domingo, 29 de noviembre de 2009

LOS DESCUBRIDORES DEL AGUA TIBIA LITERARIA


Por Eduardo García Aguilar

Algunos escritores latinoamericanos suelen por estas fechas quejarse en foros hispánicos y universidades de que en América Latina se nos ha prohibido escribir sobre temas universales, en especial por culpa de Gabriel García Márquez y el boom latinoamericano y quieren convencer a sus auditorios de que acaban de revolucionar la literatura continental al escribir sobre asuntos europeos, medorientales o asiáticos que no tienen nada que ver con sus pobres y despreciables países de origen.

Estos autores se quejan de que los europeos le exigen a los latinoamericanos escribir únicamente sobre temas locales y folclóricos, cosa que ellos afirman estar remediando desde hace unos años con sus novelas, por lo que se posicionan ya como las nuevas Juana de Arco de la literatura hemisférica, aunque al final sólo serán clasificados como los grandes descubridores del agua tibia. Olvidan que autores "cosmopolitas" como Jorge Luis Borges y Octavio Paz ya fueron editados por los malvados europeos que supuestamente nos ignoran, en la prestigiosa colección de la Pléiade de la editorial Gallimard, en Francia.

Suelen las nuevas generaciones literarias de todos los tiempos tratar de desembarazarse de susancestros y proclamar con estruendo que van a cambiar el mundo y las letras gracias a sus desplantes y excentricidades. Eso está bien en autores adolescentes hijos de Rimbaud o impetuosos jóvenes de 25 años que miran el mundo con la novedad romántica de quienes acaban de acceder a la adultez. Pero estos "noveles" autores latinoamericanos ya calvos y barrigones que se posicionan ahora como los estoqueadores en el coso tauromáquico de las letras del pobre Gabriel García Márquez y el boom hacen más bien el ridículo o, a lo máximo, dan ternura.

Además, antes que ellos, dos o tres generaciones de brillantes autores latinoamericanos se proclamaron demoledores de sus ancestros, pero con mucha mayor precocidad que ellos, pues al menos en Colombia, además de Andrés Caicedo, los autores anteriores a éste se destacaron desde muy jóvenes con obras notables y acciones mucho más rebeldes y sólidas, de las que pronto avanzaron hacia vastas obras en el campo del ensayo, la novela o la poesía.

Cualquier estudioso atento de la literatura latinoamericana sabrá que desde siempre los autores de este continente han hablado de tú a tú con todas las literaturas del orbe y, para mejor ejemplo, recordemos a la generación modernista, encabezada por Rubén Darío, un autor que no sólo recorrió todos los países del continente escribiendo en sus principales diarios y tuvo como centro a la gran Buenos Aires, sino que posteriormente viajó a Europa y allí desarrolló una obra universal con temáticas universales.

Y como el gran Rubén Darío, puede decirse que tal fue el caso de todos sus compañeros de generación, como José Enrique Rodó, Amado Nervo, José Juan Tablada, Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig y Enrique Gómez Carrillo, el guatemalteco que escribió toda su obra en el viejo continente abordando temas mundiales hasta el día de su muerte prematura a los 54 años y que cubrió la primera guerra mundial y estuvo presente en deflagraciones asiáticas y mediorientales dejando una vasta obra que está por descubrir.

Casi todos esos autores exploraron las culturas universales y tanto en la poesía como en la prosa escribieron sobre Grecia, Japón, India, Oriente Medio, Rusia, Inglaterra, África y todos los puntos cardinales posibles o viajaron en sus obras por las leyendas y los mitos universales. Sus discípulos de la generación posterior, afincados por lo regular en París o Madrid, siguieron su ejemplo, por lo que sería interminable la lista de obras en que los grandes autores latinoamericanos del siglo XX abordaron temas universales en sus novelas, ensayos y poesías: Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Jorge Zalamea, Baldomero Sanín Cano, Arturo Uslar Pietri, Octavio Paz, Julio Cortázar, Álvaro Mutis, Gonzalo Rojas, son apenas algunos de esos nombres y eso sin mencionar a decenas y decenas de autores menos conocidos del siglo XX que hicieron lo mismo que nosotros: viajar, leer y tratar de comerse el mundo con sus palabras.

Resulta pues incomprensible que estos autores de best-sellers traten ahora de vender gato por libre haciendo creer a los desinformados que antes de ellos sólo hubo en la literatura latinoamericana autores terrígenos, naturalistas, folclóricos o telúricos. Hubo por supuesto episodios cíclicos de literatura terrígena, lo que de paso nada tiene de malo cuando releemos obras tan extraordinarias como La Vorágine de José Eustasio Rivera, Los Ríos profundos de José María Argüedas, o Pedro Páramo y El llano en llamas de Juan Rulfo, pero en términos generales los autores del continente han sido cosmopolitas incluso si en momentos de su trayectoria quisieron contar lo que sucedía en el terruño. Quienes conocieron a Rulfo saben que no sólo fue un gran fotógrafo moderno sino un lector insaciable de literatura universal, que estaba informado de todo.

El ejercicio de la novela es un espacio de libertad. Por eso un autor libre no debe limitarse ni a lo uno ni lo otro ni exigirle a otros que se limite: es tan legítimo hablar de las ciudades donde uno creció y amó, como explorar en la fantasía o contar sucesos de otras partes del planeta entre personas o ámbitos distintos a los que nos vieron nacer.
Incluso es válido ser literario hasta la indecencia o libresco si tal es la pulsión del autor. Un autor que se encierre en su biblioteca y sólo escribe de los mundos que lee, es tan válido como el gran Arguedas, que relató su infancia peruana marcada por los imaginarios y mundos milenarios indígenas.

Estos autores ingenuos y engolados que ahora se dan de cosmopolitas y van de Instituto Cervantes en Instituto Cervantes dando sermones sobre el horror del boom y García Márquez y sobre el martirio que sufren y supuestamente padecemos los autores latinoamericanos al ser obligados a hablar de lo que somos y vivimos, deberían mejor ponerse a estudiar la literatura latinoamericana para descubrir que el agua tibia que ahora dicen descubrir, ya está descubierta hace tiempos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

EL RETORNO PERMANENTE DE ALBERT CAMUS


Por Eduardo García Aguilar

Los franceses se preparan para celebrar el 4 de enero de 2010 los 50 años de la muerte trágica del Premio Nobel Albert Camus (1913-1960), que después de varias décadas de ser considerado por la intelectualidad marxista y sartreana como un autor fácil para adolescentes, "filósofo incompetente" e ideólogo blando, ha terminado por convertirse en un gurú contemporáneo de la tolerancia y la no violencia.

Hijo de una sirvienta española analfabeta y un humilde agricultor que murió en la guerra, el autor de "El extranjero" y "La peste" creció en la miseria en la colonial Argelia francesa. Un maestro, Louis Germain, cambió su destino al sugerir a su familia que ingresara a los estudios secundarios en un liceo de Argel frecuentado por niños bien y allí se encontró después milagrosamente con la literatura a través de los libros que había en casa de un tío y las orientaciones de su admirado maestro y mentor Jean Grenier.

Empezó desde temprano una obra literaria y una actividad teatral y periodística en los diarios Alger Republicain y Soir Republicain, donde describió la miseria de su clase y mostró en contra de las autoridades el drama de los árabes humillados por el colonizador, así como el desprecio reinante por las costumbres musulmanas del amplio Magreb de parte del autoritario europeo: militares, funcionarios, comerciantes, industriales e incluso obreros y pobres de la metrópoli.

Al estallar la guerra, el joven reportero de 27 años, nacido en Constantine bajo el sol mediterráneo y amante del fútbol, acepta la invitación de Pascal Pia a viajar al húmedo París para trabajar en el diario París Soir. Hace fila en el puerto, entre los árabes, antes de subir al barco y pasar el humillante proceso de desinfección y eliminación de piojos que le aplicaban a los colonizados, sin pensar un sólo instante que 17 años después sería Premio Nobel de Literatura.

Gallimard le publica "El extranjero", que tiene un éxito fulgurante y muy rápido su intensa actividad teatral, ensayística y novelística lo llevó a la fama y a la gloria en medio del violento conflicto por la independencia argelina. Se había convertido en un símbolo joven de los "condenados de la tierra" descritos por Frantz Fanon y en ejemplo coyuntural de la lucha pacífica contra la colonización del Tercer Mundo.

Novelista y dramaturgo de éxito en el París de la post-guerra, Camus se destacó como periodista, reportero, articulista en el diario Combat, donde expresó la idea de que el conflicto concluyera con un país que admitiera, en concordia, la convivencia de los hermanos enfrentados: los nativos de siempre y los descendientes de los colonizadores franceses, o los mestizos que hicieron la vida allí y se sentían en casa tanto como los originarios de esa añeja tierra de dátiles que alguna vez fue colonizada por Roma.

Pero la guerra fue irreversible y la represión del ejército francés tan cruel y miserable con los árabes, que las heridas entre los bandos fueron de tal magnitud que al independizarse Argelia los franceses y los colaboradores de la metrópoli llamados pied noir (pies negros) tuvieron que abandonar en masa sus propiedades y tierras y viajar al exilio por millones a Francia, en la miseria, un país que muchos de ellos ni siquiera conocían.

De ahí viene el problema de los suburbios y el conflicto que se vive en Francia, donde existe la mayor cantidad de población musulmana e islámica de Europa. Durante décadas los que llegaron del Magreb fueron considerados la escoria de Francia y sirvieron como humildes trabajadores aplicados a las tareas más sucias, mientras la potencia francesa vivía sus famosos Treinta años gloriosos de progreso y crecimiento, que garantizaron el pleno empleo.

Sólo ahora a comienzos del siglo XXI algunos miembros de esa población argelina inmigrante de tercera o cuarta generación comienzan a acceder poco a poco a algunos puestos importantes, pero el origen árabe sigue siendo una tara para quienes buscan trabajo o ingresar a las escuelas. Medio siglo después de la muerte de Camus, la discriminación sigue viva y la cicatriz de la guerra de independencia arde con fuerza, mientras perviven sectores racistas de ultraderecha listos a endurecer las medidas contra los extranjeros y a desconocer a los descendientes de colonizados el estatuto de franceses auténticos.

Las grandes figuras literarias francesas del momento eran el gran autor de "La condición humana" André Malraux y el inquieto intelectual Jean Paul Sartre, que evolucionó hacia la izquierda y el marxismo y fue el filósofo de referencia de Francia en los años de antes de mayo del 68. Pero fue el humilde argelino periodista de Combat, extranjero en los medios literarios parisinos, el que recibió a los 44 años el Premio Nobel ante la indignación de los admiradores de Sartre y Malraux.

Alto, apuesto, con su cigarrillo siempre colgando de los labios, el personaje se volvió leyenda y sex-symbol al subir a los estrados de Estocolmo, pero tres años después la parca se lo llevó a los 47 años al estrellarse el auto en que viajaba con su editor Michel Gallimard contra un árbol en Villeblevin, cerca de Montereau, en el sureste de París, convirtiéndolo en leyenda, al igual que el aviador Saint Exupéry, autor de "El principito".

"Yo no aprendí la libertad con Marx. La aprendí en la miseria", dijo Camus para destacar que sus ideas estaban ancladas en la realidad de su pueblo natal Mondovi, el sufrimiento de su madre española analfabeta y la tuberculosis que lo aquejó desde muy joven, y no en la moda intelectual de los círculos parisinos.

Él admiraba desde adolescente a André Malraux y declaró que hubiera preferido que le hubieran dado el Nobel a él. Pero el destino escogió a Camus. En lo que respecta a Sartre, la historia mostró que su entusiasmo final por los totalitarismos de izquierda no fue tan acertado. Y ahora de nuevo las ideas humanistas de Camus, pasadas de moda un tiempo, reviven y vuelven con fuerza en tiempos de guerras y conflictos atroces y discriminaciones mundiales que parecen estar a punto de estallar en todas partes.

sábado, 14 de noviembre de 2009

LA REBELIÓN GROTESCA DE JAMES ENSOR

Por Eduardo García Aguilar
El Museo de Orsay de París, en colaboración con el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), está presentando la exposición de James Ensor (1860-1949), uno de los pintores que más me ha inquietado siempre, en especial por su cuadro grotesco "La intriga", que es uno de mis preferidos. Ensor, belga de Ostende, comenzó su vida pictórica por caminos convencionales como gran naturalista y pre-impresionista, situado entre Manet y Van Gogh, pero harto del rechazo de la crítica y la falta de reconocimiento en las exposiciones colectivas del momento, decidió romper con las tradiciones, realizando desde entonces una obra que espantó a las buenas conciencias y a quienes dominaban los cánones artísticos.
"La intriga", de 1890, es un cuadro arquetípico de su rebelión artística. Es un retrato grotesco de unos burgueses decimonónicos rodeados por figuras macabras, caricaturales, que se expresan con muecas y rictus de terror, en un mundo brumoso de locura, delirio y deformidad. La mujer de sombrero floreado y el hombre de bombín de copa negro, que se encuentran en el centro de la obra, expresan una burla extrema de su época, cuando el mundo europeo, en pleno auge de la técnica y la industrialización, esperaba días mejores y no imaginaba ni por equivocación que pronto vendrían dos conflagraciones espantosas que superarían en horror a todas las anteriores.
En las terribles tribulaciones de San Antonio, de 1887, Ensor se posiciona para los críticos de hoy en la vanguardia de la época, aunque por supuesto eso no se sabía entonces y es una lectura actual, a posteriori. Después sus figuras esqueléticas y sus máscaras casi mortuorias, con rostros y pieles de muñecos de cera, siguieron espantando en las galerías y provocando reacciones airadas de la sociedad.
Puesto que sobrevivió más de medio siglo a su rebelión, tuvo tiempo de ver después el éxito de impresionistas, cubistas, futuristas, expresionistas y modernos de todo tipo, a quienes saludó con la certeza de que él se había anticipado a todos ellos, aunque no lo supieran ni lo reconocieran. En las amplias salas del Museo de Orsay, una vieja estación de trenes decimonónica dedicada al arte de ese siglo, se puede ver paso a paso el proceso que lleva a Ensor de la convencionalidad a la ruptura.
"La comedora de ostras" (1882) muestra el talento de este artista anclado en lo más profundo del arte naturalista de ese siglo. La mujer se ve sentada junto a la mesa después de devorar el copioso almuerzo marino y reducir la botella de vino blanco, por lo que se siente un aire de sopor burgués en ese ámbito de tiempo detenido. Pero el personaje es sin duda la luz que inunda el comedor lleno de muebles, entre el silencio estable y vespertino de las grandes casas acomodadas de Bruselas y Ostende.
Luego, en lo que respecta a su trabajo de exploración de la luz, vemos en dos salas centrales varios de los cuadros más impresionantes de la muestra, entre ellos "Las aureolas de Cristo" (1887) y "La entrada de Cristo en Bruselas" (1888), entre otros donde la realidad es deformada por medio de un caos apocalíptico. En la primera serie crística vemos a Cristo en medio del mar con su aureola radiante en medio de las olas y el viento marino y en el segundo se trata de un Cristo recibido en Bruselas, pretexto de Ensor para caricaturizar una vez más esa sociedad que detestaba. En los cuadros marinos y apocalípticos, llenos de ángeles del juicio final o demonios, en horizontes ocres, naranjas y fucsias, entramos en pleno expresionismo, décadas antes del auge de ese arte y sus telas parecen anticipar la explosión artística de las primeras décadas del siglo XX.
Más adelante vemos sus 112 autorretratos por medio de los cuales el agrio y amargado artista se burla de sí mismo y de sus contemporáneos. Podemos ver su famoso "Autorretrato con sombrero de flores" (1888), donde el joven artista se pinta con su barba de fin de siglo y un sombrero de flores amarillas y plumas magenta. Su mirada severa nos ausculta y nos impreca. Después el juego pasará a mayores y se pintará en muchos cuadros como un esqueleto o un personaje grotesco que irrumpe en la escena para burlarse del hecho de crear.
En "Los baños de Ostende" (1890), Ensor pasa al otro lado del espejo al mostrar las playas de su tierra en verano, con un estilo que no tiene nada que ver con sus antecesores y bien podría ser de un artista contemporáneo. Hay humor, burla, alegría, felicidad. La playa está llena de bañistas y no hay un sólo espacio vacío en ese extraño aquelarre descrito con su aguda y disolvente mirada.Finalmente, vemos algunos de los objetos de su casa familiar y su estudio, como una sirena hecha con la cabeza de un mono y el cuerpo de un pez momificados, o una lámpara china con una calavera real, antes de pasar al amplio juego de máscaras que sin duda le sirvieron de modelos y por fortuna se conservan.
La obra de Ensor se inscribe dentro de esa tendencia decadente y simbolista de fin de siglo XIX que tuvo representantes excelentes en la literatura como Villiers de l'Isle Adam, Barbey D'Aurevilly y Joris Karl Huysmans y en la pintura el francés Gustave Moreau, maestro de esa escuela en París y quien inspiró el personaje de Des Esseintes de Huysmans y probablemente algunos ámbitos decadentes de la novela De Sobremesa del poeta colombiano José Asunción Silva, quien muy joven residió en ese tiempo en París.
En esa rebelión contra el auge industrial, financiero y burgués, que escondía a la vez la profunda infelicidad de la mayoría de la población, no sólo se destacaron pintores, músicos y escritores, sino también iluminados políticos como los anarquistas y los socialistas, que se difundieron por toda Europa con sus ideas antiautoritarias y pretendían disolver el Estado.
Contra esa sociedad de "progreso" a ultranza artistas como Paul Gauguin se escaparon hacia islas perdidas en busca de un mundo primitivo ideal gobernado por el deseo y el ocio. Por eso, ver a James Ensor de cerca en una tarde lluviosa de otoño, 110 años despues de su fracaso en los salones artísticos de Bruselas y París, es la prueba de que el arte rebelde termina tarde o temprano por llevar a la gloria a los artistas rechazados en vida y que, con carácter póstumo, son comprendidos por las generaciones venideras.
Ensor parece reirse a carcajadas mientras los habitantes del siglo XXI recorremos las salas y reímos y nos emocionamos ante esa obra contemporánea que nos dice mucho sobre nuestro tiempo de estafa, caos, violencia y mentira plutocrática. Sólo quedan las máscaras, la intriga y lo grotesco del mundo en que vivimos todos los humanos sin excepción y ese mundo lo intuyó un Ensor revolucionario.

sábado, 7 de noviembre de 2009

MI CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN


Por Eduardo García Aguilar

El 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlin, me encontraba en Nueva York cerca de Greenwich Village y el barrio universitario, al sur de Manhattan. Como todas las noches, solía pasear con los amigos hasta la madrugada por esas calles heladas donde uno podia encontrar restaurantes abiertos y puestos de periódicos que nunca cerraban a donde llegaban todos los diarios de Europa. Por eso, después de pasar la tarde viendo las imágenes televisivas de los noticieros nocturnos, amanecimos por esas calles tomando cerveza en espera de los diarios, en especial franceses como Liberation, que llegaban con la noticia fresca de la caída del famoso Muro de Berlín que marcó, como una extraña fantasía de cine gore, el imaginario de nuestra formación socio-política en los años 70.

La efervescencia en esas calles neoyorquinas era especial. Todos los jóvenes comentaban frente a la televisión o en los cafés las bellas imágenes de la juventud aupada al muro ante la mirada serena e impasible de los soldados de Alemania del Este, que por primera vez no dispararon a los fugitivos o a los curiosos. Una tras otro caían los segmentos del muro, coloreados con los tags del tiempo, en medio de la fiesta generalizada y por primera vez los estealemanes pudieron cruzar libremente hacia la Berlín capitalista y occidental de la que estaban cortados desde hacía décadas. Y los jóvenes de Berlín Oeste podían a su vez compartir con sus congéneres del otro lado, descubrirlos, y destapar botellas llenas de un licor que sabía a estupor y esperanza.

Como consecuencia de la política de la Perestroika y la Glasnost de Mijail Gorbachov, los países de la esfera soviética se vieron confrontados uno tras otro a asumir su destino, algunos en medio de la violencia como Rumania y otros por fortuna en una transición pacífica, mezcla de miedo y de fiesta. Puesto que para la declinante Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en bancarrota esos países antes dominados y avasallados eran más una carga que un beneficio, las fichas del dominó cayeron con seco estruendo sobre la mesa metálica de la historia, dejando inermes ante sus pueblos a los tiranuelos locales que durante décadas fueron las marionetas del Kremlim.

Y como la joya de la corona, ese 9 de noviembre de 1989 tocó el turno a la poderosa Alemania del Este, abandonada a su suerte por los rusos y los países amigos. Viejos jerarcas, agentes de la policía secreta Stasi, ideólogos y militares asistieron impasibles a la reanudación del contacto y a la fiesta de arte y júbilo. Atrás quedaron los jóvenes mártires que fueron acribillados por las autoridades por intentar pasar al otro lado. Y poco a poco se fue borrando ese extraño espacio de no man’s land entre ambas partes de la vieja ciudad cubierto por la maleza, donde no se escuchaba ni el canto de las cigarras. Tuve la fortuna de conocer esos espacios diez años antes de la caída del Muro y ahora trato de rememorar esos instantes salidos de la historia, con la certeza de que muchas de las opiniones actuales son lugares comunes que ocultan un problema más profundo lleno de ángulos y de claroscuros.

Con la caída del Muro y la reunificación alemana terminaba simbólicamente la guerra fría, se derrotaba para siempre al totalitarismo soviético, pero al mismo tiempo ganaba la avorazada sociedad de consumo, el capitalismo neoliberal encabezado entonces por George Bush padre y Margaret Thatcher. Amplios espacios al este de Europa fueron rápida presa de los consorcios occidentales y muchos dramas humanos se vivirían desde entonces entre los obreros y los campesinos rasos, mientras los nuevos oligarcas rusos reemplazaban a los jerarcas de la Numenklatura soviética.

En 1979 hice una visita a Berlin Oriental con mis amigos Carlos Augusto González y Ricardo Scoremblut. Recuerdo todavía las grises estaciones del metro por donde cruzábamos vigilados por guardias, y el ambiente de sobriedad, penuria y tensión que se vivia al otro lado, donde todos eran sospechosos de algo y eran vigilados por la Stasi. Caminamos por esas avenidas siempre escrutados por la policía, experimentamos la penuria en las tiendas, la falta de variedad en las librerías, la omnipresencia de Marx y Engels en la estatuaria y al final nos acercamos al muro, del otro lado, para tomarnos fotos y fingir que éramos fusilados contra esas paredes que tenían las huellas de los impactos de bala. Las fotos en blanco y negro las guarda todavía mi amigo Carlos.

Sin duda no había punto de comparación entre la Berlín Occidental, especie de oasis juvenil donde al llegar la primavera o el verano las chicas tomaban semidesnudas el sol a la orilla de los lagos y en los parques y la Oriental, donde la sospecha, la delación y el moralismo soviético reinaban con su larga impronta congelada de estalinismo. Claro que no todo era terrible en una Alemania del Este, región germana que desde hacía siglos era siempre más agrícola y pobre que la occidental, más rica e industrial, con ciudades prósperas y universitarias como Frankfurt y Munich.

Incluso ahora, veinte años después, amplios sectores de la Alemania del Este tienen dificultades para competir con el avasallador ímpetu del capitalismo occidental, y eso pese a que la actual canciller alemana Angela Merkel es originaria de la RDA. Hay temor en mucha gente por el fin de las subvenciones y las ayudas que en estas dos décadas hicieron posible sobrevivir a amplios sectores de la población afectados por la súbita reunificación y la bancarrota de la atrasada industria y el arcaico agro estealemanes. Se espera que en una década la economía de Alemania de Este sea totalmente autónoma y despegue por medio de una industria aplicada a nichos novedosos. La larga transición no habrá sido en vano.

Han pasado 20 años desde el día en que en Nueva York veíamos con estupor la agitación provocada por un acontecimiento histórico que figurará en los libros de texto y 30 desde nuestra visita a una Berlin del Este, que nos pareció gris y asfixiante. Desde entonces Europa se ha ampliado y extendido a muchos de los países que antes estaban tras la cortina de hierro, cambiando radicalmente la forma de vivir de millones de habitantes. Nuevos problemas surgen cada día y muchos faltan por resolver, pero es probable que el proceso sea a la larga más positivo que negativo.

Después de la crisis espectacular del neoliberalismo occidental con la catástrofe financiera de los últimos años en el mundo, que fue otra especie de caída de Muro, es probable que el capitalismo salvaje que triunfó con el derrumbe de la esfera soviética sea ahora más moderado y viva bajo mayores controles, al menos Europa. Este 9 de noviembre se celebra la caída en Occidente de dos muros: el Muro del totalitarismo soviético y el Muro del capitalismo a ultranza que sólo piensa ciegamente en la ganancia y en las cifras. Pero ambas hidras siguen vivas en otras regiones del mundo, como Asia, amenazando con su codicia y frialdad a la humanidad entera. Sin duda en el futuro se construirán otros muros y llegará después la hora de derribarlos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

LEVI-STRAUSS ESTÁ VIVO AUNQUE SE FUE


Por Eduardo García Aguilar
Casi centenario, Claude Levi-Strauss (1908-2009) caminó en 2005 hasta el Instituto Catalán de Cultura de París, erguido, enfundado en un traje ajustado gris, chaleco, y con un paraguas colgando de su brazo, como una figura intemporal de otra época, incluso futura. Este hombre contemporáneo de Jean Paul Sartre había recibido un importante galardón catalán y caminaba tranquilo por las calles de Saint Germain de Prés y Odeon, no lejos de la Antigua Comedia y el restaurante Procope, donde solían ir Voltaire y sus contemporáneos los enciclopedistas dieciochescos a comer y beber antes de la Revolución.

Parecía mentira verlo en la excelente fotografía del argentino Mordzinsky caminando por esas calles, en la flor de sus 97 años, como el último gran mito viviente del pensamiento y el saber del siglo XX francés. Todos sus discípulos y amigos desaparecieron hace tiempos. Las glorias del estructuralismo, al que se le atribuye la paternidad, murieron hace décadas en diversas circuntancias, como el gran polígrafo Roland Barthes, aplastado por un camión o el filósofo post-marxista Louis Althusser, loco, después de estrangular a su esposa. Y sus más famosos maestros, los grandes etnólogos Marcel Mauss y Levy Bruhl, vestidos con anacrónicas levitas, de bigote retorcido, sombrero y lentes quevedianos, se internan en un pasado remoto, mucho más cercano al siglo XIX que a este siglo XXI, por donde deambulaba Levi-Straus con su sonrisa irónica de sobreviviente. A esos viejos maestros él rinde homenaje con afecto pero sin complacencia en las primeras páginas de su extraordinaria obra Tristes trópicos.

Levi-Strauss sobrevivió a todos los peligros en las selvas y planicies amazónicas en los años 30 y 40, a donde viajó para anotar la vida cotidiana, los usos y costumbres de las últimas tribus casi vírgenes del planeta; se salvó de todas las acechanzas en Oriente, a donde también fue en pos de los rastros fósiles del pasado humano; sobrevivió a la persecución nazi-fascista de los judíos y pudo huir de Europa en barcos que lo llevaron al Caribe y a Estados Unidos, cargado de maletas y apuntes; venció todas las fiebres tropicales y picaduras de mosquitos, culebras y zancudos; hizo temblar la mano de los asesinos o se salvó milagrosamente de atracos y asonadas en la inmensidad de las selvas, por ríos caudalosos y pueblos perdidos que recorrió con espíritu científico para explorar las leyes del parentesco, la arqueología de los tabúes y las coloridas costumbres, lenguajes y expresiones artísticas y míticas de los aborígenes, para él tan sabios o más que los bárabaros hombres civilizados de un siglo XX bañado en la sangre de las guerras.

Levi-Strauss está vivo aunque se fue: cuando respondía a las preguntas de algún periodista televisivo lo hací con una sabiduría y una inteligencia admirables no carentes de ironía. Desde su venerable ancianidad, en el fondo de un abullonado sofá de cuero, junto a los viejos relojes de su viejísima morada, al hablar de religiones y creencias, de saberes y sabores, el viejo nos muestra que su enorme talento y brillantez están por encima del tiempo. Ese anciano es más moderno que todos los jóvenes juntos y pertenece a una generación de sabios y hombres que vivieron jóvenes las dos grandes guerras y en medio del holocausto escribieron obras fundamentales como Mircea Eliade, Ernest Junger, Jean Paul Sartre, Hannah Arendt, Karl Popper, Isaiah Berlin o Walter Benjamin, entre otros muchos. Fue una generación que se fraguó en medio de las más atroces guerras de la historia y entre la precariedad escribió las obras más sólidas y luminosas. Y además del saber se expresaron por medio de escrituras, de estilos admirables.

El autor de Las estructuras elementales de parentesco, Raza e historia, Tristes trópicos, El pensamiento salvaje y Mitológicas, entre otros libros, saltó a la fama mundial y popular en 1955 cuando en Tristes Trópicos relató sus experiencias de etnólogo e investigador para el gran público. Publicado en la colección Tierra humana, dirigida por el viajero Jean Malaurie, especialista en los esquimales, Tristes tropicos se volvió rápido uno de los grandes libros del siglo XX. Lo escribió en unos cuantos meses, del 12 de octubre de 1954 al 5 de marzo de 1955, culpabilizado por violar el rigor de los grandes académicos y dejar libre curso a su prosa encantadora, para contar paso a paso las aventuras que vivió al hacer sus investigaciones en las tribus " salvajes " de Oriente y Occidente.

El libro comienza con la ya legendaria oración "odio lo viajes y los exploradores ", con lo que indicaba el horror que sentía al lanzarse a una obra de intimidades autobiográficas donde no campea la lejanía helada del lenguaje académico. Y todavía, medio siglo después de su publicación, no entiende porqué él es más conocido en el mundo por este libro y no por las otras obras suyas, que él considera decisivas. El secreto es muy simple: la prosa que esgrime Levi-Strauss en Tristres trópicos se alza al nivel de las mejores en lengua francesa, al lado de escritores como Voltaire y Chateaubriand, como lo atestiguan esas diez páginas sobre el crepúsculo, escritas en 1935 en el barco, antes de llegar a Brasil.

Es claro que el autor escribe con soltura, armado de todas las cualidades de una formación académica excepcional y también de un amplio conocimiento de los clásicos. No sólo lo que dice es profundo, conmueve, nos hunde en la extraordinaria aventura humana, ayuda a situarnos en la inmensidad del cosmos y del globo terráqueo y al interior de la naturaleza y las especies que lo habitan, sino que además está escrito por un mago de la escritura.

Su prosa vibra, huele, suena, sangra, se mete en los más extraños recovecos, levanta polvos milenarios, a través de extensos pasajes donde nos describe las maravillas del extenso Brasil con sus interminable selvas y sus ciudades en plena formación y la India con sus arcaicas metrópolis y su sorprendente actualidad. El París de sus años estudiantiles, el éxodo por la guerra, la aventura de participar en la fundación de la universidad moderna brasileña y la exploracion de la India y otros países e islas asiáticas quedan plasmadas en medio millar de páginas magistrales.

Pero lo increíble es que Levi Straus está vivo todavía entre nosotros como el tótem viviente de la aventura del saber y la palabra, una figura donde confluyen el rigor moderno de las ciencias humanas y el talento literario que lo izará sin duda al lado de los grandes prosistas de la lengua francesa.