miércoles, 1 de abril de 2009

PRIMAVERA EN EL CEMENTERIO PERE LACHAISE


Por Eduardo Garcia Aguilar
Veinte adolescentes italianas inquietas se arremolinan haciendo algarabía alrededor de la tumba del periodista Victor Noir para tocar el prominente miembro de la estatua de bronce, que se insinúa entre los pliegues del pantalón esculpido por el artista Jules Delon. Hacen gestos típicos con sus manos, ríen, bromean, saltan, dejan ver su belleza mediterránea cual clones virginales de Sophia Loren y se animan entre ellas para tocar el falo del muerto que brilla de tanto ser manoseado.
Según la tonta leyenda contemporánea urdida en broma por unos estudiantes borrachos, tocar el pene semierecto de la estatua yaciente de Noir da fertilidad a las mujeres y vigor sexual a los hombres, por lo que la tumba de este hombre asesinado por el príncipe Pierre Bonaparte en 1870, lo que desencadenó la Comuna de París, es una de las más visitadas del cementerio Père Lachaise.
Al otro lado del camposanto, otro grupo de muchachas hace la fiesta junto a la tumba del rockero Jim Morrison y acarician a un desvergonzado gato café que toma el sol en una tumba vecina. El animal debe hacer su banquete diario entre los pajarillos que trinan de tumba en tumba desde la llegada de los aires primaverales. En este jueves 19 de marzo, víspera de la primavera, el famoso cementerio, que por lo regular es helado, oscuro, húmedo y tenebroso, está inundado por una luz excepcional y semicelestial que golpea por milagro todas las tumbas y callejuelas del lugar destacando sus más inéditos ángulos.
Por todas partes revolotean los pájaros que retozan y juegan felices entre los recién florecidos copos de los árboles, algunos de los cuales acaban de explotar desparramando coloridos racimos de flores. En la tumba de mármol de un artista chino alguien colocó una pirámide de naranjas y el cuadro parece una escultura minimalista que resume la esencia vital : la piedra y la fruta unidas en la eternidad y lo efímero. Es el pequeño gesto de un deudo poeta al desconocido chino nacido en 1938 y muerto en 2005 y cuyo nombre no reconocemos porque está escrito en caligrafía china de oro.
Pero es en la tumba de Alain Kardec el espiritista donde hay más flores y más gente que lo celebra en silencio, mientras ven decenas y decenas de materos de plantas florales de todos los colores y guirnaldas que manos fieles riegan día a día a lo largo del año, sin falta nunca, por lo que siempre, sea cual fuere la hora o la estación, el lugar es un jardín que celebra la reencarnación y la eternidad. Puesto que para él y sus seguidores es ineluctable la renovación permanenente, ante esta tumba se siente la alegría y el entusiasmo de la flor como metáfora de vida.
En la discreta tumba en mármol negro de Marcel Proust, que está escondida entre otras, alguien dejó una carta escrita y puso flores. Los proustianos del mundo que son muchos, los lectores de En busca del tiempo perdido, vienen con frecuencia aquí a inclinarse ante este asmático que murió joven y cuya obra pasa siempre la prueba del tiempo. En la morada final del poeta Apollinaire otro dejó una pequeña veladora que arde entre flores y mensajes dejados por lectores asiduos, incluso aquellos que admiran su secreta obra pornográfica.
Una estela maya adorna la huesa de Miguel Angel Asturias, el autor de las Leyendas de Guatemala y El señor presidente, mole indígena descubierta por sus profesores de antropologia en la Sorbona, y a quien admiradores latinoamericanos dejan siempre guijarros y pequeños mensajes. Gran errante y viajero, el Premio Nobel a quien vi una vez en mi ciudad natal Manizales siendo adolescente, Asturias reposa en este rincón de una ciudad donde vivió años felices de juventud en los tiempos de entreguerras, cuando reinaban en París Pablo Picasso, Carlos Gardel y Josephine Baker.
La de Balzac está en obras y una larga cinta anaranjada envuelve la estructura que se está desmoronando. Su famoso e inolvidable personaje Rastignac, cuando llegó joven a la ciudad, subió al Père Lachaise y desafió a la metrópoli ambicionando triunfos y glorias. Ahora el creador del joven arribista provinciano reposa en este bucólico sendero al frente del poeta suicida Gerard de Nerval y no lejos del ya olvidado poeta romántico Casimir Delavigne. En otro lado el caminante se asombra de la cómica escultura que sirve de refugio al escritor decadente Georges Rodenbach, autor de Brujas la muerta. Desde la tumba un homúnculo verde sale abriendo la lápida de piedra para salir al aire primaveral.
Este es el Père Lachaise en la primavera de 2009 : un paseo alegre al azar por largas avenidas donde nos topamos con la horrenda tumba de Oscar Wilde, mole de cemento incomprensible abrazada por los travestis del mundo y llena de besos masculinos con lápiz labial y regalos y ofrendas o el mausoleo del pintor Gericault, que tiene una reproducción en bronce de su famoso cuadro de los náufragos o la de Chopin, que es otra de las más visitadas y floridas, casi un rincón de cuento infantil de los hermanos Grimm con reloj de cucú. Y ya en la periferia la amplia franja dedicada a los judíos y opositores deportados por los nazis hacia los campos de concentración, situada al frente del camino donde reposan todos los comunistas famosos, encabezados por Henri Barbusse y Paul Eluard.
En este lugar de muertos la vida florece porque los hombres no olvidan a los artistas y a los héroes, a los malditos y a los potentados. En medio de este mar de tumbas sobresalen las oxidadas, hundidas o que se desmoronan poco a poco sobre la colina, donde se han borrado los nombres escritos entre enormes columnatas griegas dedicadas con megalomanía a familias de militares, alcaldes, gobernadores, millonarios, nobles y políticos a quienes los devoró para siempre el olvido que a su vez, tarde o temprano, nos envolverá a todos por igual. El asunto es sólo cuestión de tiempo y por eso visitar cada año el famoso Père Lachaise es buen pretexto para recordarlo.


MONTMARTRE EN LOS TIEMPOS DE UTRILLO


Por Eduardo Garcia Aguilar

El alcohólico y misántropo Mauricio Utrillo (1883-1955) se convirtió poco a poco en el más famoso pintor de la vida de Montmartre, con unas 6000 telas donde plasmó en ambientes de bruma onírica escalinatas, calles, parques, cafés y casitas típicas de la turística colina habitada por los más famosos pintores de la Escuela de París.
Era hijo de Suzanne Valadon (1865-1938), bellísima y muy humilde muchacha que se inicio a los 15 años trabajando de modelo desnuda y amante de impresionistas como Edgar Degas, Jean Renoir, Puvis de Chabannes y Toulouse Lautrec. Luego se volvió una de las pintoras más notables de su tiempo con una obra escasa pero admirable por su precisión e intensidad. Mujer fatal, disoluta, erotómana insaciable de cuerpo enloquecedor y además gran artista, su destino increíble podría inspirar una película de éxito con Scarlett Johanson.
En la exposición « Valadon y Utrillo, del Impresionismo a la Escuela de París » se ven por vez primera juntas las obras de madre e hijo en la Pinacoteca de la Plaza de la Madeleine, que ha dedicado en dos años de existencia importantes temporadas a artistas plásticos de la primera mitad del siglo XX como Soutine, Vlaminck y Modigliani.
Montmartre era en ese entonces una colina alta situada al norte de la ciudad, cuyo ambiente publerino y popular atraía a obreros, artesanos y artistas que pagaban allí bajos alquileres por sus talleres y buhardillas. En la parte baja estaban los burdeles y cabarets de Pigalle inmortalizados por Toulouse Lautrec y en la parte alta el refugio de bohemios, maleantes, prostitutas, artistas y poetas miserables, tuberculosos y sifilíticos, que se recuperaban allí de la resaca de la fiesta. El joven Picasso, Van Dongen, Braque, Modigliani y muchos otros vivieron allí en un ambiente de rumba en la primera y segunda décadas del siglo XX, junto a antros ya míticos como El Conejo Agil y el Molino de la Gallette.
Cuando esos miserables artistas pobres y borrachines se volvieron todos famosos y millonarios, el mito de Montmartre creció tanto que hoy los turistas visitan en romería incesante la plaza de Tertre donde pésimos pintores de boina, paleta y pincel al aire retratan los visitantes por unos cuantos euros. El lugar guarda su encanto con sus callejuelas empinadas y rincones bucólicos desde donde se observa al fondo la urbe luminosa. Incluso pervive en su faldas un amplio viñedo y cada año celebran una fiesta para lanzar el vino, a la que asiten las estrellas musicales del momento como la encantadora y original diva Olivia Ruiz. Y aunque ahora sólo pueden comprar allí propiedades los millonarios del mundo atraídos por un filme tan aburrido como Amelie Poulain, el lugar conmueve porque fue centro de la gran aventura artística encabezada por el genial Pablo Picasso.
Utrillo, a quien llamaban « litrillo » por su beodez, vivió traumatizado desde la infancia. Su madre no tenía mucho tiempo para él, nunca supo quien fue su padre y tuvo el apellido Utrillo gracias a un artista catalán que siendo amante de su madre se ofreció a reconocerlo. Desde muy temprano fue internado en asilos para desintoxicarse y pagaba las cuentas de bar haciendo cuadros rápidos de calles, parques y esquinas de barrio. Nadie lo tomaba en serio y para acabar de arreglar el cuadro, su madre Suzanne se enamoró de su mejor amigo, Utter, veinte años menor que la modelo de Degas.
Gracias a Utter madre e hijo establecieron contactos con el medio comprador y el hombre se convirtió en el administrador de esos dos talentos malogrados durante los largos y felices años de entreguerras. Poco a poco los cuadros de Utrillo gustaron por sus ambientes misteriosos cargados de bruma que llegaban al alma del público. Sus cuadros se vendían como pan caliente y aunque al final la calidad de Utrrillo se derrumbó, se volvió una celebridad visitada por Rita Hayworth y el Aga Khan y cortejaba por la alta sociedad parisina. El borrachín triunfó y la ciudad lo lloró cuando murió en 1955 convertido en una leyenda cargada de medallas y honores.
Poco importa ahora si sus obras tienen para la crítica la importancia estética de otros pintores revolucionarios venidos del este como Chagall, Malevich, Rodchenko y Soutine, o de los innovadores Duchamp, Brancusi, Munch y Braque. Sus obras se volvieron un fenómeno de sociedad y ellos solos encarnaron en pareja el mito figurativo de Montmartre que aún hoy fascina a los turistas. Por eso conmueve ver estas obras juntas en la penumbra de la Pinacoteca y celebrar que dos humildes y complejas personalidades despreciadas a sus inicios terminaron siendo aplaudidos.
El cuerpo desnudo y adolescente de Suzanne Valadon, que enloqueció de amor al músico Erick Satie y a otros muchos de su época, puede verse en el famoso cuadro de Degas « Después del baño » y en una foto color sepia que él le tomó para plasmar su desnudez inolvidable. Valadon será experta en desnudos luminosos y coloridos de gran factura, expuestos al lado de los impersonales ambientes de su hijo. Murió alcohólica y según la leyenda, subía clochards y maleantes a su cama en la casa de rica de la avenida Junot, en Montmartre, donde terminó sus días lejos de su hijo, un Mauricio Utrillo ya elegante, casado, estable y millonario, que se extinguió a su vez en paz en una mansión del elegante suburbio de Le Vesinet, donde pintaba en piyama con sus profundos ojos azules y su rostro arrugado de empedernido fumador.