domingo, 27 de septiembre de 2009

"TIERRA DE LEONES", DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR


Por JOSE MIGUEL ALZATE

Una lectura analítica de “Tierra de leones”, la novela del escritor caldense Eduardo García Aguilar, publicada inicialmente en México en 1983, nos permite descubrir el talento narrativo de un novelista que ha tomado a la ciudad de Manizales como el espacio geográfico de su obra literaria, evocándola con una prosa de exquisita factura, en un ritmo narrativo sostenido. Desde la primera línea de la novela el lector se encuentra con una evocación nostálgica de la capital caldense. Veamos: “Leonardo Quijano observó las ruinas del viejo Palacio de Bellas Artes y juró ante los volcanes reconstruirlo para gloria de los Andes”.

Desde estos primeros renglones el lector sabe que el narrador está hablando sobre Manizales, tierra natal del escritor. Aparece allí, en primera instancia, el Palacio de Bellas Artes, una de sus construcciones clásicas. Así lo describe el narrador omnisciente: “Ahora el musgo que cubría sus paredes de granito, el polvo de las escalinatas y el estado deplorable de murales y pisos, le hicieron recordar sus viejos esplendores”. Luego el mismo narrador omnisciente nos habla sobre el viejo Teatro Olimpya, sobre la Estación del ferrocarril, sobre la imponencia de la Catedral, sobre el edificio de la Gobernación, sobre el Parque de los Fundadores, en una evocación nostálgica sobre su belleza arquitectónica.

El hilo argumental de “Tierra de leones” está centrado en el regreso a su ciudad, después de varios años de ausencia, de Leonardo Quijano, un personaje en la vida cultural de Manizales. Quijano trata de encontrar entre la gente de su entorno su propia identidad, perdida en sus viajes por el continente europeo. A través de un narrador omnisciente que domina casi todo el texto, Eduardo García Aguilar nos va develando la existencia misma de Leonardo Quijano, su angustia existencial, sus momentos de lucidez intelectual, sus preocupaciones artísticas. El hilo conductor de la novela va llevando al lector por los mismos caminos que en vida anduvo su personaje central. Y nos muestra a Leonardo Quijano en sus momentos de gloria, cuando al regresar a la ciudad de sus ancestros es nombrado Secretario de Bellas Artes por el gobernador Cleofás Rebolledo. Desde esta posición Leonardo Quijano aspira a rescatar el buen nombre de la ciudad en el campo cultural, su pasado glorioso, su tradición literaria. Es así como promueve actos culturales, recitales poéticos, encuentros de escritores. Y simboliza su actitud con los tres camellos que recorren la ciudad de extremo a extremo ante la mirada estupefacta de las mismas autoridades.

En “Tierra de leones” Leonardo Quijano es un ser humano que lleva a cuestas su fardo de nostalgias, sus sueños sin realizar, sus ilusiones truncadas.La novela de Eduardo García Aguilar, el escritor más importante que tiene Caldas en este momento, toma a la ciudad de Manizales como tema central. Su historia, su vida cultural, sus personajes, su arquitectura, su geografía quebrada, aparecen en esta novela como complemento afortunado de su temática.

La ciudad, aquí, llena los espacios geográficos. El novelista nos relata, en una prosa de grandes connotaciones artísticas, cómo fue el incendio de 1926 que prácticamente destruyó la ciudad, cómo se inició la construcción de la Catedral, de qué forma se celebró el centenario. Asimismo nos cuenta, con gran fuerza narrativa, cómo fue el terremoto que destruyó una de las torres laterales de la Catedral, cómo era la actividad política de una época determinada, cuál era su movimiento cultural. Nos habla, igualmente, sobre el Festival de Teatro, sobre la construcción del aeropuerto La Nubia, sobre la desaparición del Cable aéreo.

En este sentido, “Tierra de leones” es un reencuentro con nuestra historia, con nuestras costumbres, con nuestros valores humanos. Porque en sus páginas se habla, sobre todo, de las cosas que identifican a la ciudad en el contexto nacional, de la permanente inquietud mental de sus gentes, de su propia identidad cultural. Sus personajes son sacados de la realidad misma. Y aunque el escritor les ha dado nombres diferentes a los de la vida real, el lector acucioso identifica fácilmente quiénes son esas personas que el novelista ha llevado a su creación literaria.

En “Tierra de leones” el manejo de las técnicas narrativas nos muestra a un escritor maduro, que domina los secretos de la novela. De la misma forma como maneja al narrador omnisciente lo hace con el personaje narrador, con dominio de la técnica. Aunque la novela es escasa en diálogos, cuando éstos aparecen en el texto son bien logrados, con mucha fuerza expresiva. Eduardo García Aguilar comprueba aquí que es un narrador fornido, con calidad literaria, que sabe manejar los recursos del lenguaje. Las descripciones físicas de los personajes son afortunadas. Miremos este ejemplo: “Tenía los dedos y los dientes amarillos por la nicotina, las manos temblorosas, los ojos cubiertos por adiposidades opacas, el rostro inseguro, desencajado y su dicción gangosa, imposible, casi onomatopéyica”.

El personaje central de la novela, Leonardo Quijano, está muy bien retratado. La forma cómo el escritor nos va enseñando ese estado de degradación humana en que va cayendo Quijano víctima de su pérdida de la razón está excelentemente narrada. Eduardo García Aguilar toma partido en esta novela para cuestionar a una clase dirigente que ha manejado los asuntos administrativos a su antojo. El mismo surgimiento de un grupo inconforme que se denomina “Los fundidistas”, integrado por personas con inquietudes artísticas, que condenan a la clase dirigente, comprueba ese compromiso del escritor con la realidad política de su ciudad.
(EJE SIGLO 21. Domingo 27 de septiembre de 2009)

jueves, 24 de septiembre de 2009

EL OTOÑO DEL TIRANO

Por Eduardo García Aguilar
Cuando hace años se hablaba en coloquios universitarios de las novelas de dictadores hispanoamericanos como « Tirano banderas » de Valle Inclán, « Yo el supremo » de Augusto Roa Bastos, « El recurso del método » de Alejo Carpentier o « El otoño del patriarca » de Gabriel García Márquez, nunca pensamos que en Colombia uno de esos personajes pasados de moda se atornillaría en el poder, emulando a Cantinflas en la famosa película Su excelencia.
En Colombia la figura del patriarca fueteador y moralista que gobierna desde hace casi una década y espera todavía seguir en el trono, ha llevado al extremo el aspecto cómico de la figura patriarcal, infalible y energúmena, tramposa y arbitraria, con una larguísima nariz de Pinocho, frente a la que todos se hincan con servilismo, desde oligarcas bogotanos y manzanillos provincianos, hasta ministros, empresarios nacionales o extranjeros y líderes políticos por igual.
Durante décadas se dijo que Colombia era uno de los pocos países latinoamericanos con una democracia sólida que había resistido a la tentación dictatorial, donde los mandatarios por muy amantes del poder que fueran se eclipsaban mansos al concluir sus periodos, como una cuestion de honor personal que ninguno hasta ahora había osado violar.
Se podía estar en desacuerdo con esos personajes de la oligarquía colombiana que se sucedían uno tras otro en el poder, pero al menos debíamos reconocer que tenían cierta dignidad intelectual y decencia y que, como juristas que eran en su mayoría, consideraban un acto de honradez mínima respetar la Constitución y las Leyes y cumplir el precepto de que las reglas de juego no se cambian para beneficio personal y mucho menos por medio del cohecho y la compra de las conciencias de los congresistas.
A lo largo del siglo el Congreso estuvo compuesto en gran parte por personas que representaban ideas políticas claras, a veces atroces, por supuesto, y los debates tenían una mínima altura como lo pude constatar varias veces al entrar allí para mirar desde la barrera las discusiones de las comisiones. La palabra « padre de la patria » podría ser ridícula, pero los hombres del sistema que llegaban al Congreso a nombre de los partidos tradicionales eran relativamente respetados porque se destacaban en algo, en la elocuencia o en los conocimientos técnicos y pese a que contribuían a la perpetuación de la injusticia, los considerábamos interlocutores lúcidos en tiempos de guerra fría mundial.
Nada de eso ocurre ahora : al mismo tiempo que el patriarca llegó con las votaciones milagrosas que le arreglaban en muchas regiones del país las fuerzas oscuras que lo consideraban su representante y salvador, el Congreso se llenó de delincuentes de la peor laya que llegaron al extremo de recibir con honores en el recinto sagrado de las leyes a los peores genocidas y criminales que haya jamás producido el país en su larguísima historia de violencia. Ese día se entronizaron los hornos crematorios, las motosierras y las fosas comunes como las verdaderas hacedoras de la ley cantada en los himnos y simbolizada en la posición hierática de héroes nacionales como Nariño, Santander y Bolívar.
Un Congreso de bandidos perseguidos en su mayoría por la justicia se encargó de cambiar las reglas del juego para imponer la primera reelección de la figura del patriarca y otro Congreso de igual laya se ha encargado de repetirnos la dosis con un cinismo increíble, donde ministros turbios descuartizan la separación de los poderes usando métodos prohibidos. Ni en la más mala película de ficción hubiéramos imaginado el rumbo que terminó por seguir el país a comienzos del siglo XXI, acostumbrado ya al parecer a los sermones diarios del caudillo, a sus discursos cantinflescos para defender a los peores delincuentes o guardar silencio ante los crímenes más espantosos de sus amigos y valedores, que como las ejecuciones extrajudiciales, la coacción multitudinaria del voto y el espionaje al estilo soviético parecen para él pecados ínfimos o calumnias de izquierdistas.
Hace poco un ex presidente mexicano dijo que la impunidad es necesaria para que funcione el sistema político, lo que en su enormidad cantinflesca puede aplicarse perfectamente a lo ocurrido en Colombia: se cambia la Constitución para beneficio propio y no pasa nada, se compran las conciencias y no pasa nada, se concentran las tierras del país en unas cuantas manos ensagrentadas y no pasa nada, se enriquecen milagrosamente los miembros de la corte palaciega y no pasa nada, millones de colombianos son desplazados y no pasa nada, delincuentes son nombrados en los puestos diplomáticos y no pasa nada, miles de desaparecidos reposan en las fosas comunes y no pasa nada, se bombardea un país extranjero y no pasa nada, se graba ilegalmente a opositores, magistrados, periodistas y politicos y no pasa nada, casi todos los miembros del Congreso están siendo procesados y no pasa nada, todos están pendientes día y noche de los humores del patriarca y no pasa nada.
Si Tirano Banderas dice que de noche hace día, todos se inclinan y aceptan ; si dice que la luna es el sol, bajan la cerviz; si amanece de mal humor, todos en palacio esperan a que se le pase la furia; si regaña a los periodistas porque le hacen preguntas incómodas, los áulicos ríen. El caudillo habla de patriotismo, pero ha sido como ninguno el más servil ante los poderes de Washington ; el señor presidente reza y se persigna todas las mañanas, pero calla ante los delitos atroces de lesa humanidad.
Ni Valle Inclán en España, ni Augusto Roa Bastos al describir el delirio del dictador paraguayo Francia, ni Martin Luis Guzmán en México, ni García Márquez al contarnos los delirios del patriarca caribeño, ni Carpentier, ni Rómulo Gallegos, ni el biógrafo de Francisco Franco, ni quienes en América Latina abordaron el tema, imaginaron que seguiría vivo y coleando al concluir la primera década del siglo XXI en Colombia. Pensábamos que todo eso era pasado de moda, reminiscencias de viejos liberales artríticos, pero nada, ahora debemos pellizcarnos para creerlo, en nuestro país estamos viviendo dentro de una novela de tiranuelos hispanoamericanos y nuestro personaje de marras supera con creces a sus variados y vistosos modelos.

sábado, 19 de septiembre de 2009

ALCURNIAS IMAGINARIAS COLOMBIANAS


Por Eduardo García Aguilar

Hay quienes endulzan hasta el delirio la historia de sus familias y mucho más en Colombia, país de arribistas marcado por las oligarquías nacionales del siglo XX que siempre tuvieron y tienen ínfulas aristocráticas, a imagen y semejanza de la familia real británica, aunque desciendan de pillos aventureros gachupines, mercenarios asesinos y de regentadoras europeas de burdeles.
Para explorar las razones de la tragedia nacional hay que abordar esta parte de la manía colombiana, obsesiva, patética, de sentirse siempre de « buena familia ». Cada fraja de la sociedad se siente de « mejor familia » que la otra, y uno tras otro cada estrato se siente superior al de abajo, generando el Apartheid sudafricano en que vivimos sin saberlo. Y si no, que lo digan los infrahumanos colombianos que viven en los tugurios y los peones que van de finca en finca levantando cosechas por un salario de miseria.
Hasta en los barrios más modestos de la clase media colombiana la familia vecina se sentirá de « mejor familia » o se imaginará que tal ancestro era muy rico, poseía tierras o grandes negocios, y que después poco a poco la saga llegó a la ruina en que está por culpa de los comunistas. Y aunque no tegan para comer, siempre tendrán una pobre « sirvienta » a quien mandar y humillar y si es posible con cofia y uniforme.
En todas partes habrá una pobre viejecita a quien visita como fantasma el ancestro de alcurnia que la limpia de su actual miseria y con el estómago vacío y sin nadita que comer de todas maneras se sentirá superior a los otros por la supuesta « nobleza » perdida. Siempre he pensado en esos tristes casos de colombianos que a toda hora, sin falta, donde estén, en cualquier fiesta o cena, en la buhardilla del exilio o el cafetín de la penuria, no cesan de sugerir que son de « muy buena familia» y hasta la saciedad lo restregarán al comensal de al lado sin saber que hacen francamente el ridículo y caen en el llamado « mal gusto ».
Esos personajes cómicos son el arquetipo del fenómeno nacional patológico y pululan en todas partes, en especial en embajadas y consulados colombianos del mundo. Es una pulsión, una manía, una sicopatía, pero es. Colombia es un país muy reciente y además con rango medio entre las naciones latinoamericanas, menor que Perú o México que sí fueron en tiempos de la Colonia grandes virreinatos con aristocracias reales indígenas y españolas que pueden rastrear sus orígenes cinco siglos sin entrar en delirios. En Colombia se da el caso de los López, quienes serían el emblema de las sagas « reales » colombianas, revividas ahora con la publicación de las memorias del « compañero jefe » traidor del MRL, Alfonso López Michelsen, donde éste pela el cobre de quienes son los verdaderos causantes de la desigualdad en el país que ha conducido a la guerra y a la violencia endémicas.
López deja ver claro el nepotismo de esa casta oligárquica que ha vivido y vive del erario, mantenidos siempre por los colombianos en puestos diplomáticos, pues al país que llegara en el mundo siempre había allí un cónsul o embajador de la familia para atenderlos como ahora en todo el mundo atienden al vicepresidente Santos y a su corte payasesca. López hace referencia en sus mediocres escritos a la « servidumbre » al servicio de la familia y a la plebe colombiana con una desvergüenza en que nunca incurrirían la reina Isabel, los borbones, los Orleans o el Príncipe Ernesto de Hannover.
Los López, involucrados siempre de abuelos a nietos en negociados como los de la Handel y La Libertad, y que han tenido dos presidentes, se han creído la familia real colombiana como lo muestran los escritos de este delfín en la Colombia jerárquica de los años 30 y 40 cuando recorría Europa y hacía estudios en París. Pero los López no son los únicos, pues hay otras familias como los Gómez, los Santos, los Santodomingo, los Pastrana, los Lleras, los Samper, los Holguín, y otras más que son y han sido los vampiros que han chupado del país y puesto a Colombia donde está, sembrada de odio y miseria.
Los arribistas y los áulicos del poder que merodean en las embajadas del mundo y en los mejores puestos públicos, « al servicio de la patria», tratan de moldearse a imagen y semejanza de esas familias supuestamente « nobles » del país, que con el apellido creen tener la presidencia, los ministerios y las embajadas garantizados de generación en generación hasta el fin de los días. Todos ellos descienden en su mayoría de arrieros, mineros, campesinos, comerciantes, artesanos, pillos, aventureros, estafadores, regentadoras de burdeles y maleantes que edificaron por desgracia una nacionalidad de asesinos y ladrones forjados en guerras civiles y luchas de clanes por el botín en la profunda Colombia del siglo XIX. Que esa oligarquía colombiana no venga a meternos el cuento de que tienen alcurnia, pues sólo se han autoforjado esa historia en su larga borrachera de poder y robo del presupuesto.
Esta pulsión es el síntoma del gran mal colombiano, de los verdaderos y profundos problemas de nuestra sociedad injusta, colonial, jerárquica, de castas. Todos los colombianos somos víctimas de nuestra propia historia y esa patología sigue viva a comienzos del siglo XXI en tiempo de nuevos delfines y clases emergentes. En el fondo las familias principescas colombianas son sólo unos pobres reyezuelos abusivos de un país con 20 millones de pobres, ocho millones de indigentes, cuatro millones de desplazados y miles de muertos en las fosas comunes esperando el esclarecimiento de sus desapariciones a manos de los paramilitares. Por mucho esfuerzo que hagan, los López, Santos, Gómez, Pastrana, Holguín, Samper, Lleras y demás oligarcas colombianos no llegarán nunca a ser como los Windsor, los Borbon, los Hannover o los Orleans, pues sólo son a lo máximo pillos de una banana república tercermundista.

sábado, 12 de septiembre de 2009

ARTE, COCAÍNA Y PERFORMANCE

Por Eduardo García Aguilar
El escándalo provocado por el performance de la prestigiosa artista cubana Tania Bruguera en la escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, durante el cual circularon tres bandejas con 20 líneas de cocaína cada una, como metáfora de un problema real e ineludible, muestra los niveles de intolerancia y ridiculez a los que está llegando Colombia en la primera decada del siglo XXI, después de casi ocho años de estar centrada en la palabra supuestamente divina de un caudillo mediocre, autoritario y abusivo.
Un país que tuvo en los años 60 del siglo pasado una generación de artistas de avanzada en los campos de la poesía, las artes plasticas, la crítica y el teatro como Alejandro Obregón, Gonzalo Arango, X-504, Enrique Buenaventura, Santiago García y Marta Traba, entre otras muchas figuras, ha retrocedido en unas décadas a niveles impensables de ñoñez parroquial.
Cuando sabemos que a Palacio de Nariño han entrado en secreto personas ligadas al narcotráfico y que el Congreso nacional, compuesto en gran parte por personas relacionadas con la delincuencia, recibió con honores a narcoparamilitares de alto nivel, no entiendo como saltan algunos a pedir la expulsión de la artista cubana y exigir que se le haga un exorcismo, cuando ha estado presente en los principales lugares de la expresión artística contemporánea, donde, como en los performance presentados en la Bienal de Venecia, se logra por medio de duras escenas poner el dedo en la llaga de la realidad.
El fotógrafo norteamericano Serrano provocó escándalo al mostrar imágenes de Jesús sumergidas en enormes vasos de vidrio llenos de orina, Anselm Kiefer presentó en el Gran Palais de París una exhibición apocalíptica de lo que sería una nueva guerra destructiva, un artista representó al papa Juan Pablo II aplastado por un meteorito, y así sucesivamente el nuevo arte de hoy revela, como lo hicieron en su tiempo dadaístas y surrealistas, y con toda libertad además, las heridas y las verdades de nuestro tiempo. Marcel Duchamp causó y causa polémica todavía con su famoso orinal, considerado un punto básico de ruptura del arte del siglo XX. La artista francesa Louise Bougeois nos estremece con obras escalofriantes que nos obligan a veces a retirar la mirada, como ocurre con Christian Boltanski, uno de mis más admirados artistas de hoy, cuyos performance pueden hacernos vomitar de angustia o de dolor. Otro artista ha osado con fortuna vender mierda humana enlatada como obras de arte. Warhol se hizo rico con sus famosas latas de sopas Campbell.
En este caso la artista cubana no iba a presentar una obra "políticamente correcta" para dejar contentos a todos y partir del país como otro artista más domesticado después del coctel, de los tantos que hay en este país y en el mundo entre novelistas, poetas y artistas plásticos que prefieren callar y ser melifluos para quedar bien con todo el mundo: la izquierda y la derecha, los militaristas y los pacifistas, los gazmoños y los libertinos, los camanduleros y los ateos, los pobres y los ricos.
El arte verdadero es el subversivo y no vale la pena dedicarse a ese oficio para ser complacientes. Kafka desenmascaró los horrores de la burocracia y la novela norteamericana contemporánea va directo al centro de los problemas reales dejando fluir el lenguaje de las calles. Finalmente el arte y la literatura colombianos se han convertido por lo general en un ejercicio de arribistas que quieren ascender y tener la bendición de los poderosos escribiendo o haciendo obras insípidas para consumo y aplauso general. Tania Bruguera le ha dicho a los artistas colombianos que despierten como Lázaro, pues en las últimas décadas se han vuelto momias putrefactas de hipocresía, miedo y arribismo.
Por el contrario los colombianos deberíamos felicitar a la artista cubana por su valentía y porque en un gesto maravilloso, mostró lo que es cosa común en los salones de los ricos del mundo, en los balnearios más exclusivos y en las altas esferas de los potentados, empresarios, ejecutivos, corredores de bolsa, modelos y actores de glamour, en las fiestas de las juventudes doradas de todos los países del primer mundo, empezando por Estados Unidos, que son los consumidores de la droga por la cual tienen estigmatizada a Colombia por la única razón de que enormes intereses se niegan a legalizarla.
No nos metamos mentiras: Colombia es el principal productor del mundo de cocaína porque hay millones de consumidores en los países ricos, que están dispuestos a comprarla al precio que sea para amenizar sus fiestas o mantener la energía en las interminables y deliciosas rumbas de la sociedad de consumo. Si no existiera tal demanda libre en los países industrializados no habría producción en Colombia y volveríamos a nuestras actividades tradicionales. Con su "arte de conducta" la cubana Bruguera prueba que la legalización dejaría en manos de cada quien la responsabilidad de consumir o no, como ocurre con el alcohol, que es un elíxir tan peligroso como la cocaína, el cigarrillo, los autos de lujo y otras drogas legalizadas por las multinacionales.
Si se legalizara el consumo, como ocurrió en los tiempos de la prohibición del alcohol, se acabarían las mafias, los capos, el lavado de dinero, la corrupción de los gobiernos, las policías y los ejércitos, y las sumas multimillonarias destinadas a una guerra inútil podrían aplicarse a prevenir y ayudar a los adictos y el resto a elevar el nivel de vida de los miserables o a mejorar los niveles de educación o la salud. Ya basta del Plan Colombia y los miles y miles de millones de dólares destinados a hacer la guerra al interior del país, cuando el verdadero problema son los consumidores en Estados Unidos y Europa que hacen posible la producción mafiosa.
¿Cuántas generaciones hemos perdido los colombianos en esta lucha absurda? Miles de presidiarios en todo el mundo por el simple hecho de ser pobres "mulas" utilizadas, jóvenes en la flor de su edad que ven sus vidas arruinadas en las cárceles por el error de hacer un viaje equivocado con droga y decenas de miles de muertos en una guerra sin fin entre bandas y autoridades, que conduce sólo al derroche de sangre y dinero. Y mientras tanto los verdaderos capos y lavadores de dinero, los millonarios y los magnates, siguen libres gozando de su renta millonaria en los balnearios del poder y la gloria o entran como pedro por su casa al Palacio Presidencial.
A Tania Bruguera deberíamos darle la nacionalidad honorífica como se la dieron a la polémica crítica argentina Marta Traba y a su coterránea la actriz Fanny Mickey, a quien alguna vez también se le consideró sulfurosa en Colombia por su irreverencia. Con su "arte de conducta" Tania Bruguera ha desatado la polémica sobre un tema esencial: ¿por qué no legalizar la cocaína en vez de sostener solos una guerra inútil en la que Colombia da los muertos y la sangre y los países del primer mundo sólo ofrecen sus narices? Dejemos de ser más papistas que el papa y ojalá quede atrás para siempre esta guerra absurda en la que nos tienen sumidos los energúmenos del Palacio de Nariño y su áulicos hipócritas. 
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* Nota bene: Artículo publicado el 12 de septiembre de 2009, en pleno régimen del innombrable caudillo de El Ubérrimo de cuyo nombre no quiero acordarme. Más de una década después, este agosto de 2022, comenzó un nuevo gobierno que plantea por fortuna otras políticas en materia de solución del problema del narcotráfico en el marco de una reflexión mundial sobre el tema. Reproduzco el artículo ahora para refresfcar la memoria.

sábado, 5 de septiembre de 2009

JAIME MEJÍA DUQUE, GENIO Y FIGURA



Por Eduardo García Aguilar
Jaime Mejía Duque fue la primera persona que busqué en Bogotá cuando llegué allí a los 18 años para iniciar mis estudios en la Universidad Nacional de Colombia. De inmediato me recibió en su oficina del Ministerio del Trabajo donde trabajaba como jurista y después de largas conversaciones en los cafés de la séptima y visitas a librerías emblemáticas del centro, me abrió las puertas para publicar en Lecturas Dominicales de El Tiempo, dirigido por Enrique Santos Calderón, entonces su amigo entusiasta y generoso joven de izquierda.
En su órbita se discutía con pasión sobre literatura latinoamericana y colombiana y se buscaba analizar las tendencias de las letras continentales en tiempos de auge del irrepetible boom de la novela latinoamericana, cuando autores extraordinarios como Alejo Carpentier, Miguel Angel Asturias, Guillermo Cabrera Infante, Augusto Roa Bastos, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas, Julio Cortázar, José Donoso, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa irrumpían a nivel mundial, pues nuestro continente estaba de moda en el mundo por las ilusiones que suscitaba su probable camino hacia la revolución encabezada por el mito crístico del Che Guevara.
Después de las presentaciones de libros, conferencias o entregas de premios literarios universitarios, recalábamos todos en grupo en algún bar restaurante cercano a la carrera séptima, como ocurrió aquella vez en que llegó a Colombia el joven narrador Oscar Collazos, entonces la estrella máxima de las letras jóvenes continentales tras su conocida polémica con Julio Cortázar y Vargas Llosa, publicada por Siglo XXI editores. Mejía Duque encabezaba la mesa y la literatura era nuestro reino. Alto, cejón, cegatón, manco, pero de una elegancia de cachaco impecable, con la otra mano alzaba la cerveza entre la humareda del antro y reía sin perder la compostura. El país no imaginaba entonces hasta dónde llegaría en materia de horrores y sorpresas sangrientas. Aún caminaban por ahí León de Greiff y Aurelio Arturo y el fantasma de Baldomero Sanín Cano todavía estaba fresco.  
Aquel momento de euforia colectiva no volverá a repetirse: la literatura latinoamericana era de una variedad asombrosa y había lugar allí para todo tipo de expresiones en el campo de la ficción, fueran ellas borgianas, barrocas, costumbristas, neorrealistas, experimentales, mágicas, agrarias, urbanas, eruditas, absurdas, crípticas, comprometidas, procaces o macarrónicas. La poesía, encabezada por la maestría viviente del gran Pablo Neruda, irrigaba toda la geografía continental hundiendo sus raíces en el modernismo y estirando sus brazos y manos abiertas a todo tipo de experimentaciones, a través de las vanguardias. Y al lado de esa pléyade de autores y multitud de obras notables escritas y publicadas entre los años 50 y 70, vibraba con derecho propio el ejercicio del ensayo y la crítica con nombres inolvidables como Emir Rodríguez Monegal, José Miguel Oviedo, Fernando Ainsa, Angel Rama y Jaime Mejía Duque, Hernando Valencia Goelkel, Oscar Collazos, Isaías Peña Gutiérrez y Juan Gustavo Cobo Borda, entre los colombianos.
Desde todos los países surgían obras que circulaban frescas entre las diversas capitales y a diferencia de esta primera década del siglo, dominada por productos editoriales desechables de consumo inmediato, se trataba de obras monumentales devoradas en colegios y universidades por una generación enfebrecida por los campos magnéticos de la historia en movimiento. Mejía Duque era una antena de esa inquietud en la Bogotá de los años 70 y en torno suyo jóvenes y contemporáneos intercambiábamos libros y discutíamos sin cesar sobre el fenómeno en curso.
Después de cuatro décadas de reino ininterrumpido de Gabriel García Márquez, autor aclamado unánimente por toda la crítica y la prensa literaria del mundo, es difícil entender para quienes no vivieron esos momentos lo que significó ser testigos de la verdadera declaración de independencia cultural y artística de América Latina. Ahora es algo ya admitido, pues pasada la efervescencia revolucionaria de aquellos años, los logros culturales se solidificaron en las mentalidades, pero entonces, cuando el continente luchaba por desatarse de las garras del cruel imperio norteamericano, cómplice y autor de los más grandes crímenes para apuntalar a dictadores locales, esos acontecimientos históricos irreversibles suscitaban una efervescencia intelectual poco vista en universidades, cafés y librerías. Desde la adolescencia tratábamos de desentrañar los aracanos de la historia, estudiando a la luz de los grandes pensadores del momento los procesos históricos de la humanidad y la aventura del pensamiento.
En esos tiempos de agitación política latinoamericana marcada por los asedios de la ultraderecha y las dictaduras, las acciones imperiales violentas de Estados Unidos y el auge opositor de las ideas marxistas agenciadas por la Unión Soviética, China y Cuba, Mejía Duque era un « intelectual orgánico » que analizaba las tendencias de la cultura latinoamericana del momento, pero lo hacía de manera rebelde, leal a la causa de la revolución, aunque nada ingenuo ante las fisuras y vicios del bando insurgente y los problemas detrás del Muro de Berlín. Este abogado erudito y riguroso pertenecía a una generación estudiada en las universidades de Rusia, Alemania del Este y otros países de la órbita soviética situados tras la cortina de hierro en plena guerra fría, y que durante su estadía en esos países accedió a otras lenguas y culturas que llegaron a conocer y traducir ampliamente, como es el caso del excelente poeta Eduardo Gómez o del fallecido Henry Luque Muñoz, entre otros muchos intelectuales colombianos de izquierda.
Cuando pronto viajé en 1974 a continuar mis estudios en la Universidad de París, me llevé en la valija sus obras y más tarde propicié la edición en francés por parte del Centro de Información de América Latina (CIAL) de El otoño del patriarca y la crisis de la desmesura, donde Mejía Duque ejercía su crítica ante la nueva obra de GGM posterior a Cien años de soledad, con valentía meritoria, cuando el hecho de cuestionar al futuro Nobel era un pecado de lesa majestad.
Sus libros Literatura y realidad, Mito y realidad en Gabriel García Márquez, Narrativa y neocoloniaje en América Latina, así cono sus exploraciones sobre las vanguardias latinoamericanas y sus textos sobre Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla y otros autores colombianos merecen una nueva relectura situada en el contexto en que fueron escritos. Mejía Duque está posicionado para siempre al lado de los otros grandes críticos latinoamericanos contemporáneos del boom. Él y los hombres de izquierda de su generación fueron seres honrados que amaron a su país y por eso murieron olvidados en vida: en estos tiempos de bandidos y mafias tenebrosas aferradas en el poder para robar y matar, ellos son ejemplo significativo para nuestro país a la deriva.