lunes, 5 de enero de 2009

EL FUNERAL DEL SEÑOR DE LOS CIELOS


Por Eduardo García Aguilar

(Excélsior. México. 04-Ene-2009.Café París)

Yo estuve en Guamuchilito, Sinaloa, en el entierro del tenebroso Señor de los cielos el 11 de julio de 1997. Su cuerpo cruzó por la noche el enorme portalón de la hacienda familiar en una carroza de la funeraria Emaús y, de inmediato, decenas de familiares y protegidos entraron para asistir al último homenaje, en automóviles último modelo los más ricos y a pie los más pobres.

En un exuberante Lincoln color crema pasaron primero la matriarca Aurora y sus hermanas y más tarde, a pie, la tía María Juana y el cuñado Candelario, mientras la servidumbre ingresaba enormes recipientes llenos de carne, víveres, refrescos y otras viandas deliciosas para ofrecer a los invitados en la larga y tensa velada fúnebre.

Un gordo muchacho de botas rancheras y camisa estrafalaria que vendía pan en las calles de Culiacán, y por esas fechas ya era lugarteniente de la familia, organizaba la entrada de la gente y furioso observó a los periodistas que se aglutinaban junto al portalón de la Hacienda esgrimiendo sus cámaras y micrófonos.

Los incrédulos deseaban comprobar que el cuerpo del narco estaba ahí después de errar una semana de un lado para otro con su cara desfigurada, rictus espeluznante, corbata y traje oscuro. El implacable narco, jefe del cártel de Juárez, cuya identidad había sido confirmada por las autoridades, lo que no era por supuesto ninguna garantía, había muerto en misteriosas circunstancias luego de una cirugía plástica y una liposucción en un hospital de México, Distrito Federal.

Su cadáver había sido trasladado bajo una identidad falsa a Culiacán, pero su cuerpo fue “confiscado” por la policía antinarcóticos y devuelto a México, donde permaneció una semana en la morgue, mientras la agencia antidrogas estadunidense, DEA, y el gobierno polemizaban sobre su verdadera identidad y le hacían un examen genético.

Buscado durante años por el FBI, la Interpol y la policía mexicana, no se conocía su verdadero rostro ni la magnitud de su inmensa fortuna. Convertido en el enemigo público número uno, ganó su apodo celestial por su vasto imperio aéreo para introducir cocaína colombiana a Estados Unidos. Así, el joven capo, alto, blanco y de cabello claro, güero como se dice en México, se había convertido en personaje incómodo por sus complicidades en los medios políticos y en el Ejército, pues uno de sus generales, el zar antidrogas mismo, Jesús Gutiérrez Rebollo, trabajaba para él antes de ser destituido y encarcelado.

En Guamuchilito construyó una iglesia y una escuela y los vecinos nos decían que la matriarca Aurora y sus hijos dominaban la economía regional con sus temidos escoltas que cruzaban calles y carreteras, en su autos Cherokee y Lincoln último modelo, armados hasta los dientes.

Se había salvado de milagro de un atentado en el restaurante Bali Hai en la capital y vivía a salto de mata, pero siempre lograba escapar de las emboscadas con la complicidad de los policías como un héroe de película del Far West.

El cadáver del capo estaba en una sala a la entrada de la casa entre coronas mortuorias y por un momento el féretro tuvo abierta una escotilla hacia su rostro. Intenté entrar varias veces pero los familiares y doña Aurora la matriarca me lo impedían. Ningún extraño podía acercarse a ver su rostro maquillado.

Afuera la tensión reinaba, pues se decía que toda la zona estaba rodeada. Kilómetros a la redonda fuerzas especiales garantizaban la seguridad hasta el entierro y facilitaban el paso de los mafiosos y los deudos, por lo que los miembros de la prensa mexicana y de las agencias internacionales y las televisoras del mundo entero servíamos de escudo a la familia.

Allí pasamos la noche y el día siguiente y el otro esperando el entierro mientras las muchachas que organizaban la comida en amplias mesas bajo impecables toldos de recepción coqueteaban con los periodistas. Incluso sobrinas, hermanas, primas y otros familiares del capo empezaron a conversar y a intercambiar con los extraños que esperaban con cámaras, grabadoras, micrófonos o libretas de apuntes.

Al amanecer aquello parecía el alba desnuda después de una interminable fiesta feliniana. Nos levantamos de las sillas y con los ojos todavía agotados por el semisueño o el insomnio pasamos a picar algo en las mesas repletas de deliciosas carnitas, caldos, sopas, nopalitos, taquitos, frijolitos y jugos. Ya éramos familiares de la finca, deudos oficiales del capo. Incluso algunos periodistas jugaban futbolito en un extremo. Se decía que de un momento para otro podía entrar alguna policía enemiga. El cielo norteño y el campo recobraron la calma ancestral. El ganado pastaba en las inmediaciones. Una serpiente se escurrió entre la maleza. Un asno rebuznó en sonido estéreo.

Y hacia mediodía ocurrió la gran ceremonia fúnebre. En un amplio patio, atrás de la casona, la muchedumbre estaba alerta. Había más periodistas que deudos. El ataúd salió al fin de la casa y fue conducido hacia un mausoleo familiar, donde un cura oficiaba ceremonia y rociaba agua bendita. La madre, las hermanas, las sobrinas lloraban como plañideras helénicas.

¿Sería todo esto una gran comedia, la más espectacular tragedia representada por soberbios actores? ¿Yacería de verdad dentro del ataúd algún cadáver, o no sería acaso un simple muñeco de cera? ¿Sería de verdad el cuerpo del temido capo Señor de los cielos? ¿Estaríamos presenciando una gran mascarada? ¿Serían ciertas tantas lágrimas ? ¿Actuaríamos de extras en una nueva versión de la legendaria película de Francis Ford Coppola,El Padrino?

Al final, el ataúd del Señor de los cielos entró a tierra y todo terminó como por encanto. Ya en Cualiacán, por la tarde, bajo el sol canicular, fui a la capilla del santo Jesús Malverde, el milagroso santo de los sicarios y los narcos y compré un collar amuleto con el rostro del forajido bigotón enmarcado en cuero. El mismo que me protege años después a la hora de escribir sobre narcos. ¿No será él también el santo de los escritores?