viernes, 17 de julio de 2009

ENTREVISTA CON EDUARDO GARCIA AGUILAR EN PAPEL SALMON DE LA PATRIA


La Manizales de El viaje triunfal es la de la infancia y adolescencia de García Aguilar. Sus intentos más fuertes y adultos por escribir una obra se han dado afuera. México le cambió su rumbo definitivamente. El escritor nacional ya es anacrónico con la globalización. Búsqueda.

Gloria Luz Ángel – Papel Salmón - La Patria - Manizales

La novela de Eduardo García Aguilar

El viaje triunfal fue presentada en su traducción al inglés el pasado mes de abril en la sede de Americas Society en Nueva York. Papel Salmón le hizo una entrevista vía internet acerca del libro y su vida como escritor en el exterior.


-Arnaldo Faría Utrillo, personaje de El viaje triunfal, es un “extranjero profesional”, un hombre del mundo. ¿También es así Eduardo García Aguilar?
El apátrida siempre busca la tierra prometida o perdida. De niño y adolescente en Manizales me encantaba escuchar por onda larga las emisoras radiales lejanas que transmitían en otras lenguas o en español programas desde Holanda, Francia, Rusia, China, Inglaterra o Estados Unidos. En las noches de insomnio, cuando afuera sonaba la lluvia, pasaba horas explorando esos universos y deseando viajar. Soñé muchas veces en amplios espacios de nieve y ciudades imaginarias como París, a donde finalmente llegué a los 20 años.
Desde mi ventana veo esta ciudad tan entrañable que me acogió, me abrió sus universidades y me dio trabajo y la siento tan mía como la natal. Me gusta vivir entre gente de múltiples nacionalidades, saber que en el metro o en el bus se hablan decenas de lenguas distintas y que en los rostros se observan los orígenes más extraños y distintos.
Me encanta ser un ciudadano del mundo, un “cosmopolita” en el sentido más noble. Pero mi nacionalidad está bien definida y es la colombiana, pues de ahí vienen mis ancestros. El personaje Faria Utrillo se define como “extranjero profesional”, pero al final viene a morir a su tierra, en su casa de La Francia, y es devorado por el espejismo del retorno.

-¿Cómo es la Manizales que aparece en El viaje triunfal?
Es la Manizales de mi infancia y adolescencia, a la que retorno siempre y está fija en un mundo mítico y legendario situado en la esquina del Hotel Escorial, diagonal con el café Osiris, cerca de donde papá tenía su oficina en un edificio que después convirtieron en Hotel Cumanday. Es la Manizales de la Catedral omnipresente, el edifico de la Gobernación, la ciudad del centro, Hoyofrío, Chipre, el manicomio de San Cancio, La Francia y los parques Fundadores, Bolívar, Caldas y Olaya Herrera, el Puente de Olivares, el Carretero, el cementerio San Esteban.
Se dice que los novelistas siempre tratan de contar los mundos fantásticos de su infancia y retornan a ellos de manera cíclica. Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Joseph Roth, James Joyce, Thomas Mann, Marcel Proust, Virginia Woolf. Los grandes narradores exploran sin cesar esos mundos idos. Sin saberlo tal vez, guiado por la fuerza del relato, he hecho lo mismo, tratar de explorar y contar las calles de mi infancia a través de personajes como Leonardo Quijano en Tierra de Leones, Tulio Bayer en Bulevar de los héroes y Faria Utrillo en El viaje triunfal, que componen mi trilogía sobre la ciudad natal.
Ahí también trato de reconstruir la ciudad art decó de los años 50 y 60, algo idílica, anterior al progreso, los supermercados y las grandes avenidas. Una ciudad muy bella, llena de naturaleza por todas partes, en una biosfera poblada de árboles, montes, volcanes, riachuelos y casas de sueño. En El viaje triunfal hago énfasis en esa ciudad del centenario. Esas tres novelas son mi búsqueda del tiempo perdido, mientras mis libros de poesía Llanto de la espada y Animal sin tiempo abordan el viaje, el exilio, el destierro, la errancia, el paraíso perdido y la nada perpetua.

El modernismo
-Según el traductor Gregory Rabassa, El viaje triunfal es una novela sobre el modernismo. ¿Cómo lo definiría?
En América Latina el modernismo se refiere a la generación encabezada por Rubén Darío, que revolucionó el castellano, incluso en la metrópoli española. A esa generación pertenecieron Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, José Santos Chocano, Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig y José Asunción Silva, discípulos del simbolismo francés y la literatura decadente de fin de siglo XIX, encabezada por Baudelaire y Verlaine.
En el mundo de la crítica europea y anglosajona el modernismo está más relacionado con las vanguardias de entre guerras que revolucionaron el arte poético y pictórico. A ese mundo pertenecen el dadaísmo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, poetas como Apollinaire, Blaise Cendrars, César Moro o artistas polifacéticos como Francis Picabia y Marcel Duchamp.
El viaje triunfal abarca esas dos generaciones y Faría Utrillo nada entre ambas porque es hijo de la primera a través de su madre Ana Malo y testigo de la segunda en París y Nueva York. Asiste al mundo terrible que presagia la segunda guerra mundial y viene a morir a Colombia cuando se inician los terribles años de La violencia.
El personaje central es un Frankenstein de ambas generaciones y a través de él quería hacerles un homenaje de lector. El maestro Rabassa, que hizo también el prólogo a la edición en inglés de Bulevar de los héroes, subrayó en la presentación en Americas Society de El viaje triunfal el hecho de que la mejor forma de hacer literatura es viviéndola como tal, dentro de ella, y este libro para mí fue una forma feliz de vivirla desde adentro, desde su propia materia.
El escritor adolescente es el esencial

-¿Qué rumbo ha tomado su escritura luego de vivir en México y Francia?
Me fui de Colombia a los 20 años y nunca volví a vivir allí. Salvo la parte adolescente de la escritura, el resto ha sido desde la lejanía, en otros países como Francia y México. Los intentos más fuertes y adultos por escribir una obra se han dado afuera. Sin embargo, creo que el escritor adolescente es el esencial y sigue dictando los rumbos. En el bachillerato, como poeta adolescente, visto así por compañeros y profesores, uno ya es lo que busca, ahí la vocación está químicamente pura. Es impresionante la lucidez con que uno en ese momento se identifica con los grandes autores que va descubriendo, clásicos griegos y latinos, Cervantes, Lope de Vega, Shakespeare, Goethe, Dostoievsky, Tolstoi, Proust, Kafka y los grandes clásicos nacionales como Jorge Isaacs, José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Tomás Carrasquilla, José Eustasio Rivera y León de Greiff.
En mi caso, México es muy importante porque es la capital literaria de América Latina y por su sincretismo entre un fuerte mundo prehispánico, un poderoso mundo cultural colonial hispano y la vecindad con Estados Unidos, que da una espléndida perspectiva para situarse en el marco de las letras hispanoamericanas. Ahí crecí entre los colegas de mi generación mientras Juan Rulfo y Octavio Paz estaban todavía vivos, aprendiendo de Alfonso Reyes y Vasconcelos; ahí publiqué mis libros y devoré obras que encontraba en las grandes librerías del orbe hispanoamericano, que son las de la calle Donceles. México fue una universidad literaria y cambió mi rumbo definitivamente, hasta el punto que a veces creo tener el espejismo de ser un autor mexicano antes que colombiano.

Entre la literatura y el periodismo
-Usted lleva 20 años trabajando en la AFP, ¿qué le ha aportado el periodista al escritor y viceversa?
Trabajar en periodismo en una agencia mundial le pone a uno los pies en la tierra, lo conecta con la realidad y la necesidad de comunicarse con la gente y darse a entender. A nivel personal, me obligó a ir al grano, a ejercer el trabajo con gran voluntad y energía y a obtener a toda costa los objetivos, pasando la mayor cantidad de barreras y obstáculos posibles.
Esa profesión lo vuelve a uno recursivo en el mundo, perfecciona la mirada de águila y da una visión amplia sobre este ser humano tan complejo y vivo que domina el mundo y lo está destruyendo. En periodismo el escritor debe hacer mutis porque son dos lenguajes muy diferentes y tienen objetivos disímiles. De hecho los escritores, los poetas, no son bien vistos en el periodismo y mucho más ahora. Como en el caso de Juan Carlos Onetti, que fue agenciero como yo, la literatura es un jardín secreto, clandestino, que se debe conservar para uno y lo mejor es tenerlo escondido. Eso es como un político honrado en el Congreso. Es un ave rara muy mal vista.
Hacia el olvido
-¿Siente que se cumple en usted el refrán “no es profeta en su tierra”?
Bueno, para empezar habría que preguntarse si uno quiere ser “profeta” o convertirse en “escritor nacional, oficial”, de esos engolados que caminan orondos como el sapo de Pombo, con levita y corbatín, rodeados de corte e ilusos admiradores que aplauden y aplauden todo el día.
A mí eso me da mucha pereza. Es un modelo muy decimonónico y su ejemplo típico es Víctor Hugo, cuyo arquetipo se impuso en América Latina con los “maestros de juventudes” que parecían arzobispos de la literatura. De ahí salen esos escritores nacionales latinoamericanos del modernismo tipo Amado Nervo, o embajadores poetas y políticos a la vez como Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, a quienes les encanta andar entre presidentes, dictadores y políticos, reyes, millonarios y parecen caminar siempre con la mitra y el báculo bien puestos, dando lecciones a diestra y siniestra.
Digamos que el escritor “profeta nacional” fue el que se impuso hasta hace poco en nuestro continente, y en Europa reinó hasta los tiempos de André Malraux y Sartre. Pero creo que eso ya está cambiando. Digamos que el escritor se “privatizó” y ahora reinan los best sellers que son a la vez vedettes de la farándula. El escritor nacional ya es anacrónico con la globalización. A ese modelo, prefiero la vertiente marginal rebelde, a la que pertenecen poetas ladrones o presidiarios como François Villon y Jean Genet en Francia, o el barbudo Walt Withman y el borrachín degenerado Charles Bukowsky en Estados Unidos. O para volver a Francia, los malditos maravillosos Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Artaud, o los suicidas Nerval, Silva, Cesare Pavese o Paul Celan, entre otros. La mayoría de los escritores malditos y marginales fueron conocidos con carácter póstumo y por casualidad muchas veces, rescatados azarosamente del olvido. Estoy convencido de que los escritores juntos vamos de manera rauda hacia el olvido absoluto. Suficiente nuestro grito momentáneo como el trino anónimo del pajarito, el sonido del grillo entre la maleza o el croar de las ranas junto al riachuelo, antes de la tempestad.

sábado, 4 de julio de 2009

LA SINFONIA CARIBE DE BURGOS CANTOR


Por Eduardo García Aguilar

Como homenaje al gran novelista colombiano Roberto Burgos Cantor, finalista del Premio Rómulo Gallegos y ganador del Jose María Arguedas con La ceiba de la memoria en 2009, saco de mi gaveta un ensayo escrito hace un cuarto de siglo con motivo de la salida de su primera novela, e incluido en mi libro Atenas Express. Cien años de literatura colombiana, todavía inédito.

     Una de las novelas más destacadas dentro del panorama de la nueva novela colombiana es El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos Cantor (1948). Novela de ciénagas y tierra húmeda, incrustada en el colorido ambiente del Caribe, la de Burgos es notoria porque es la primera en desembarazarse de la retórica macondina que casi todos los escritores de la costa colombiana no habían podido superar.

     Durante los últimos años esos escritores luchaban sin resultados por expulsar el pulpo garciamarquino que los asfixiaba. Con esta novela, en la que campea un mundo mítico repleto de guiños a sus maestros, la guerra ha terminado con resultados favorables para el soldado de las letras. Como buen discípulo, Burgos ha logrado sintetizar los mejores logros de García Márquez con el mundo maravilloso de Alvaro Mutis, quien está presente en cada una de estas páginas. Más mutisiano que macondiano, Burgos produjo, sin embargo, una novela absolutamente burguiana.

     La novela trascurre en dos tempos : el de un boxeador decadente que trata de justificar su derrota y el de una casa de putas regentada por Germania de la Concepción Cochero. Miguel Sarmiento, el músico, Beny el boxeador, Lácides, el aristócrata decadente, Olimpia y los músicos se entrecruzan en esa casa húméda rodeada de flores y de iguanas, especie de barco fantasma donde se concentra la maravilla de un mundo ajeno a la tierra fría de los Andes. Araucaíma de las ciénagas.

     La literatura colombiana está marcada irremediablemente por sus signos geográficos. A un lado la tierra fría de la cordillera con sus mundos nublados con mitologías peculiares y al otro lado la tierra caliente de la costa con autores atrapados en la nieve como Germán Espinosa, Burgos Cantor, Jaime Manrique Ardila y Julio Olaciregui, para sólo mencionar algunos recientes, cuya obra es fiel a su tierra. De estas oposiciones, de estos ámbitos tan disímiles está surgiendo una nueva novela fogosa y variada que explota súbitamente después de un lento proceso de incubación.

    Burgos vive en Bogotá y desde el « exilio » evoca un mundo que tiene mayores coincidencias con las islas y las costas del Caribe que con las tierras altas de Colombia. Otros escritores, esta vez andinos, como Eduardo Zalamea Borda, han escrito obras donde muestran el ansia de fundirse en la otra mitad del país. Cuatro años a bordo de mi mismo, publicada en 1934, es una Vorágine aguamarina. En sus páginas se ve claramente que quien escribe es un paramuno deseoso de comerse a la costa. Y al final de esta gran novela hay un sabor de inevitable fracaso.

     A diferencia de Cuatro años a bordo de mi mismo, El patio de los vientos perdidos inunda de humedad el cuarto de un lector ajeno y lo sume en el letargo de ciertos atardeceres desde donde emergen ferrys abandonados, corredores y escalinatas rodeadas de enredaderas, techos lejanos de paja y músicas de harmonios encantados que huelen a colonia de Murray. El tiempo que une a los objetos es el del almanaque Bristol. Y su dirección loca es la de los cangrejos azules. El vehículo en que viaja, una victoria halada por corceles negros.

     Antes había publicado en la colección del Instituto Colombiano de Cultura un libro de cuentos, Lo Amador, donde se vislumbraban los principales temas y ámbitos de El patio de los vientos perdidos. Desde entonces Burgos escogió para escribir una trompeta. Tomando partido por el lenguaje, por la música de las palabras y sus destellos, asestó un golpe certero a cierto manierismo, cuyo objetivo era la confusión estructuralista antes que la poesía o la música.

     La novela comienza con el contrapunteo de dos tiempos : el del boxeador fracasado y el de la casa de Germania. Son fotografías donde se muestran los elementos fundamentales de la historia. Luego, en una larga sinfonía caribe, Burgos se remonta al pasado colonial, el de los ancestros de don Laci, para llegar de nuevo a la casa con su ambiente de farra mítica. Es un texto de más de cien paginas para ser cantado en voz alta. Después volvemos a la angustia del fracaso, con un texto para percusión, donde Beny, asiduo de la casa, cuenta los peligros del éxito. Al final viene el entierro de don Laci, personaje misterioso que llegó y se quedó como sombra, seguro de haber encontrado en Germania su otra parte. Es un entierro de opera, bajo el sol y la humedad, arrullado por el oleaje y los chapuceos de los cangrejos.

     Para desentrañar El patio de los vientos perdidos debemos sumergirnos en él sin temores. Con la fogosidad de otros textos realistas, Burgos abre una brecha dentro de la nueva literatura colombiana. Su partido es la música antes que todo y a través de ella cuenta las historias. Los hechos y los protagonistas son el eco del combo. La novela es el sonido que ha dejado el combo junto al mar, cuando los borrachos se reúnen a tomar las cervezas frías del alba.

   El delirio novelístico de la nueva generación de escritores de Colombia es sorprendente. Tal vez en pocos países de América Latina se están escribiendo tantas novelas, y esto se debe al deseo de emular al gran Patriarca. Hay un abanico que va desde el más descarnado realismo hasta las más abstrusas experimentaciones. Burgos Cantor, con El patio de los vientos perdidos, ha optado por dar a las palabras poderes musicales, visuales, olfativos y táctiles.

    Otro cartagenero, Germán Espinosa (1938), escribió y publicó en Montevideo en 1970 una novela que puede considerarse precursora de El patio de los vientos perdidos en lo que respecta a la utilización de la palabra como nota musical : Los cortejos del diablo. En ambas se percibe el deseo de hacer de éstas el cuero de un tambor, la cuerda de un instrumento, el metal de la corneta. La de Espinosa se remonta, como en su momento también lo hace la de Burgos, a los tiempos virreinales. Y todo parece como si en el remoto pasado estuvieran escritas las tragedias y las dichas presentes, los signos de la suerte, las cartas de la baraja. Como si Cartagena de Indias, tierra de fundación, estuviera poblada de los más extraños fantasmas de la palabra, gnomos de la ficción.

   De Lo Amador hasta El patio de los vientos perdidos (Planeta colombiana. Bogota, 1984) hay ya un camino recorrido que augura nuevas fiestas y delirios. Con su primera novela, Burgos Cantor coloca una de las más valiosas piedras del edificio novelístico del post-macondismo colombiano.