sábado, 23 de abril de 2011

NOVELA, EXITO Y PODER

Por Eduardo García Aguilar


La novela es un género literario que logró su máxima expresión en el siglo XIX, durante la expansión burguesa e industrial europea y norteamericana, y se desplegó con todas sus fuerzas en el mundo gracias a su estrecha relación con el poder, el dinero, la utilidad, la energía, la cantidad, lo rentable, lo palpable, el éxito y la fama, que son elementos básicos de la época en que vivimos.
Un novelista es grande porque batalla para construir él solo un mundo dentro del propio mundo, dándole vida propia y haciendo que al interior del volumen que abrimos en las noches de insomnio ocurran miles de cosas y se escuche el interminable bullicio de las muchedumbres y los siglos entre músicas, olores, dolores, llantos, triunfos, sentimientos, muerte.
Suelen coincidir los grandes novelistas en considerar que la novela, además de talento, exige más que todo gran capacidad de trabajo y paciencia infinita. No necesariamente los escritores más talentosos crean una vasta obra novelística, porque muchos fallan con su locura en el lado terrenal del trabajo y la tenacidad, que es la madera de los grandes empresarios, constructores y políticos.
A veces un escritor de talento mediocre, pero con gran capacidad de trabajo puesta al servicio de una historia, puede lograr la proeza de crear un mundo dentro del mundo. Y muchas veces los fantasmas, dudas y fracturas profundas hacen que un gran talento sea incapaz de controlar el río desbordado de sus sentimientos y fracase en el intento, sumido en un inexplicable e injusto mutismo.
En la historia de la novelística hay amplios cementerios de talentos traicionados por sus propias debilidades, de grandes autores muertos en plena batalla, incapaces de terminar los edificios y pirámides que habían iniciado con el ímpetu de sus ambiciones juveniles. Y en el prontuario del éxito hay muchos talentos medianos, que a fuerza de aplicar el hacha día a día, bajo el sol, a fuerza de sudor y tenaces sufrimientos y privaciones de años, logran derribar la selva y abrir espacios antes impenetrables que conducen al puerto, a las ciudades soñadas.
Todos los novelistas saben que ese género requiere un 5% de talento y 95% de trabajo. Sin ese 95% de trabajo empecinado del aserrador y el labriego ninguna gran idea, ningún proyecto, ninguna historia, logra revelarse y concretarse en libro. El poeta puede fracasar, su esencia y sus triunfos están compuestos de fracaso, derrota, inocencia, indiferencia, generosidad, mientras el novelista está condenado a buscar el triunfo y su combate se da hasta el último suspiro, pierda o gane, obtenga o no el reconocimiento de sus contemporáneos.
Como un empresario, el novelista trabaja miles de horas, años, domando con su palabra un mundo lleno personajes, muchedumbres, paisajes y ciudades donde suceden cosas y se oponen fuerzas múltiples. El novelista coordina y equilibra con tenacidad ejemplares las fuerzas centrífugas que pueden escapársele de la obra o arruinarla si no hallan los cauces necesarios para desplegar la energía que anima el proyecto. El novelista tiene que ser un gran jefe y poseer la minuciosidad balzaciana del experto contable, que tiene en mente todos los hilos secretos del negocio controlados de atrás para adelante y debe unificarlos para lograr el objetivo de sacar el producto al mercado y conquistar el mundo.
Por el contrario, el poeta vive en el ocio, la contemplación, el ensimismamiento, pues jamás podrá vivir de sus versos u obtener de ellos recompensa económica alguna. A un gran poeta pueden bastarle unas cuantas decenas de poemas escritos a lo largo de la vida, pues se considera que la proliferacion devalúa el mensaje de su palabra. El poeta está anclado a la vida, trabaja como cualquier otro ciudadano y en algunos instantes epifánicos escribe los textos que nos fascinan. El poeta es un medium, la poesía es su vida, la lleva adentro, es transparente y anónimo. Es el vecino de al lado.
En cambio al escribir novelas, desplegando su energía protéica, el escritor adquiere notabilidad en la sociedad y en algunos casos dinero o representatividad política. La sociedad lo premia por ese esfuerzo extraordinario, muscular, de crear obras con tenacidad y munuciosidad de relojero. El novelista es un gran deportista. Es notable como el político o el empresario y admirado porque emprende una tarea titánica a lo largo de muchos años de soledad. Y para conservar su lugar en el mundo, tiene que estar presente cada año con nuevas obras o debe opinar sobre política, guerras, religiones. El novelista es un demagogo. Siempre estará listo a subir a la tribuna para encender al pueblo y recibir ovaciones. El novelista expresa la fuerza de naciones, continentes, lenguas, ideologías, como Tolstoi, Dickens o Victor Hugo. El poeta sólo expresa los misterios del ser.
Vivimos en una época en que un escritor puede ser muy famoso sin ser leído e incluso sin escribir sus libros, pues ese trabajo se lo hacen los "ghost writers". Ser escritor es ahora sólo una "etiqueta" social, que puede llegar a ser muy rentable. Por eso es delicioso el estoico anonimato y el goce de vivir la literatura de los estetas, sin angustiarse por el poder, la competencia, el reconocimiento y la inútil fama.
Ningún escritor llega ahora a ser tan importante como un futbolista o un cantante pop. El modelo clásico o romántico o maldito de escritor, cuyo auge se vivió en los siglos XIX y XX, ha terminado. A través de la red hemos llegado a un verdadero comunismo literario. Todos los internautas son escritores de una fenomenal obra colectiva que de todas maneras irá al olvido por efecto de la proliferación, aplastada en si misma como un hueco negro. !La novela ha muerto! !Viva la novela!.
Como buen tendero, industrial o exportador, el novelista acumula materiales, intercambia, invierte, ahorra, genera prosperidad, trama estrategias de seducción del público y de los poderosos que le llevarán y lo acompañarán en el éxito. Si no lo hace desaparece.
Por eso admiramos a Tolstoi, Dostoievsky, Balzac, Zola, Melville, Conrad, Mark Twain, Miguel Angel Asturias, Gabriel García Márquez, Joseph Roth, Thomas Mann, Scott Fitzgerald, Truman Capote, Jorge Amado o Alejo Carpentier, entre otros muchos novelistas de los últimos dos siglos. Mientras nuestra época industrial perviva, ellos pervivirán. En cada novelista de hoy y de ayer se esconde siempre un Quijote aburguesado.


domingo, 17 de abril de 2011

LEGALIZAR LAS DROGAS PARA QUE CESE EL NARCOTRÁFICO


Por Eduardo García Aguilar
En los medios mundiales surgen voces respetadas que, como hace esta semana la revista británica The Economist, piden la legalización de las drogas en Estados Unidos y Europa y el mundo para que cese por fin el leviatán del narcotráfico, que domina las finanzas planetarias y desangra países enteros como Colombia y México y regiones carcomidas por la corrupción y la violencia ligada al negocio como América Central, Asia y África del oeste, entre otras.

Son decenas y decenas de miles los muertos cada año por el narcotráfico, en las zonas calientes de las ciudades y en las fronteras de los países involucrados, sin contar los policías y soldados que son lanzados a la guerra contra los capos o los jóvenes que por miles son obligados por las mafias a engrosar sus ejércitos asesinos como sicarios en Colombia, México y América Central.

Y eso sin contar que las cárceles del mundo están llenas de "mulas" y pequeños traficantes que solo hacen parte de la escala menor del negocio, cuando los verdaderos responsables andan libres. Jóvenes, amas de casa, trabajadores desempleados y pobre gente engañada y asfixiada por la pobreza llenan las cárceles del mundo y pagan largas penas por haber llevado en el vientre cápsulas del enervante, en un desperdicio de vidas totalmente absurdo que no llama a la compasión de nadie.

Los capitales fabulosos de los narcotraficantes y sus socios circulan camuflados en bancos y grupos financieros de Suiza, Europa, Estados Unidos, monarquías árabes, potencias emergentes asiáticas y paraísos fiscales con la complicidad de los grandes de este mundo. Esos dineros sirven para financiar guerras, comprar gobiernos, financiar campañas políticas, incrementar el crecimiento de la industria inmobiliaria y automovilística de lujo y lubricar el crecimiento ficticio de países que luego se hunden como España o Irlanda. La industria armamentista norteamericana se frota las manos vendiendo armas libremente a los capos.

Estados Unidos y Europa, grandes consumidores de cocaína que financian al narcotráfico, exigen a países como México y Colombia derramar la sangre de decenas de miles de sus habitantes en una guerra inútil, pues mientras haya demanda en esas grandes potencias, mientras el consumo sea generalizado entre las clases altas y se pague un alto precio por el polvo en los balnearios de lujo del Mediterráneo y en las discotecas y playas de Estados Unidos, se seguirá produciendo cocaína.

Los ejércitos del narcotráfico son a veces más poderosos que los propios países involucrados e incluso se dan el lujo de comprar presidentes, gobernadores, alcaldes y jueces. Los nuevos barones de la droga superan con creces a Al Capone y a los mafiosos que en su tiempo se enriquecieron con el tráfico del alcohol prohibido.

Cuando cesó la prohibición del alcohol cesó el poder de esas mafias. Hoy el alcohol es libre. Si se hiciera lo mismo con la cocaína y otras drogas, el consumidor o el adicto las comprará en las farmacias y los gobiernos dejarían de gastar sumas fabulosas y de ofrendar vidas en una guerra absurda ante la indiferencia de las grandes potencias consumidoras. Esas sumas desperdiciadas hoy servirían para invertir en educación y salud y mejorar la vida de millones de colombianos, mexicanos y centroamericanos.

En México, la ejecución, asfixiados con cinta adhesiva, del joven hijo del poeta católico Javier Sicilia y cuatro de sus amigos cerca de Cuernavaca, provocó una excepcional conmoción nacional, punta del iceberg de un desangre generalizado que en cuatro años ha causado la muerte de más de 40.000 mexicanos en una guerra inútil contra las mafias del narcotrafico.

En Colombia, la ejecución de una parejita de biólogos enamorados cerca de San Bernardo del Viento, en la Costa Atlántica, también provocó una especial reacción en los medios capitalinos, conmovidos por la historia de amor novelesca de estas inocentes víctimas del narcotráfico y el paramilitarismo en Colombia.

El hijo del poeta Sicilia en México y la parejita de enamorados en Colombia pertenecían a la sociedad privilegiada y hacían parte de esa nueva generación mundial de muchachos nacidos en los años 80 y 90 que tratan de comprometerse con las realidades del mundo, lejos de los tiempos de la guerra fría, utilizando conceptos de mejoría ecológica y humanística del planeta. Es una generación de nuevos idealistas que creían poder circular libremente haciendo el bien sin ser pagados con la moneda del mal.

No se trató en ambos casos de muchachos privilegiados que buscaban solo la ganancia y el poder a toda costa como los adultos, sino jóvenes que buscaban un mundo mejor sin violencia. Los colombianos asesinados solo trataban de estudiar el comportamiento de los manatíes, buscar plantas fósiles y explorar las riquezas biológicas de su fabuloso país, mientras el joven mexicano era un militante humanista como su padre el poeta.

A los primeros los acribillaron a bala cuando caminaban tomados de la mano en medio de la naturaleza paradisíaca del departamento de Córdoba y al joven Sicilia y a sus amigos los asfixiaron y los dejaron metidos en la cajuela de un vehículo abandonado, con las manos y los pies atados como si fueran ganado.

Estos jóvenes idealistas exterminados en México y Colombia por las implacables fuerzas de los narcotraficantes son el símbolo de esta guerra atroz a la que nos obligan los países consumidores. Mientras ellos consumen felices una droga prohibida, seguirán muriendo decenas de miles de miserables e inocentes en nuestros países. Hay que legalizar las drogas para que cese el tráfico apocalíptico que llena de sangre los paraísos perdidos de la tierra.

sábado, 9 de abril de 2011

LA PESADILLA DEL 9 DE ABRIL EN COLOMBIA

Por Eduardo García Aguilar
La jornada del 9 de abril de 1948, cuando mataron al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, sigue marcando 63 años después la historia de Colombia con su devastadora presencia de destrucción, intolerancia y odio.

Cada vez que en el país surgió una figura que como el « negro » Gaitán representara una alternativa distinta a los poderes bipartidistas, fue eliminada u hostigada de manera violenta, como ocurrió también con Rafael Uribe Uribe o Bernardo Jaramillo y centenares de personalidades opositoras honradas. Incluso todo un partido político, la UP, fue exterminado hace poco en su totalidad por las impunes fuerzas oscuras de la intolerancia nacional.

Como si fuera una mala pesadilla, tenemos que reconocer que el país sigue gobernado hoy en las mismas posiciones exactas por los nietos de algunos de los protagonistas del 9 de abril que partió en dos la historia del país, lo que muestra que la política colombiana sigue siendo por lo general coto vedado de la vieja oligarquía que se expresaba antes desde las trincheras de El Tiempo y El Siglo y hoy lo hace por Caracol o RCN.

Las dinastías ya hacen cola unas tras otras para subir indefinidamente al poder por los siglos de los siglos, como si los colombianos no pudiéramos asumir nuestros propios destinos. Santos, López, Gómez, Rojas, Lleras, Barco, Pastrana, Peñalosa, Turbay siguen ahí firmes en los mismos lugares de sus ancestros, mientras nuevos delfines de apellidos Galán o Gaviria se preparan ya por dictado divino para asumir ineluctablemente las riendas del poder cuando les toque el turno dentro de unos lustros. Durante ocho años tuvimos a un Santos alocado de vicepresidente y ahora a un taimado Santos como presidente. Y todo indica que ya se apresta a subir al solio de Bolívar el nieto de Lleras Restrepo.

Incluso el drama dinástico afecta hasta la propia izquierda. Los nietos del dictador Gustavo Rojas Pinilla, hijos de la famosa « Nena » Maria Eugenia, dominan el Polo Democrático y la alcaldía de Bogotá aunque gobiernen como el caballo de Calígula y hasta una López dirige el supuesto partido del pueblo.

Las principales embajadas del país son feudos de algunas familias. A los López les encanta Londres y a los Gómez les fascina París. Si Virgilio Barco fue embajador en Washington, por supuesto que su hija Carolina lo tenía que ser algún día. Si Misael Pastrana fue embajador en Washington antes de ser presidente gracias al fraude, por supuesto que su hijo Andrés tendría que ocupar esos cargos también.

Si se hace un estudio genealógico de la alta dirigencia del país, se puede llegar con toda certeza a la conclusión de que Colombia es un país incluso más dinástico que una vieja monarquía árabe o europea y que los miembros de algunas de esas familias, aunque sean casi bobos, llegarán tarde o temprano a las más altas dignidades.

No es de extrañar entonces que cuando a la « infame turba », a la « chusma », a la « ignara plebe » colombiana le mataron a su « negro » Gaitán, hijo de un librero radical de un modesto barrio bogotano, que parecía ir rumbo a ganar las elecciones presidenciales de 1950, la capital fuera devastada en una jornada de furia y destrucción. Y que sobre las ruinas humeantes de Bogotá y el cadáver de Gaitán los endogámicos máximos líderes conservadores y liberales pactaran en Palacio a cambio de « puestos » para evitar la caída del gobierno.

He revisado con atención dos libros escritos al calor de los acontecimientos por representantes de las distintas fuerzas en pugna. Uno del conservador ospinista Joaquín Estrada Monsalve, titulado « El 9 de abril en palacio. Historia de un golpe de estado » , publicado días después de la tragedia, y otro del poeta y periodista de izquierda Luis Vidales, « La insurrección desplomada. El 9 de abril, su teoría y su praxis ».

Estrada Monsalve describe con prosa clara y vívida las jornadas del 9 al 10 de abril vistas desde la óptica de Ospina Pérez, por lo que vivimos la historia minuto a minuto en medio el temor de que la « chusma » liberal se tomara el palacio.


Asistimos también al arreglo final entre líderes liberales y conservadores para salvar el pellejo. Se destaca la descripción de los protagonistas, como el frío mandatario, descendiente a su vez de presidentes, a quien uno de sus servidores, Augusto Ramírez Moreno, llegó a decirle al día siguiente que era un « semidios ». Todas las figuras aparecen en la tragicomedia : doña Berta Hernández con pistola al cinto, Guillermo León Valencia, Laureano Gómez, Darío Echandía, Carlos Lleras Restrepo, entre otros.

Luis Vidales, el famoso autor de « Suenan timbres », quien conoció a Gaitán en Europa y fue su amigo, describe por su parte al inteligente líder popular, cargado del aura extraña que lo rodeaba cuando encarnaba a su pueblo e iba rumbo a la presidencia, ante el estupor de Lleras y Santos y los conservadores. Su libro es una defensa de la desesperada plebe acéfala ante la traición de sus líderes y tras el asesinato de su caudillo.

Y al leer esos textos uno se da cuenta que el país ha cambiado muy poco. A un lado la « infame turba » decadente, manipulada, violenta, delincuencial, bandida, eterna menor de edad y al otro la inamovible nomenclatura perfumada de unas cuantas familias hereditarias, Santos, López, Gómez, Lleras, Ospina, Rojas, Barco, Turbay, Pastrana, Samper, Holguín, Galán, Gaviria y sus avorazados delfines ungidos por la gracia divina.

domingo, 3 de abril de 2011

EL FANTASMA DE JUAN RULFO

Por Eduardo García Aguilar *
La leyenda de Juan Rulfo entre los escritores de hoy y de mañana quedará fija como la de quien se rebeló con todas sus fuerzas ante la esclavitud de la imagen propia y la vanidad. Tal vez al lado de Samuel Beckett y Julien Gracq y de otros pocos, el autor mexicano se negó a subir a la carroza de la « carrera literaria », mezquino vehículo que en estos tiempos de pragmatismo comercial devora a los escritores de todo el planeta.

Que este hombre, con una enorme celebridad ganada contra viento y marea y tal vez a pesar suyo, hubiera resistido a la tentación de hacer dinero ofreciendo libros a destajo, muestra que las voces de su delirio provenían de un yacimiento muy peculiar, cuyo material sólo se revela a los más sabios, a los más auténticos escritores.

Recién llegado a México, tuve la oportunidad de encontrarlo en varias ocasiones en la cafetería y librería El Agora, solo o conversando con los meseros, y tuve también la maravillosa idea de no abordarlo para decirle cuanto su gesto marcó y marca a los escritores de mi país natal, empezando por Gabriel García Márquez, a quien Alvaro Mutis le dio a leer como ejemplo el legendario libro Perdro Páramo.

Rulfo vestía modestos trajes oscuros, el cabello cano peinado hacia atrás dejaba ver su frente blanca y a veces se le veía con unos enormes lentes oscuros de carey. Alguna vez en la mañana fuimos ambos a lo largo de varias horas los únicos clientes de esa cafetería situada en los altos de la librería de la Avenida Insurgentes y para mi aquella comunión con su presencia fue otro de esos momentos epifánicos de la vida, cuando uno sabe que la fuerza de la verdad y la autenticidad está ahí al lado.

No se trataba en mi caso de esa idolatría que ahora se impone en el mundo frente a los escritores que más venden y ganan premios, más se arrastran ante el poder y los ricos, sino la veneración hacia quien era una especie de San Francisco de la literatura latinoamericana.

Me podrán decir que estoy loco al comparar a Rulfo con San Francisco de Asís, pero no hallo otra figura con quien parangonarlo. Si el nombre de San Francisco aparece aquí para acercarnos a Rulfo es porque el verdadero escritor es siempre alguien muy cercano a la santidad y su ejercicio equiparable a la religión.

El Rulfo que yo vi aquella larga hora sin un libro ni un periódico en la mano y que sólo intercambiaba calurosas palabras con el mesero, acababa de regresar de un viaje a China y tenía la mirada perdida en una extraña placidez irónica de santo. Mientras sus contemporáneos intrigaban aquí y allá, o se lanzaban piedras o miradas de odio, o se pavoneaban buscando el poder, él no temía bajar a la realidad de esa mesa y esa cafetería, ajeno a eso que llaman « gloria ».

Rulfo se me apareció también en los sueños y lo veo nítido en una de aquellas excursiones oníricas. Estaba en una calurosa población de Brasil, tal vez Paraty, con casonas coloniales y calles empedradas y de pronto me hallaba en un cementerio. De repente se aparecía Rulfo, se sentaba a mi lado y me ponía conversación sobre algo absurdo como el color ocre de las hojas de otoño. Tenía la mirada acuosa, lejana, de quien se sabe sueño, fantasma, irrealidad, concreción mítica, imagen fantástica, cuerpo de aire o poesía. Ese encuentro es para mi tan real como si hubiera sido cierto, igual al verdadero de años antes en la cafetería El Agora, una mañana sin fecha.

Rulfo nos legó en unas cuantas páginas la gesta de esos hombres de la tierra que son y han sido los mismos desde siempre, marcados por el rezo, el miedo a la muerte, imploradores de lluvia, curadores de llagas, gimientes en la oscuridad. Ahora que he vuelto a Talpa, El llano en llamas, Diles que no me maten, Luvina, La herencia de Matilde Arcángel o Pedro Páramo, he sentido el escalofrío de saber que estuve cerca alguna vez de un escritor que se sabía ajeno a las voces que de él emergieron en las desoladas tardes de los años 50. Llanto, tierra, montaña, cordillera, tumba, herencia, padre, fusilamiento, llaga, ranas, peregrinación, oración, treno de rezanderas, enfermedad, silencio, palabras de donde nace la literatura.

Cuando murió tuve otra oportunidad de estar cerca a él. La televisión colombiana me pidió imágenes sobre el mundo del recién fallecido y entonces recorrí los sitios por donde anduvo en la capital mexicana, las librerías preferidas, las calles de barrio donde estaba su apartamento y las oficinas del Instituto Nacional Indigenista, en la Avenida Revolución, donde trabajó durante años. Entré a su oficina aún fresca de él, vi su taza de café y escuché el llanto lento de sus secretarias, que lo vieron entrar y salir de ahí, ajeno a la gloria que lo perseguía ya desde hacía décadas.

La furia del poder autocrático de un presidente que se creía Quetzaltcoatl había caído sobre Rulfo hacía unos años, por la osadía que tuvo de opinar sobre los militares.

Hoy nadie se acuerda del presidente de turno y la obra de Rulfo está cada vez más presente porque relata los sufrimientos de un pueblo que sigue y seguirá sufriendo, lejos de toda redención en la tierra. La de Rulfo es una voz que estará siempre ahí como una pirámide, una montaña, la voz que a través de un hombre del siglo XX quiso expresar la de las ánimas que poblaron esta tierra desde hace milenios y la seguirán poblando cuando ya no haya nada.


* Publicado en Excélsior, México. Domingo 3 de abril de 2011.