lunes, 25 de julio de 2011

TERROR EN OSLO

Por Eduardo García Aguilar

Nunca imaginaron los lejanos noruegos, cercanos al Polo Norte, habitantes de un país de paisajes idílicos nórdicos, lejos del mundanal ruido de las guerras europeas, africanas, asiáticas, latinoamericanas y estadounidenses, que su propio corazón sería devastado como si se tratara de Nueva York, Trípoli, Bagdad, Kabul, Madrid, Islamabad o Bogotá y que el mundo vería aterrorizado el humeante centro de la ciudad recién impactada por la locura de los fanáticos.
Adolescentes de una belleza escalofriante, casi mudas, eran interrogadas en medio de los escombros del centro de Oslo, mientras no lejos de allí se recuperaban casi cien cadáveres de inocentes jóvenes que participaban en un campamento del Partido laborista, en una isla de sueño donde se veían las coloridas carpas instaladas para la fiesta veraniega.
Está tan lejos Noruega hacia el Polo Norte, que países como Francia, Italia, Grecia o España pueden parecer zonas africanas pobladas por bronceados aborígenes que en el imaginario de los habitantes del hielo suelen aplicarse a la estafa y a la guerra con la misma ligereza que a la vagancia.
Nunca imaginaron los noruegos que hasta allí donde cada año desfilan los galardonados por el Premio Nobel de la paz --algunos de los cuales, y a veces la mayoría por desgracia, no se caracterizan por buscarla sino por propiciarla--, llegaría esta locura generalizada de usar explosivos y armas como en videojuegos o películas bélicas para cometer masacres y genocidios e imponer la ley del más fuerte.
Hasta esas lejanías que parecían a salvo, ha llegado el fuego del apocalipsis y en la paz de una tarde veraniega los pacíficos habitantes que cruzan en bicicleta, vestidos de la manera más sencilla y ecológica, se vieron de repente saliendo despavoridos y ensangrentados de los edificios de gobierno, aturdidos por la explosión de las bombas como si estuvieran en Trípoli o Bagdad.
Y lo peor, familias enteras lloran este fin de semana la absurda masacre de muchachos que en el verano acampaban para debatir ideas del Partido Laborista en torno al futuro de su país. El primer ministro y su ministro de Justicia, que escaparon a la deflagración, afrontaron a la prensa inermes, sin poder explicar lo inexplicable, sorprendidos por la magnitud de la catástrofe y conscientes de la ingenuidad de sus servicios de inteligencia o sus fuerzas policiacas, ajenas a la guerra que corroe el mundo en la tierra caliente, y en la que ellos participan a control remoto, desde un país de glaciares, ballenas e inmensos pozos petroleros que hacen de su patria una rica zona donde la pobeza no existe. Los muchachos laboristas fueron ejecutados, fusilados a sangre fría como suelen morir los inocentes en las guerras que corroen a México, Libia, Afganistán, Somalia, Siria, Pakistán, Costa de Marfil o Colombia.
Sea la obra de un loco solitario o de una organización criminal, la tragedia hace parte del medio ambiente o del « miedo » ambiente que se apodera del planeta, huérfano ahora de la Guerra Fría donde los bandos estaban claramente identificados: a un lado Estados Unidos y sus aliados y al otro la Unión Sovietica y los suyos.
Desde el derrumbe de la cortina de hierro y el fin de la hegemonía soviética sobre amplios espacios del Tercer Mundo, la caja de pandora de las sectas fanáticas descontroladas y la criminalidad común dedicada a todo tipo de tráficos, desde drogas y armas hasta seres humanos, ha tomado la delantera cual hidra que aparece aquí y se difumina allá como en las peores películas de ciencia ficción.
Poco a poco el mundo se vuelve un solo escenario globalizado de caos donde se pesca en río revuelto. Arriba están las fuerzas financieras de la especulación mundial, secretas, oscuras e insaciables, que manejando sumas astronómicas y virtuales pueden desestabilizar a un país o un continente con sólo pulsar una tecla y dejar en la ruina a millones de ciudadanos inermes. Como un agujero negro, esas fuerza devoran los recursos de los países, que en vez de acudir a solucionar el hambre y la enfermedad del Tercer Mundo destinan sumas fantásticas a salvar siempre a los ladrones de cuello blanco que son los bancos, con sus estafas oficiales.
Al otro lado está la industria armamentista, cuya finalidad única es crear y perpetuar las guerras para proteger el negocio. Por eso se inventaron la innecesaria guerra de Irak y mantienen ahora las de Afganistán y de Libia, que son sólo un largo ballet publicitario de armas para futuras guerras. Y en medio de esas dos fuerzas prolifera el fabuloso negocio del narcotráfico que se sostiene gracias a una absurda prohibición mundial que llena las cárceles de pequeños traficantes y vuelve el mundo una inmensa lavandería de dinero sucio y de guerras de gangs para los que la vida no vale nada, como se dice en las canciones rancheras.
De todo eso parecía a salvo Noruega, miembro activo de la OTAN que defiende la caza de ballenas y tiene ingentes recursos petroleros. Pero aunque los atentados de Oslo hubieran sido realizados sólo por un locco, ese loco habría actuado como el zombie de la uniformización mediática que hace de todos nosotros personajes virtuales y víctimas colaterales de un inmenso videojuego sangriento de intereses financieros y bélicos, cuyas raíces secretas ignoramos.

lunes, 18 de julio de 2011

EL LEVIATÁN DE KAPOOR EN EL GRAND PALAIS

Por Eduardo García Aguilar
Durante un mes, en el marco del programa anual Monumenta, del 11 de mayo al 23 de junio, estuvo expuesto al interior del gigantesco Grand Palais de París el inquietante Leviatán de Anish Kapoor, artista indio nacido en Bombay en 1954, quien reside en Londres desde 1970, ha sido ganador del Turner Prize y adquirió ya un sólido prestigio como escultor en el campo de las artes plásticas con sus exposiciones en los museos Guggenheim, Tate Modern y en la Royal Academy of Arts.
Cada año, al final de la primavera, Monumenta convoca a un artista consagrado para que haga una proposición monumental e inédita al interior de la imponente estructura férrea, una obra Art Nouveau de 13.500 metros cuadrados, construida con motivo de la Exposición Universal de 1900, convocada para dar paso al siglo XXI y mostrar de nuevo el poder estético y maleable del hierro. Ese noble y rudo material reinó a lo largo del siglo XIX, mientras el mundo se industrializaba, y se rompían las barreras del tiempo y el espacio bajo la impronta de los incontenibles dioses del capital, la guerra y el progreso.
Por si solo el Gran Palais es una obra extarordinaria y culminante del Art Nouveau, hermana de la torre Eiffel (1889) y otras estructuras de hierro de la época que combinaron la piedra, el hierro y a veces el vidrio, como los múltiples edificios, palacios, monumentos, mercados, estaciones de ferrocarril que proliferaron en muchas partes del mundo de manos de los discípulos de Eiffel, y fueron el signo de la modernidad de su tiempo.
Adentro, si el espacio está vacío, el espectador queda maravillado por la luminosidad que cruza a través de las vidrieras interminables de las enormes cúpulas de la nave central de 200 metros de largo y 45 de alto, que flotan en el espacio, no lejos del río y en una de las zonas más espaciosas de la ciudad, entre la avenida de los Campos Elíseos y el Sena. Las sombras de esas dúctiles estructuras metálicas hacen del Grand Palais una obra de arte en transformación permanente y ahora, después de la minuciosa restauración practicada durante la primera década del siglo XXI uno viaja en el tiempo y se siente transportado a esos años dominados por los impresionistas.
Adentro y afuera de este monumento se viaja a los plácidos tiempos de la Belle Époque, tan bien relatados por Marcel Proust en su obra monumental En busca del tiempo perdido. Estamos en una época de relativa paz, entre guerras atroces y a tres lustros de que estalle la terrible Primera Guerra Mundial donde se experimentaron las más atroces armas que causaron la pulverización de todas las artes.
Para desplegarse en ese inmenso espacio y ser modernos y arcaicos a ultranza dentro de la estructura, cuatro artistas han acudido a esta cita. Primero fue el alemán Anselm Kieffer, luego el estadounidense Richard Serra, el francés Christian Boltaski y ahora Kapoor, que atrajo a casi 280.000 espectadores. Kiefer nos llevó al apocalipsis y su obra nos introdujo a lo que será el mundo después de la deflagración. Boltaski nos transportó a la máquina industrial de la muerte a través de los restos anónimos y silentes de los deportados y los gaseados en los campos de concentración. Kapoor ahora nos interroga sobre la vida dentro de la matriz.
Del color de la berenjena y enorme versión tripartita y anómala de la misma, la obra de Kapoor fue inflada al interior del espacio cual globo aerostático construido con materiales plásticos traslúcidos y sugiere a primera vista una criatura viva y palpitante proveniente de un enorme planeta lejano. El Leviatán de Kapoor (http://www.monumenta.com/) es un ser vivo, una « cosa » que pudo haber llegado en forma de bacteria o embrión y crecido en la tierra y a la que los terrícolas nos acercamos con temor y fascinación. El público inerme, temeroso, corderil, rodea el objeto, el monstruo, la presencia, la masa, el tumor, la excrecencia monumental, la rodea, se interroga, palpa la superficie plástica, trata de adivinar sus costuras, calibrar su tamaño.
La criatura de Kapoor llegó y estuvo ahí en silencio durante mes y medio. La gente hizo cola frente a una pequeña escotilla con puertas giratorias para acceder al vientre del monstruo tras observarlo por fuera. Y se preguntó : ¿Que habrá allí adentro? ¿Que nos ocurrirá?¿Saldremos transformados? ¿Seremos devorados como Job por la ballena bíblica? ¿Tendremos una revelación? Y la respuesta fue todo y nada a la vez, al experimentar la sensación intrauterina y palpar de nuevo la incógnita y la fragilidad del planeta y de la vida.
Adentro hubo estupor. Bellas lesbianas se tomaron de la mano y se besaron, ancianos permanecieron encorvados hombro a hombro, reflexionando sobre su muerte inminente, los niños cesaron de jugar y volvieron al embrión. Otros se desearon en silencio. Hubo susurros en todas las lenguas. Sólo faltó el líquido amniótico para volver al origen. Y la bomba y el crimen. El Leviatán de Kapoor nos volvió a enseñar la fragilidad del planeta tierra y la insignificancia fugaz de los animales que vivimos y morimos en él.




* Publicado el 3 de julio de 2011 en Excélsior, México D.F (Sección expresiones)




sábado, 9 de julio de 2011

EL ATLANTIS Y UN POCO DE CIENCIA FICCIÓN

Por Eduardo García Aguilar
El 20 de julio, con el regreso a tierra del último Atlantis, habrá terminado, 30 años después de su inicio, la era espacial de los transbordadores, que sucedieron sin mucha gloria y con dos notorias tragedias, a las históricas naves Apolo, que llevaron a hombre a la Luna, propulsadas por el cohete Saturno desde Cabo Canaveral.
En una sola década el hombre logró cumplir el objetivo de llegar al espacio y además alejarse de la tierra y llegar al satélite por medio de una proeza tecnológica que enorgulleció por un momento al hombre, en medio de la competencia provocada por la guerra fría entre las dos superpotencias, la Unión Soviética y Estados Unidos.
Ahora la prioridad será llegar a Marte en unas décadas, pero ya no como un desafío nacional estadounidense, sino como un objetivo conjunto de varias potencias mundiales y capitales privados capaces de reunir de manera conjunta las ingentes sumas necesarias para cumplir ese nuevo sueño de la humanidad, que augura la explotación de inagotables recursos naturales en los planetas cercanos del sistema solar.
Dentro de poco el planeta llegará a la temible cifra de 7000 millones de habitantes, lo que augura años futuros difíciles para la humanidad, que se ha convertido en una especie depredadora del planeta que amenaza la sobrevivencia de la especie y su hábitat.
El crecimiento desbordado de la humanidad terminará por crear tarde o temprano no sólo un colpaso alimentario, sino la destrucción de la naturaleza misma, los bosques, las riquezas minerales, el agotamiento del agua dulce, los hidrocarburos, el fin de los polos glaciales y tal vez, si creemos las predicciones de oficinas especializadas, un dramatico calentamiento global de la temperatura que aumentará las catástrofes y desencadenará la furia apocaliptica de tormentas, inundaciones, ciclones y deslizamientos que se unirán al ineluctable movimiento catastrófico de la corteza terrestre, cuyo mapa de océanos y continentes se encuentra siempre en cambio permanente.
No sabemos como concluirá finalmente esa guerra ciega entre los hombres y el planeta, entre la humanidad y la naturaleza circundante. Cuando llegue la tierra a los 9000 millones de habitantes, en este mismo siglo, no sabemos el rumbo que tomará el planeta. No sabemos si la naturaleza decidirá deshacerse de este huésped incómodo y voraz como en otras ocasiones se deshizo de especies nocivas o si finalmente el hombre terminará autodestruyéndose y dejando el globo convertido en una zona semidesértica donde sólo sobrevivirán los que siempre la han habitado, como cucarachas, ratones, bacterias y microbios. Tal vez millones de años después los huesos del hombre serán para los arqueólogos imaginarios remanentes de una especie extinguida, como miles y tal vez millones de otras especies huéspedes anteriores del planeta antes de desaparecer.
Tampoco sabemos si por el contrario y felizmente el hombre futuro avanzará en sus espectaculares descubrimientos hasta solucionar los problemas más acuciantes, como son la alimentación y el agua, liberando así a la humanidad de la esclavitud de ganarse el pan con el sudor de la frente y conduciéndola a dedicarse en exclusiva a la investigación y el saber y a esforzarse en un impulso ecologista auténtico por salvar el planeta, agredido de manera infame en siglos de era industrial. En ese caso la humanidad entera podrá parecerse a una especie jubilada que se dedica a crear inimaginables potencialidades y a viajar a otros planetas para extraer de allí riquezas, mientras la tierra recobra su vitalidad. No sabemos bajo que tipo de regímenes globalizados se instaurará entonces esa era de progreso y abundancia.
Pienso en todo esto como un homenaje al niño que se fascinaba por los avances de la era espacial de los años 60, con los primeros hombres en el espacio, Yuri Gagarin y John Glenn, y el impulso dado a la era espacial bajo el gobierno de John Fitzgerald Kennedy, antes de ser asesinado por Lee Harvey Oswald en 1963, en Dallas (Texas). Y luego, las proezas de las naves Géminis y Soyúz y el lento preparativo de los astronautas estadounidenses liderados por Neil Armstrong para el viaje a la Luna, que fue coronado con éxito en julio de 1969.
Desde ese punto climático de la llegada del hombre a la Luna y la exploración de la superficie lunar en otros viajes más complejos, cuyas imágenes todos observamos en directo en el mundo como un augurio del futuro, la conquista espacial fue perdiendo espectacularidad y se volvió rutinaria. Ahora Estados Unidos tendrá que utilizar las naves rusas para ir a la Estación Espacial, mientras inventa una nueva nave o participa colectivamente en la creación de la misma con otros países. Nuevos invitados al selecto club espacial han realizado grandes avances como Francia, India, Japón y China.
Pero nada igualará a la conquista de la Luna, a los emocionantes pasos de Neil Armstrong y los otros astronautas que lo sucedieron en la superficie del satélite. Mientras tanto, después de la despedida del Atlantis, sólo nos queda de nuevo la imaginación del precursor Julio Verne, el autor sorprendente del libro de "La Tierra a la Luna" y otros autores de ciencia ficción o cineastas cruciales como Stanley Kubrik y su inolvidable 2001 Odisea del Espacio, con quienes podemos especular hasta el cansancio sobre el futuro de la humanidad y del planeta, en lejanos tiempos que no tendremos la fortuna de conocer.