sangrienta guerra hubiera podido evitarse. La voz de los pacifistas del mundo debe elevarse contra ella.
Detestábamos a Kadhafi y su bravuconadas, pero esta guerra ha sido indecente pues se trató, como en el siglo XIX, de la ocupación de un rico territorio petrolero y de la confiscación de las riquezas que ese país tenía en las instituciones financieras mundiales y que a partir de ahora, en manos de las potencias, serán suministradas a cuentagotas a los nuevos gobernantes títeres que presidirán al rico país. En pleno siglo XX hemos visto de nuevo una guerra en directo tan vergonzosa y atroz como la de Irak, realizada sin pretextos legítimos por un presidente ubuesco y que dejó millones de muertos y una herida eterna los valles del Eufrates y el Tigris, sede milenaria de las civilizaciones de Nínive y Babilonia. En Libia en ningún momento hubo rebelión popular masiva como en Túnez, Egipto y Siria, sino la incursión de un ejército teledirigido y la posterior toma paulatina del país ayudada por bombardeos. La manera como las potencias occidentales se apoderaron del país después de seis meses de bombardeos en directo deja un extraño sabor amargo que nos recuerda la toma de Panamá y su riqueza geo-estratégica por los estadounidenses para realizar el Canal, y su compra hace un siglo por una suma irrisoria de dinero a los pusilánimes gobernantes colombianos de turno. Y recuerda todas las guerras coloniales de los siglos XIX y XX por medio de las cuales los mismos países que hoy atacan dominaron Africa, Asia, el Oriente Medio y América Latina con gobiernos de opereta subidos al trono con la ayuda de los amos.
En Egipto, Túnez y Siria si hubo rebeliones populares imparables, mediante un largo proceso de maduración en la sociedad, con manifestaciones multitudinarias intergeneracionales convocadas gracias a las nuevas tecnologías de comunicación. Sus pueblos tomaron su propio destino sin ayuda de ejércitos extranjeros ni mercenarios. En Libia, por el contrario, se trató sólo de una asonada occidental muy bien organizada en el este del país contra el tirano, que en principio se creyó triunfaría en unos cuantos días, pero se volvió más difícil de lo esperado y causó más muertos de los que pretendía evitar.
¿Habrá sido este un ensayo general para otras invasiones a países ricos del Sur que opten por vías distintas a las ordenadas? Oremos a los dioses para que este ensayo bélico occidental no se aplique de nuevo en América Latina, llena de riquezas sin fin, petróleo, minas, recursos hídricos, porque los únicos perdedores serían los pobres pueblos sufridos e inermes en cuyo nombre las potencias bombardean como en un videojuego sangriento.


miércoles, 24 de agosto de 2011

LAS NOCHES PARISINAS DE TABLADA

Por Eduardo García Aguilar


José Juan Tablada (1871-1945) es uno de los escritores mexicanos más fascinantes, ya que no sólo dejó una obra poética original sino que escribió miles de artículos y crónicas como solían hacerlo sus infatigables compañeros modernistas latinoamericanos en periódicos y revistas del continente.
La vida le deparó desde temprano viajes que lo ligaron a otras culturas como la de Japón, que visitó en 1900, Francia, donde estuvo entre 1911 y 1912, y Estados Unidos, donde vivió parte de su vida y murió este devorador de todas las cosas. En esos países se nutrió de ámbitos extraños que perfeccionaron su visión del mundo y dieron aliento a su poesía para sacarla de la retórica ambiente y proyectarla a una permanente juventud y experimentación.
En Nueva York fue uno de los centros magnéticos de la cultura latinoamericana, pues en esa metrópoli insomne tuvo acceso a todo tipo de sensaciones que alimentaron su desaforada dispersión intelectual. Pero venía de la capital mexicana, de la que siempre hablaba con nostalgia al escribir sus crónicas desde el extranjero, afectado por las noticias de la devastación provocada por los conflictos sociales y la Revolución, que llevaron a la caída del dictador Porfirio Díaz.
Como todos los modernsitas, Tablada tuvo su París y nada más curioso que leer ahora la edición original de las crónicas parisinas Los días y las noches de París, (Viuda de Ch. Bouret. México. 1918. 214 páginas), que adquirí en un acto tabladiano hace tres años en la Librería Madero, donde el poeta, con ojo avisado, nos relata los instantes vividos en la ciudad, considerada entonces la luminosa capital artística del mundo.
Relatada desde del otoño de 1911 a la primavera de 1912 en arbitrarias acuarelas que enviaba a la Revista de Revistas o en cartas y pedazos de diario donde contaba lo que veía, París se nos antoja allí mucho más cercano de lo que insinuaría el paso certero de un siglo.
Solemos los contemporáneos del siglo XXI creer que nuestros antepasados vivían un mundo atrasadísimo e ingenuo y pensamos que la supuesta modernidad desbocada de hoy es única y original. Pero basta revisar estas crónicas, que también fueron editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1988, para darnos cuenta que París ha cambiado muy poco y que sus descripciones no difieren mucho de las que hiciera un cronista latinoamericano de hoy.
Por supuesto que ahora hay muchas comodidades impensables para aquella época como los celulares, la TV, los jets, las computadoras e Internet, que muchas enfermedades están controladas y otras nuevas como el sida han surgido, pero la pobreza y la soledad, la miseria y el olvido reinan igual que entonces al lado del derroche de los privilegiados en los mismos barrios y bulevares.Los malevos descritos en su crónica Fantasmas de apaches por Tablada, quien presencia un crimen cinematográfico desde un tranvía, siguen tan presentes como antes, y en los mismos lugares de hace cien años los dandys de hoy van a tenis a Roland Garros y a las carreras de caballos de Auteuil, mientras viciosos, dealers, prostitutas, gigolós, drogadictos y ladrones pululan en Montmarte, Pigalle, Bastille o Montparnasse con idéntica intensidad que a comienzos del siglo XXI.
Cuando describe a los jóvenes artistas bohemios latinoamericanos que se hacinaban en buhardillas de nueve metros cuadrados para fumar, beber y copular en medio de la tuberculosis y la sífilis, lejos de su tierra, parece retratar a los jóvenes extranjeros y provincianos franceses actuales que hacen su París y pasan dificultades similares que sus ancestros de hace un siglo.
En la carta crónica Los luchadores vencidos, Tablada lamenta el estado del joven pintor mexicano Juan Mora que está flaco y abatido, afectado por la tisis en una buhardilla de la rue Monge, lejos de su madre lejana, pero rodeado de dos mexicanos, un artista colombiano y una pelirroja, que se reúnen para verlo mientras beben y comen charcutería y queso sobre un periódico, por lo que exclama "¡Ah, ese París, lo que le confiamos y lo que nos devuelve!".
Con Tablada descubrimos a Diego Rivera que vive en Montparnasse con Angelina Beloff, visitamos la tumba del pintor Julio Ruelas sepultado en el cementerio de Montparnasse antes de que allí se instalara también para siempre Porfirio Díaz. Y lamenta la muerte prematura de ese artista que reposa bajo la bella escultura de una hembra de mármol. Y como hoy se hace en los salones de la FIAC o en el Salón de Otoño, visitó la obra de los pintores del mundo expuestos en el Grand Palais para destacar allí el éxito del mexicano Ángel Zárraga y observar con menos entusiasmo lo expuesto por Diego Rivera y el Doctor Atl.
Y vemos a la Bella Otero o a Mistinguette actuando en los cabarets, o a la sáfica Colette en el teatro, visitamos las mismas viejas librerías y galerías del muelle Voltaire o las callejuelas de Saint Germain, Le Marais o Palais Royal, atendidas ahora por los descendientes, así como los antros de prostitutas, cabarets, bares y comederos de siempre, algunos de los cuales como Chartier, Bollinger o Polydor siguen ahí sin mucho cambio.
Tablada dedica una emocionada crónica al gran poeta argentino modernista Leopoldo Lugones, a quien visitó en su casa de Passy y con quien tuvo la fortuna de ser amigo. Así como hace décadas los latinoamericanos saludaban al superparisino Julio Cortázar, el de Rayuela, Lugones fue el gran escritor que conmovió con su sencillez a un admirativo Tablada.
Tablada vivía en una casa de estilo japonés en Coyoacán, saqueda según la leyenda por los revolucionarios. Ausente en París, se lamenta de los colgados y los fusilados dejados por la violencia en su país y que aparecen en las noticias de la prensa francesa, así como hoy se lamentaría de los ejecutados, decapatidos y deslenguados que en el México actual.
O sea que si el poeta volviera hoy a visitar la tumba de Ruelas en Montparnasse o caminara de nuevo por Campos Elíseos, Montparnasse o Bastille, comprendería que el actual mundo de guerras, atentados y crisis financieras no es menos bárbaro ni menos genial que el descrito por él hace un siglo con su escritura ágil y desordenada de lúcido viajero.

domingo, 14 de agosto de 2011

CANTINFLAS EN LA ALAMEDA

Por Eduardo García Aguilar*
Las colas eran interminables en la famosa y centenaria Alameda central cercana al Palacio de Bellas Artes, donde reposaba el cuerpo de uno de los hombres más importantes del siglo XX en México y América Latina, el maravilloso Cantinflas (1911-1993), cuyo personaje inolvidable fue y es una de las versiones hispanoamericanas del Quijote y una metáfora mordaz de la vida humana, con sus triunfos vanos y fracasos.
A lo largo de medio siglo, este hombre humilde, este peladito que se inició desde Tepito en las carpas y los burlesques de las barriadas y ascendió a la fama mundial como pocos, caracterizó el absurdo destino humano y a los personajes típicos de nuestro universo folclórico de corrupción, como presidentes, curas, militares, bandidos, policías, políticos, mafiosos y tantos otros caracteres que constituyen el ser esencial hispanoamericano desde el trascendental Quijote de la Mancha y los pícaros encabezados por el Buscón y el Lazarillo de Tormes.
De una ternura sin par y sin que fuera perseguido gracias a su popularidad, pocos lograron como él burlarse de los poderes: su sarcasmo no tenía límites al usar ese lenguaje incomprensible y barroco, sincrético, macarrónico, mordaz, con el cual curas, políticos, militares, sindicalistas corruptos "charros" y ladrones nos engañan desde hace siglos.
Y con él todos reíamos: abuelas, bisabuelas, tías, primos y niños de la ya lejana época inicial de la televisión, cuando todavía para presentar una película se debía armar un tinglado dinosáurico de proyectores y pesadas latas amenazadas siempre por la avería en las plazas de pueblo o en los viejos teatros sobrevivientes del cine mudo y los clásicos en blanco y negro, nostálgicos de Charles Chaplin, los Hermanos Marx y El Gordo y el Flaco.
En las salas de cine de todas las ciudades y pueblos latinoamericanos las colas para ir a verlo fueron siempre tan nutridas como ese día final en que su cuerpo inmortal fue llevado a esa sala de hombres ilustres vivos y muertos que es el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, situado no lejos de El Colonial y otras carpas donde al final del siglo XX seguían presentándose los héroes del burlesque semiburdelesco que hacía desternillar de risa a los amantes de lo lépero y lo obsceno, a los pobres borrachines de barriada y a los habitantes de los inquilinatos.
Nació el 12 de agosto de 1911 y murió el 20 de abril de 1993, cuando se paralizaron México y América Latina enteros para rendirle homenaje a su ídolo. Bajo la llovizna la gente esperaba todas las horas necesarias en un silencio casi espectral que se observaba desde las alturas de la Torre Latinoamericana, y ese era el silencio de la gente del pueblo, las tías, abuelas, madres, hijos, padres, niños provenientes de todos los puntos cardinales de la urbe metálica: la familia continental en pleno. Ahí estaban de pie con sus bolsas llenas de tacos, tamales y refrescos, hasta que por fin accedían al Palacio a inclinarse ante su féretro. Y así fue hasta que por fin se lo llevaron al Panteón Español, lo que parecía mentira para quienes lo creían inmortal. Un pueblo entero quedaba huérfano.
En toda América Latina nos reíamos con Tintán, Clavillazo, Viruta y Capulina, con Sara García, pero nadie igual a él, con esa malicia ladina del que todo lo dice sin decir nada. Su sola aparición en la pantalla ya nos emocionaba y nos hacía estallar de risa, su lenguaje llegaba a todo el continente como la metáfora del absurdo novelesco de nuestra existencia. Diríase que Diógenes Bravo, Úrsulo, Sócrates García, el padre Sebas, Fidencio Barrenillo, Lopitos, Rogaciano, Feliciano Calloso, el portero, el piloto inocente, son los verdaderos personajes de la gran novela latinoamericana surgidos desde México. Habría que reunirlos a todos y ellos solos se encargarían de hacer palidecer las mejores novelas y obras coronadas, pues su autenticidad no tiene límites. Oir, ver y reir, he ahí el asunto primordial.
Un año antes, el día de su cumpleaños, hablé con él por teléfono para pedirle declaraciones. Al otro lado del auricular la voz del mito se escuchaba en esa oficina de un decadente viejo edificio de Insurgentes donde tenía su oficina. Se oía el cruce de los autos afuera, en medio del polvo, en ese rincón detenido del progreso mexicano donde se había refugiado entre las Colonias Roma y la Condesa. Lo había visto alguna veces desde lejos en medio del ajetreo de la gloria y la prensa y desde niño en el cine, pero otra cosa era escucharlo al otro lado del teléfono tratando de responder con chistes malos e incomprensibles a mis preguntas con la amabilidad y generosidad del senecto humorista que se acercaba al final. Le seguí la corriente un buen rato, pues sabía que estaba hablando con la historia.
Cómo olvidar en blanco y negro Ahí está el detalle (1940), Gran Hotel (1944), A volar joven (1947), El supersabio (1948), El bombero atómico (1950), Abajo el telón (1954), Si yo fuera diputado (1951), Entrega inmediata (1963), vistas en el viejo teatro Olympia de mi ciudad natal Manizales, a las que siguieron las películas a color, tal vez menos logradas, como La vuelta al mundo en ochenta dias (1956), Sube y baja (1958), El Padrecito (1964), Su excelencia (1966), El profe (1970) y El Quijote cabalga de nuevo (1972), entre otras muchas. En esos filmes todo el continente aprendió a conocer los profundos laberintos humanos, políticos, sociales y culturales de un país que ha sido y sigue siendo el hermano mayor de América Latina, como múltiple civilización prehispánica y Nueva España que fue, así como vecino del Imperio que lo desmembró y lo devoró, pero que al fin vuelve tal vez a ser conquistado por estas lenguas y este sentido de la autoburla y la irrisión que nos domina, en una comedia interminable de caudillos, dictadores, mafiosos y autoridades corruptas.
Habría que haber visto a esa muchedumbre en las interminables colas de la Alameda Central para comprender el amor de todo un pueblo por quien supo representar sus miserias y expectativas y decir en voz alta, a través de la risa, la profunda indiferencia que sienten los de abajo por quienes los dominan y los explotan a lo largo de vidas anónimas, dominadas por la carencia, la desesperanza y la lucha. Con Cantinflas el mundo se ponía al revés y el pelado era el rey, el "chato" verdadero que nutre y hace la cultura de un país y lo hace vivir a pesar de su vampiros multinacionales.




*En el centenario del nacimiento de Cantinflas

lunes, 8 de agosto de 2011

LA ÚLTIMA ODISEA DE KUBRICK

Por Eduardo García Aguilar
Las máscaras utilizadas en la orgía de Eyes Wide Shut (1999), la escafandra del astronauta y el disfraz del gorila inteligente de 2001 : Odisea del espacio (1968), los muebles psico-eróticos del bar de Naranja Mecánica (1972), la falda y el sofá amoroso de Lolita (1962), las prendas romanas lucidas por gladiadores y patricios romanos en Espartaco (1960), todos los objetos posibles estaban reunidos en la espléndida exposición sobre la obra total del gran cineasta Stanley Kubrick, que acaba de concluir en la Cinemateca francesa de Bercy, en París.
La exposición ha recorrido el mundo y para esta ocasión las autoridades cinematográficas tuvieron que destinar los últimos dos pisos del extraño edificio moderno de Geary, donde antes funcionó por décadas el Centro americano. La zona se ha convertido en uno de los más novedosos recodos futuristas de la ciudad, pues a un lado está el gran coliseo verde prado de Bercy, donde ocurren todos los conciertos de las estrellas del pop y al otro, la dúctil pasarela Simone de Beauvoir que conduce sobre el Sena hasta la Biblioteca Nacional François Mitterrand, enorme reproducción de cuatro libros abiertos en vidrio y metal donde están archivadas todas las referencias bibliográficas.
Desde un ámbito amplio, aireado, lleno de espacios verdes junto al río, el cinéfilo se introduce al retorcido edificio de Geary y toma el ascensor que lo llevará a encontarse con el mundo excéntrico de Kubrick. Una perfecta escenografía para llegar al universo siempre moderno, inaqietante, desestabilizador, del neurótico cineasta neoyorkino adoptado por Londres, cuya obra escasa y minuciosa ha adquirido el cáracter de un símbolo del siglo XX proyectado hacia otros siglos, como si ya desde antes, cuando empezó de adolescente en 1941 a tomar fotos periodísticas para la revista Look, tuviera claro su designio de mirada única.
En la primera sala estrecha, donde el público se presiona como sardinas en medio del sopor veraniego, se ven la vieja silla del director, la oxidada cámara cinematográfica portátil de los corresponsales de guerra, la máquina de escribir modelo Lettera de sus scripts y varios documentos de los inicios de su carrera cinematográfica dedicada a hacer películas negras de bajo rango que, sin embargo, ya tenían en sus imágenes y mundos gangsteriles la extrañeza de su talento. En las pantallas vemos escenas de un asesinato en un hipódromo o la riña de un boxeador con su amada y el amante de su novia en sórdidos ambientes neoyorkinos que nos revelan el ángulo visual y moral de Kubrick. Aquí se proyectan imágenes de Miedo y deseo (1953), El beso del asesino (1955) y La Ultima razzia (1956), al lado de cartas conflictivas con productores, contratos, guiones escritos a máquina y subrayados, facturas. Una inmersión en blanco y negro de los años 50, donde ya se perfila la explosión estética y cultural de los 60, algo que sólo ocurre una vez cada siglo.
Luego pasamos a la sala de El Sendero de la gloria (1957), película sobre los horrores de la Primera Guerra mundial, primera en convertirse en obra de culto prohibida porque planteaba en su momento problemas en torno a la ética militar y cuestionaba lo castrense en tiempos de airados patriotismos, macartismo y persecución implacable de disidentes a uno y otro lado de la Cortina de hierro, en medio de un balet de espías y sórdidas tramas. Kirk Douglas aparece en la pantalla representando a ese militar que se enfrenta a sus jefes y defiende a sus reclutas, y luego vemos una y otra vez la escena del fusilamiento de soldados inocentes que sólo fueron chivos expiatorios de una máquina trituradora de humanidades.
Lolita (1962) nos recibe después con la ligereza de su precoz libertad, metáfora de la pronta liberación que traerá la generación del Peace and Love y el hippismo. Todavía estamos en un mundo de conveniencias y formalismos, pero ella ya se ha liberado. Sue Lyon, la actriz de 14 años, aplastada para siempre por este personaje, se nos aparece en las pantallas mascando chicle y mostrando su cuerpo al viejo seducido Humbert Humbert. En la sala sentimos la presencia de Valdimir Nabokov cuando observamos tirado por ahí como una mariposa el traje de seda de la niña o sus muñecas probables junto a un sofá rojo de amor con forma de labios.
Y de repente, en otro mundo, accedemos a tres salas que reúnen objetos, maquetas, trajes de tres obras maestras de una desatada modernidad apocalíptica: Doctor Folamour (1964), 2001: Odisea del Espacio (1968) y Naranja mecánica (1972), emblemas de una década que salta excepcional sobre todas las otras del siglo y que Kubrik vivió más como precursor lúcido lanzado a los extremos que como simple protagonista. Tres obras maestras donde confluyen los fantasmas de la deflagración inminente y el fin ineluctable de la humanidad. Kubrick coleccionaba todas las escenografías, utilerías, vestimentas, documentos burocráticos y por eso palpamos en la exposición la penumbra y los diseños dieciochescos de Barry Lindon (1975), los espacios laberínticos de la locura en Shinning (1980), o la reincidencia en el cuestionamiento militar en Full Metal Jacket (1987).
Y como en un maratón desembocamos luego en el amplio espacio de la que creyó su obra maestra, la perversa Eyes Wide Shut, antes de admirar las salas dedicadas a filmes que programó y casi filma, como Napoleon y Aryan Papers, pero no fueron posibles aunque les hubiese dedicado con su manía iluminada lustros de su vida y millones de dólares de pre-producción. Ha terminado el viaje y para concluir la tarde, cuando salimos de nuevo a esos amplios espacios futuristas de Bercy inundados de jóvenes turistas, creemos ser partícipes de la filmación de una nueva película dirigida por Kubrick desde el más allá y pensamos que somos sólo extras perdidos en medio de una trama impredecible y perversa que nos está devorando.

martes, 2 de agosto de 2011

RÉQUIEM CARNAVALESCO PARA EL GRAN JOE ARROYO

Por Eduardo García Aguilar
La muerte de Joe Arroyo de repente nos lleva a reflexionar sobre la colombianitud o la colombianidad. Desde la lejanía de la diáspora en donde transcurrimos tal vez cinco o seis millones de colombianos, las reacciones fueron unánimes en Estados Unidos, Canadá, Francia, Nueva Zelanda, Australia, Argentina, Estocolmo, Roma, México y Londres. En muchas casas de colombianos del extranjero, y con cualquier motivo, esta semana fue de encuentros celebratorios de su genio y su largo camino, que deja una impronta imborrable en la historia popular colombiana contemporánea.
Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero, realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos, la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos, sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción, algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador. Hacía tiempo no oía hablar de esa esa ceremonia a la que acceden los héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui (1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la luminosidad azulosa y múltiple de los rayos laser proyectados por los luminutécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico, castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño, payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camadulero, beato, reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos. García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la univerzalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquimíco la mezcla de ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de los vinos, los concelebrantes mencionabamos a Úrsula o a Melaquíades o a Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendia o a Eréndira, como si fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos, vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para vivir y darnos vida nada más.