lunes, 28 de diciembre de 2009

JOSÉ EMILIO PACHECO EN LA CASA SILVA


Por Eduardo García Aguilar
El pasado agosto, en la penumbrosa Casa de Poesía Silva de Bogotá se presentó el poeta mexicano José Emilio Pacheco (1939), quien acaba de obtener el consagratorio Premio Cervantes, semanas después de recibir el Reina Sofía de poesía. Aquella tarde de viernes en Bogotá caminé por la séptima y luego por las calles de La Candelaria para llegar a tiempo a la casa del suicida autor de Gotas amargas y De sobremesa.
Las calles estaban llenas de gente, en las esquinas viejos cantantes de tango engominados interpretaban la Cumparsita y decenas de saltimbanquis y mimos hacían piruetas para el público vespertino de la multitudinaria Bogotá. Como muy pocas veces regreso a Colombia, me emocionaba caminar entre el gentío por la séptima, comprobando que seguía siendo el dominio de la plebe de barrios bajos y suburbios, de los desempleados y empleados modestos que se apresuran a tomar el transporte colectivo o estudiantes que se despliegan a encontrarse con amigos en alguna taberna improvisada.
Sin duda hervían también por esas calles carteristas, cuchilleros, espías del DAS y vendedores de lotería, mendigos y estudiantes pobres de universidades y colegios públicos. Y en medio de esa barahúnda, el chilango José Emilio Pacheco trataba de llegar a la Casa de Poesía Silva sorteando en el vehículo en que lo llevaban el embotellamiento infernal de las calles bogotanas.
Como yo iba a pie conmovido por el reencuentro con la entrañable Bogotá que sólo veo de cuando en vez, pude llegar a tiempo al santuario de la poesía colombiana como un caminante de los tiempos de la Gruta Simbólica de Julio Flórez, mirando con nostalgia las pequeñas fondas y las colegialas que volantoneaban por las calles de la vieja Bogotá colonial con minifaldas cuadriculadas color verde savia y camisas blancas cubiertas por un modesto suéter café. No podía perderme al poeta Pacheco en La Candelaria.
En la Casa Silva me encontré con Hugo Chaparro Valderrama y Genoveva que ya estaban en segunda fila, con la poeta bogotana Eugenia Sánchez Nieto y con Alberto y Margarita Ruy Sánchez, en primera fila, quienes esperaban al sabio mexicano. Tras una espera entró por fin Pacheco, quien con sentido de humor contó las peripecias de sortear en vehículo las intrincadas calles coloniales bogotanas parecidas a las de una agitada Shanghái de tiempos de entreguerra o una lejana Calcuta bengalí, caótica y alegre, demencial, cómica, grotesca y terrible, pero en el fondo real, surreal y llena de vida.
Pacheco, con el inconfundible rostro pálido enmarcado por gafas cuadradas de carey y el corte de pelo de eterno adolescente aplicado de los años 50, se colocó en la mesa, posó a un lado su novedoso bastón valleinclanesco, y lejos de la solemnidad que suelen agenciar los autores, distendió el ambiente con bromas y chistes para excusarse por el retardo y desde ese instante hasta al final leyó versos y prosas de sus dos últimos libros y creó un especial ambiente de informalidad agradecido por los asistentes que llenábamos la sala central y las adyacentes, en espera del “canelazo” santafereño que nunca llegó.
El autor de Morirás lejos y Batallas en el desierto obtuvo hace años el Premio de la Casa Silva, primer galardón de carácter continental que mereció cuando era sólo considerado un polígrafo, autor raro, extraño erudito rodeado de libros en su casa de la colonia Condesa de la ciudad de México, no lejos de la Capilla Alfonsina de su maestro Alfonso Reyes. Y verlo ahí esa noche de agosto entre los aires santafereños y decimonónicos nos parecía un hecho insólito, salido de la novela De sobremesa de Silva o de las historias excéntricas de Joris-Karl Huysmans, ambos autores simbolistas y decadentes. Era una lectura histórica que no se podía perder un colombiano que ama a México y a toda su profunda tradición poligráfica. Sólo faltaba la gigantesca tortuga recamada de esmeraldas de Des Esseintes.
Durante los tres lustros que viví en México comprobé que José Emilio Pacheco ha sido para los mexicanos una universidad permanente a distancia, ejercida a través de la columna semanal Inventario, publicada inicialmente en Proceso, ventana minuciosa a todas las literaturas del mundo y una revisión crítica de los autores mexicanos y latinoamericanos olvidados o por conocer. Con una prosa transparente, sin escándalos y con profunda generosidad magisterial de erudito, Inventario ha creado vocaciones entre los nuevos e incitado las curiosidades de los infectados literarios. Esperábamos cada semana ansiosos ese texto para partir luego a las librerías de viejo de la calle Donceles a hallar libros de los autores recomendados por él.
Sus novelas cortas también han sido un descubrimiento, como Batallas en el desierto, donde despunta el erotismo desde la perspectiva adolescente en el vientre romano de la ciudad de México, cuando aún era una región transparente del aire, o en Morirás lejos, sobre los avatares de la diáspora judía, ambas publicadas por Era. Su poesía, entregada gota a gota a través de las décadas, es una conversación sobre las cosas esenciales, desprovista de himnos, engolamientos y corbatines tan usuales en la poesía escolar y juiciosa de México y otros países latinoamericanos.
La primera vez que vi a Pacheco fue a principios de los años 80, presentado a él entre la algarabía mexicana una noche tras una presentación de libros, por uno de los más brillantes compañeros de su generación, el gran poeta Francisco Cervantes, el ya fallecido rebelde lisboeta-queretano con quien están en deuda en México en estos momentos de olvidos y consagraciones.
Otra vez lo vi en la Feria del Libro de Guadalajara en 2006 para comprobar en directo la memoria asombrosa que lo puebla, cuando recordó de inmediato con escalofriante precisión un artículo mío de un cuarto de siglo antes sobre la traducción suya de Epístola: In Carcere et Vinculis (De profundis) de Oscar Wilde, publicada por Seix Barral, en 1980, y la última en el hotel Tequendama de Bogotá, al día siguiente del recital en Casa Silva, al lado de los novelistas Elmer Mendoza y Oscar Collazos.
José Emilio Pacheco ha sido para muchos el ejemplo más transparente de lo que es el ejercicio literario. Estar en la literatura y para la literatura sin aspavientos, lejos del mundanal ruido pero entre el ruido mundanal de las calles, habitado por la curiosidad permanente de conectarse con los fantasmas de los escritores que pueblan el reino del olvido.
Por eso hay que creerle cuando dijo, al conocer la noticia del Premio Cervantes, que “no soy ni el mejor poeta de mi barrio”, porque sabemos con él que Sócrates sólo era el mejor filósofo de la plaza del pueblo y Miguel de Cervantes Saavedra sólo un pequeño escribano que soñaba con un nombramiento en Cartagena de Indias, en la Nueva Granada, y fracasó en el intento.

domingo, 20 de diciembre de 2009

LA GRAN FARSA ECOLOGICA DE COPENHAGUE



Por Eduardo García Aguilar


La década termina con el intento fallido de los poderosos del mundo en Copenhague por tratar de reducir la contaminación del planeta y la destrucción de los recursos naturales, que supuestamente nos llevan al calentamiento global. La reunión, que fue preparada durante mucho tiempo y tuvo propaganda a diestra y siniestra, en un bombardeo asfixiante de temas por radio, prensa y televisión multinacionales, concluyó en el caos, ya que las potencias y los grandes grupos económicos no podían aceptar medidas que fueran en su detrimento en tiempos de crisis económica.


Las potencias ya instaladas de Europa y América, que basaron su progreso en la destrucción del planeta en el último medio milenio de guerras y colonizaciones, no desean bajarse del tren de consumismo y riqueza en el que viajan cómodamente y que uno puede percibir en los aires cuando viaja de noche en avión sobre el orbe y ve la impresionante mancha lumínica que cubre a todos los países ricos del norte. Las potencias emergentes como China, India y Brasil y los países pobres que apenas comienzan a saquear sus riquezas de manera atónoma, no quieren renunciar a ese usufructo a cambio de nada, cuando los ricos ya están asentados cómodamente desde hace siglos en la explotación indiscriminada del planeta.


Las naciones asiáticas y mediorientales ricas, donde la gente viajaba hasta hace poco en bicicleta, quieren ahora ir en autos enormes y construir rascacielos y nuevas copias de Nueva York, como ocurre en Shangai, Dubai y Singapur. En América Latina el sueño de las ciudades y los pueblos es hacer avenidas y puentes de cemento, llenarse de autos y celebrar felices que el esmog las cubra hasta la asfixia. Zonas enteras del pasado con riquezas culturales invaluables son arrasadas cada día para hacer estacionamientos y construir urbanizaciones que son hongos interminables de cemento.


Las familias latinoamericanas no quieren tener un solo auto en casa sino un carro por persona y no poseer uno de esos vehículos es considerado un verdadero fracaso vital en los países del tercer mundo. La vida de los hombres pobres se reduce a ahorrar para comprar un carro, ojalá el más grande y contaminador posible. En las ciudades los gobernantes son felices derrumbando los barios antiguos e inaugurando cada semana puentes, rascacielos y avenidas. Un alcalde o un gobernador latinoamericano que no cubra de cemento sus campos y no abra boquetes para dar paso al dios automóvil es un funcionario fracasado. En una megalópolis monstruosa como la Ciudad de México, la locura llega hasta construir autopistas de varios pisos donde los habitantes son felices pasando horas y horas atrapados por el congestionamiento en los viaductos y en los periféricos en medio del estrés.


Los ríos están contaminados y son caños hediondos de detritus y desperdicios innombrables, las montañas nevadas se derriten y los bosques se vuelven desiertos ante la indiferencia de los humanos que celebran ese apocalipsis como el signo del desarrollo y el progreso y el aumento del PIB. Los cielos están inundados de aviones y el turismo de masa ha banalizado el viaje dejando una estela de basura por donde pasa la muchedumbre devastadora de los vacacionistas agitados, cuya mente manipula la propaganda de las grandes agencias de viajes. Ya estamos muy cerca de los paisajes impresionantes de Blade Runner, esa gran película de culto que imagina el mundo a donde nos conduce la idea de progreso y desarrollo que ha dominado las políticas gubernamentales a lo largo del siglo XX.


Aunque ya fue un progreso que en todo el mundo se planteara cambiar de actitud frente al derroche de agua, la deforestación, el crecimiento del parque vehicular y la idea de progreso a toda costa, la confusión de los representantes de las distintas regiones del mundo, como si estuviesen en una Torre de Babel, nos muestra que la humanidad sigue su camino ineluctable a la autodestrucción.


Pero hay algo también sospechoso en la súbita unanimidad neo-ecologista de las grandes multinacionales que mostraron esta semana la propaganda de sus nuevos inventos, al parecer con la anuencia de las grandes potencias y los grandes capitales multinacionales. Tal vez ya se están preparando para aprovechar el próximo agotamiento de los combustibles fósiles, subirse al rentable tren de las nuevas tecnologías alternativas e instaurar así una nueva hegemonía que apenas podemos imaginar los habitantes de este comienzo de siglo que por desgracia, a no ser que nos clonen, ya no estaremos vivos en 2050.


Asustan esas propagandas idílicas de los molinos de viento eólicos del futuro, las placas de energía solar y otras supuestas maravillas que vimos en estos últimos días en publicidad por la cadena mundial televisiva CNN. También es extraña la imposición televisiva de esa nueva religión neo-ecológica para ricos que se impone poco a poco y que puede ser una cortina de humo para esconder el verdadero problema de la pobreza y la miseria extremas que reinan en todos los países subdesarrollados del sur y en los suburbios repletos de inmigrantes en las grandes potencias. Es sospechoso que de repente todos los tiranos, magnates y presidentes del mundo se hayan convertido en ovejitas neo-ecológicas en Copenhague y que mientras hacen la guerra y gastan miles de millones en armamentismo propugan por jugar a la lechera bucólica de Vermeer o a la campesina lavandera junto a idílico riachuelo nórdico y el paisaje de estampa ideal.


Todos esos maleantes hipócritas que gobiernan el planeta nos han engañado en Copenhague. Durante una semana hablaron de ecología y energías alternativas, pero al regresar a sus atribulados países seguirán haciendo la guerra, enviando tropas, bombardeando, destruyendo el campo y llenando sus países de aviones, tanques, autos, avenidas, supermercados y productos de consumo innecesarios que ellos mismos fabrican y venden a una población hipnotizada por la propaganda de la televisión.