sábado, 6 de febrero de 2010

LOS EFECTOS DE LA PROLIFERACIÓN LITERARIA


Por Eduardo García Aguilar
La era internet ha terminado por modificar de manera profunda el estatuto del escritor al despojarlo del aura mítica que lo nimbó durante tanto tiempo, al hacer parte de una élite especializada casi inalcanzable para el resto de los mortales. Al acercar el teclado a toda la población y darle los medios electrónicos para que se exprese libremente sin redir cuentas a ningún dios o grupo de poder editorial o mediático, la red ha liberado las fuerzas de la palabra, democratizándola, desacralizándola como en su tiempo ocurrió con la Reforma protestante, que comunicó a los hombres con los dioses de manera directa, sin pasar por los tradicionales intermediarios.
La función de las editoriales se ha desacralizado a su vez al convertirse ellas claramente y sin tapujos en empresas cuyo objetivo único es la rentabilidad, lo que resta desde el punto de vista estético credibilidad a sus productos. Las editoriales no pueden publicar a todo el mundo y si escogen a uno o dos productos se ven obligadas a inflarlos por medio de comunicados de prensa y bombardeos de ruidos mediáticos. De ahí que cada nuevo autor de las editoriales comerciales sea rutinariamente presentado siempre como el nuevo genio y cada nuevo libro la gran nueva obra maestra. Ya pocos creen en la infalibilidad de esos lanzamientos, pues hacen parte de las leyes del marketing.
Quien haya publicado libros se ha visto confrontado a esa impostura, pues como en los famosos quince minutos de fama a los que todos por igual tenemos derecho, según la teoría de Andy Warhol, en las fajillas se habrá visto caracterizado como la nueva revelación, el salvador de la literatura nacional, la reencarnación contemporánea de algún crepuscular Premio Nobel patriótico. Las literaturas nacionales de hoy son grandes cementerios de geniales escritores jóvenes perecidos en el intento. Pero todo eso hace parte de la quimera, pues el gran escritor nacional decimonónico o el gran patriarca continental ha muerto como en los funerales de la mama grande.
En América Latina la era de Pablo Neruda o Miguel Angel Asturias, la era de Paz o García Márquez como patriarcas nacionales o continenales ha concluido gracias a la red internet, que terminó por hacer efímera toda gloria, diluyendo la genialidad en moléculas intercambiables y colectivas. Los grandes patriarcas literarios latinoamericanos eran gordos como batracios y lentos en sus movimientos cargados de colesterol, vanidad y soberbia. De capital en capital giraban llevando el mensaje sagrado de la latinoamericaneidad o el patriotismo, hinchando de orgullo las almas nacionales o continentales, cuando la región cargaba un aura de novedad en la repartición geopolítica de la humanidad a través de la figura crística del Che Guevara.
Incluso Jorge Luis Borges, que era el menos nacionalista y el más cosmopolita de todos los patriarcas literarios latinoamericanos, se convirtió a su vez en una deidad, una imagen de marca, especie de profeta que hacía milagros a su paso, en sus giras de capital en capital y de universidad en universidad, guiado por sus lazarillos como un Homero contemporáneo. Pero ahora un lector avisado podrá encontrar las grietas de su obra, cierta impostura en la afectación universal algo caricatural, influida por las posturas de los simbolistas franceses o los decadentes y exquisitos ingleses hijos de Oscar Wilde, con sus ocurrencias aforísticas y sus manías de dandy aristocrático. Borges fue un gran descrestador.
En la primera década del siglo XX se ha querido repetir la fórmula con el invento del chileno Roberto Bolaño, un puro producto editorial español inventado por el astuto Jorge Herralde, que tiene el mérito de llevar el joven neopatriarca embalsamado después de su muerte, como un Mio Cid que gana batallas desde ultratumba. Bolaño, que era el más escéptico y marginal de la generación de los nacidos en los años 5O, y un rebelde auténtico, impresentable en las fiestas y los cocteles, al lado de sus hermanos infrarrealistas, se reiría si viera hoy el marketing organizado en torno suyo por el agente literario norteamericano apodado El Chacal, que ahora cada año se saca un nuevo libro suyo de la manga, sin duda dictado por el muerto desde el más allá, algo parecido a lo que ocurre en Colombia con el mítico Andrés Caicedo, cuya obra aumenta cada año de manera fenomenal extraída desde su tumba o escrita por mediums en trance que reciben sus instrucciones desde el hades de los increíbles escritores muertos.
En la era de la red mundial cualquiera puede ser escritor, llegar a amplios públicos o reinar en el general anonimato. Los ejércitos literarios de hoy son vastas muchedumbres de anónimos, latentes todos ellos en la infinita red de la blogosfera, convertida en un limbo literario. Por eso es probable que el texto conquiste por fin su gratuidad como fruto máximo y más exquisito del ocio para ociosos y así, en su gratuidad, el lector anónimo, el lector rey, a su vez omnipresente y omnisciente, accederá al texto sin intermediarios editoriales, libre por fin de descubrir al azar lo sorprendente.
Y por ese camino es probable que sea necesario entonces revisar la concepción y la naturaleza de la gloria literaria, que fue en general un producto de la era romántica decimonónica nostálgica de Grecia y las gestas olímpicas, y se resiste a morir, pero cuya interminable agonía llega ya de manera ineluctable a su fin. Adiós a Lord Byron, adiós a Victor Hugo, de quienes somos hijos espirituales los latinoamericanos. Nuestros anonimatos alimentarán por fin el gran texto infinito y anónimo de la telaraña virtual. La gloria literaria radicará en decir todo y nada para nada y para nadie sin esperar mausoleos ni estatuas de mármol.