domingo, 26 de abril de 2009

LAS DESGRACIAS DE COETZEE


Por Eduardo Garcia Aguilar

Una vez en la librería Gandhi de la ciudad de México, Gabriel García Márquez me habló con mucho entusiasmo de la excelente calidad narrativa de J.M. Coetzee, quien acababa de ganar el Premio Nóbel en 2003, lo que mostraba que el autor colombiano siempre estaba al tanto de la actualidad novelística mundial y tenía tiempo para seguir los pasos de sus sucesores en el magno reconocimiento literario mundial.



Como su compatriota sudafricana Nadine Gordimer -quien se hallaba por esas fechas en México en el Congreso Internacional del Pen y le mandaba saludos al maestro a través mío-, Coetzee narra la desgracia de su país, anclado en la guerra y la violencia del Apartheid, que por esas fechas parecía sin solución alguna, tanto el odio entre las partes era profundo.



A un lado estaban los negros encabezados por el luchador guerrillero Nelson Mandela, en la cárcel desde hacía décadas, y al otro el gobierno implacable y terco de los gamonales blancos y ojiazules que se negaban a un cambio profundo de la propiedad de la tierra y la ancestral discriminación racial de la plebe negra.



Los tres Premio Nóbel de esa región, Coetzee, Gordimer y Doris Lessing, son blancos, pero a diferencia de los racistas terratenientes que dominaban al país y sumían a la población negra en la esclavitud y la discriminación, tratan de contar a través del género novelístico el drama nacional, profundizando en las entrañas de la violencia ciega y terrible, buscando las razones profundas de las acciones de los negros insurrectos, que no eran ningunas mansas palomas.



Por supuesto que los insurrectos negros sudafricanos cometían atrocidades, pero si lo hacían en la lucha contra el Apartheid era por razones profundas, históricas e ineludibles y la solución al problema no estaba en llenar las cárceles de rebeldes o los cementerios de cadáveres de guerrilleros, o de calificarlos de hijos del Infierno, sino de dar el paso hacia un gran cambio del país, lo que vendría después tras la liberación de Mandela y la llegada al poder de la plebe y la infame turba negra odiada por los hacendados blancos y ojiazules.



En la novela Desgracia, los negros cometen con naturalidad escalofriante atrocidades contra los blancos. Lucy, la hija del personaje David Lurie, es violada por ellos y despojada cuando era sólo una hippie ecologista que buscaba con ingenuo idealismo acercarse a ellos y vivir en paz en el fondo de la campiña sudrafricana vendiendo flores y cuidando perros.



La blanca hippie decidirá aceptar ese acto de sus violadores negros como el impuesto que debe pagar a siglos de explotación y tortura infligida a ellos por los blancos. No los denuncia por violación y si hace una deposición judicial por robo sólo lo hace para que el seguro le pague parte de lo perdido. Lucy quedó además embarazada y decide tener la criatura e incluso defender al menor de los violadores, un adolescente frío y violento, de la furia de su padre David, que no comprende las razones de su hija y considera lo más correcto que aborte y regrese a la ciudad y al mundo de su origen.



Su padre es un profesor especializado en los poetas románticos, que estudia a Wordsworth y planea un libro sobre Byron en Italia y ha sido destituido y enjuiciado por tener una relación amorosa con una alumna de veinte años. La novela relata además el drama de un intelectual cincuentón que se resiste a dejar de vivir el deseo y la pasión sexual desbordados que tiene por las mujeres, pulsión que lo ha llevado a la desgracia académica por seducir a una alumna.



En el trasfondo la novela aborda esa lucha permanente de hembras y machos en el juego del deseo, el encuentro violento de los cuerpos a través de la penetración y la eyaculación, la marca indeleble que deja esa lucha en la natural perpetuación de la especie. Y a través de las angustias sexuales del cincuentón crepuscular nos lleva a reflexionar sobre la vejez y la muerte, sobre el paso del tiempo y las generaciones y las razones disímiles de padres e hijos.



Tenía razón García Márquez al considerar a Coetzee uno de sus escritores favoritos, porque la lectura de Desgracia nos hace descubrir una pieza maestra de la novela contemporánea que a la vez es profunda y grave, pero llena de ironía, cinismo y humor. Y los diferentes niveles y capas de la estructura narrativa alcanzan para hacer una crítica mordaz al mundo de las universidades y el medio académico con sus intrigas e hipocresías y sus crueles leyes jerárquicas.



Y no contento con ello, a través de Melanie, la bella alumna que lo llevó a la perdición, asistimos a la búsqueda de las nuevas generaciones a través del arte, o al tema de la relación de animales y humanos con el retrato de esos Bev y Bill Shaw, idealistas de la Sociedad Protectora de Animales que encuentran en esa causa una ventana de salvación.



David Lurie ha perdido todo y al refugiarse en la finca de su hija se ha encontrado con la verdadera realidad del país en medio de la guerra. De dar clases sobre Wodsworth ha pasado a cuidar perros y a trabajar entre el barro y la mierda. Su vida ha cambiado drásticamente, pero esa desgracia le ha abierto los ojos a otras verdades.



Su hija hippie, que acepta imbricarse con el mundo en que viven sus violadores de la plebe negra, es la metáfora de ese nuevo país que tiene que surgir obligatoriamente de la fusión final entre los enemigos, a un lado los viejos explotadores blancos ojiazules de la aristocracia anglosajona que tuvieron que renunciar a su privilegios de casta y al otro los negros calibanes que por fin tuvieron acceso al poder y a ser ciudadanos verdaderos en el contexto de una democracia.



El bravucón gamonal blanco anglosajón, que sólo gritaba y ordenaba con el índice en alto, tuvo que ceder su poder muy a pesar suyo y el torvo monstruo de la rebelión negra aprendió a gobernar. En Lucy la violada blanca se encarna la nueva concordia en que los enemigos de siempre deben aprender a convivir en paz para seguir el ciclo de la historia. Y de esa fusión violenta y terrible nacerán las nuevas criaturas del futuro.


lunes, 6 de abril de 2009

CIUDAD GOTICA QUIERE A OBAMA


Eduardo García Aguilar

Por todas las calles de Nueva York se ve en las pantallas de televisión que titilan al interior de cafeterías y negocios la imagen de Obama al ser recibido de manera apoteósica por los jóvenes europeos el jueves en Estrasburgo, en el marco de su primera gira al extranjero para la cumbre del G-20 y la reunión de los países de la OTAN.

Al caminar junto al Ground Zero, ese hueco terrible de destrucción que sacudió a la primera potencia mundial y al mundo entero un 11 de septiembre, uno entiende que las cosas cambiaron en este país odiado antes por el Tercer Mundo y que un nuevo lenguaje parece imponerse poco a poco desde las calles antes dominadas por Wall Street y la voracidad de los financieros y los magnates delincuentes del planeta.

Al llegar al escenario ante la muchedumbre francoalemana e internacional, Obama recibe aclamaciones que superan todas las marcas, como si fuese una estrella de rock, y luego pronuncia un discurso claro, inteligente, que no obvia los temas incómodos, haciendo uso de un tono inédito, que genera peligrosamente tal vez muchas esperanzas en el mundo.

Ideas que hace poco eran consideradas izquierdistas o extremistas en contra del mercado libre y a favor del control de la plutocracia se oyen ahora en la boca de Obama y de los líderes europeos, que aparecen mínimos ante el aura del nuevo emperador del universo, parecido a un faraón egipcio salido de lámpara de Aladino. Además, como un hábil maestro de ceremonias Obama maneja con soltura y humor al público a la hora de escoger a los jóvenes que le hacen preguntas sobre todos los temas posibles, en especial sobre las medidas concretas que aplicará para enfrentar los riesgos de esta época de recesión y violencia.

Uno se pregunta en qué país está ahora cuando ve al presidente negro decir que Estados Unidos no es el patrón del mundo sino que desea compartir el liderazgo con las potencias europeas y asiáticas, porque los retos lo exigen. Y ve a los norteamericanos serenos ante las pantallas de televisión cuando los locutores de CNN describen los gestos de su líder e incluso bromean sobre el afectuoso abrazo de la reina Isabel de Inglaterra a la única primera dama negra de Estados Unidos y los cariños entre ella y su homóloga de Francia, la bella italiana Carla Bruni.

Los paseantes de la calle Broadway y de Times Square se detienen un momento a observar la sonrisa seductora del líder negro estadounidense que gobierna su país y marca pautas en el mundo desde hace dos meses, mientras algunos turistas compran camisetas con la imagen del carismático presidente. Uno no puede creerlo, pues hace poco la imagen dominante en Estados Unidos era la del funesto vaquero George W. Bush, con su limitado lenguaje de guerra y el odio ciego contra los disidentes del mundo o los países o las personas que no estuvieran de acuerdo con la cruzada maniqueista de un líder imbuido por las palabras bien y mal, blanco y negro.

Las enormes pantallas neoyorquinas muestran las aclamaciones de los asistentes al acto en la ciudad sede del parlamento europeo, cuando Obama dice al mundo que no quiere que Estados Unidos vuelva a aplicar la tortura como ocurrió en Guantánamo. Y algunos sonríen y celebran discretamente junto a un Starbucks. Ground Zero está al frente, el hueco se ve todavía profundo, las máquinas metálicas dan vueltas, los obreros con cascos van y vienen y el sol de primavera se refleja sobre los modernos edificios que sobrevivieron al ataque aéreo de Al Qaida, que causó la muerte de miles de personas y la enfermedad de muchas otras afectadas por la respiración de residuos tóxicos de las emblemáticas Twin Towers.

La otra vez, hace muchos anos, cuando vine a presentar la versión al inglés de mi novela Bulevar de los héroes en Americas Society, subí a esas alturas y desde ahí divisé la ciudad. Eran otras épocas de cambio. El muro de Berlín había caído, la cortina de hierro se había derrumbado. Los países totalitarios desaparecían uno tras otro y la sacrosanta Unión Soviética se desmembraba rápidamente como en un extraño naufragio. Las estatuas de Lenin, Mao y Stalin caían. El obrero Walesa llegaba al poder en Polonia y en estas mismas calles los heraldos del libre comercio, del capitalismo a ultranza, los adoradores del becerro de oro del dinero celebraban la victoria mientras aparecían los odiados yuppies thatcherianos y reaganianos. El capitalismo salvaje clamaba el fin de la historia. El ideólogo Fukuyama lo decía con claridad: la historia había terminado y viviríamos en un mundo capitalista donde las fuerzas del mercado regirían todo automáticamente.

Y ahora, cuando vuelvo tres lustros después a presentar mi novela El viaje triunfal traducida al inglés en la misma Americas Society de Park Avenue, me encuentro con otro escenario, como si otro muro de Berlín hubiese caído, pero esta vez el Muro de Wall Street, situado al lado de los edificios que el terrible Calibán islámico demolió mostrando la reacción ciega de los ilotas, de los esclavos del planeta ante el delirio de un mundo de magnates avorazados e insensibles a la pobreza y el hambre mundiales.

Un amigo que vive en Nueva York desde hace 35 años y ha visto correr la historia norteamericana desde el asesinato de Martin Luther King, el auge del Peace and Love y los años de Nixon y Reagan y el 11 de septiembre, me dice que lo más extraordinario que ha ocurrido en Estados Unidos desde su llegada al país es que un negro llegó a la presidencia, algo que nunca pensó iba ocurrir. Solo ese hecho expresa para el amigo el extraordinario cambio operado por la sociedad gringa, preocupada ahora por los que se quedan sin casa y son expulsados a la calle o los enfermos que no pueden pagar las altas sumas de los servicios médicos y mueren con llagas y tristeza en las calles del poder.

Junto a Ground Zero la gente come hamburguesas en Burger King y corre de un lado para otro mientras las pantallas muestran a un Obama querido en el extranjero como pocas veces un presidente estadounidense lo logró. En la libreria Barnes and Noble de la Quinta Avenida hay una vitrina gigantesca en su honor con fotos y libros dedicados a el y adentro una estanteria con decenas de novedades sobre el nuevo Lincoln del que los norteamericanos estan orgullosos.

La escritora franco-belga Amelie Nothomb escribe este domingo en en The New York Times que los europeos envidian a Estados Unidos y quisieran tener presidentes como el. Y uno finalmente no sabe si es cierto o no este cuento, si es una película de ficción Hollywoodense, pero lo cierto es que la Ciudad Gótica de Batman y el Guasón, la ciudad de Superman quiere a Barack Obama y que todo parece distinto en estas calles amadas.

miércoles, 1 de abril de 2009

PRIMAVERA EN EL CEMENTERIO PERE LACHAISE


Por Eduardo Garcia Aguilar
Veinte adolescentes italianas inquietas se arremolinan haciendo algarabía alrededor de la tumba del periodista Victor Noir para tocar el prominente miembro de la estatua de bronce, que se insinúa entre los pliegues del pantalón esculpido por el artista Jules Delon. Hacen gestos típicos con sus manos, ríen, bromean, saltan, dejan ver su belleza mediterránea cual clones virginales de Sophia Loren y se animan entre ellas para tocar el falo del muerto que brilla de tanto ser manoseado.
Según la tonta leyenda contemporánea urdida en broma por unos estudiantes borrachos, tocar el pene semierecto de la estatua yaciente de Noir da fertilidad a las mujeres y vigor sexual a los hombres, por lo que la tumba de este hombre asesinado por el príncipe Pierre Bonaparte en 1870, lo que desencadenó la Comuna de París, es una de las más visitadas del cementerio Père Lachaise.
Al otro lado del camposanto, otro grupo de muchachas hace la fiesta junto a la tumba del rockero Jim Morrison y acarician a un desvergonzado gato café que toma el sol en una tumba vecina. El animal debe hacer su banquete diario entre los pajarillos que trinan de tumba en tumba desde la llegada de los aires primaverales. En este jueves 19 de marzo, víspera de la primavera, el famoso cementerio, que por lo regular es helado, oscuro, húmedo y tenebroso, está inundado por una luz excepcional y semicelestial que golpea por milagro todas las tumbas y callejuelas del lugar destacando sus más inéditos ángulos.
Por todas partes revolotean los pájaros que retozan y juegan felices entre los recién florecidos copos de los árboles, algunos de los cuales acaban de explotar desparramando coloridos racimos de flores. En la tumba de mármol de un artista chino alguien colocó una pirámide de naranjas y el cuadro parece una escultura minimalista que resume la esencia vital : la piedra y la fruta unidas en la eternidad y lo efímero. Es el pequeño gesto de un deudo poeta al desconocido chino nacido en 1938 y muerto en 2005 y cuyo nombre no reconocemos porque está escrito en caligrafía china de oro.
Pero es en la tumba de Alain Kardec el espiritista donde hay más flores y más gente que lo celebra en silencio, mientras ven decenas y decenas de materos de plantas florales de todos los colores y guirnaldas que manos fieles riegan día a día a lo largo del año, sin falta nunca, por lo que siempre, sea cual fuere la hora o la estación, el lugar es un jardín que celebra la reencarnación y la eternidad. Puesto que para él y sus seguidores es ineluctable la renovación permanenente, ante esta tumba se siente la alegría y el entusiasmo de la flor como metáfora de vida.
En la discreta tumba en mármol negro de Marcel Proust, que está escondida entre otras, alguien dejó una carta escrita y puso flores. Los proustianos del mundo que son muchos, los lectores de En busca del tiempo perdido, vienen con frecuencia aquí a inclinarse ante este asmático que murió joven y cuya obra pasa siempre la prueba del tiempo. En la morada final del poeta Apollinaire otro dejó una pequeña veladora que arde entre flores y mensajes dejados por lectores asiduos, incluso aquellos que admiran su secreta obra pornográfica.
Una estela maya adorna la huesa de Miguel Angel Asturias, el autor de las Leyendas de Guatemala y El señor presidente, mole indígena descubierta por sus profesores de antropologia en la Sorbona, y a quien admiradores latinoamericanos dejan siempre guijarros y pequeños mensajes. Gran errante y viajero, el Premio Nobel a quien vi una vez en mi ciudad natal Manizales siendo adolescente, Asturias reposa en este rincón de una ciudad donde vivió años felices de juventud en los tiempos de entreguerras, cuando reinaban en París Pablo Picasso, Carlos Gardel y Josephine Baker.
La de Balzac está en obras y una larga cinta anaranjada envuelve la estructura que se está desmoronando. Su famoso e inolvidable personaje Rastignac, cuando llegó joven a la ciudad, subió al Père Lachaise y desafió a la metrópoli ambicionando triunfos y glorias. Ahora el creador del joven arribista provinciano reposa en este bucólico sendero al frente del poeta suicida Gerard de Nerval y no lejos del ya olvidado poeta romántico Casimir Delavigne. En otro lado el caminante se asombra de la cómica escultura que sirve de refugio al escritor decadente Georges Rodenbach, autor de Brujas la muerta. Desde la tumba un homúnculo verde sale abriendo la lápida de piedra para salir al aire primaveral.
Este es el Père Lachaise en la primavera de 2009 : un paseo alegre al azar por largas avenidas donde nos topamos con la horrenda tumba de Oscar Wilde, mole de cemento incomprensible abrazada por los travestis del mundo y llena de besos masculinos con lápiz labial y regalos y ofrendas o el mausoleo del pintor Gericault, que tiene una reproducción en bronce de su famoso cuadro de los náufragos o la de Chopin, que es otra de las más visitadas y floridas, casi un rincón de cuento infantil de los hermanos Grimm con reloj de cucú. Y ya en la periferia la amplia franja dedicada a los judíos y opositores deportados por los nazis hacia los campos de concentración, situada al frente del camino donde reposan todos los comunistas famosos, encabezados por Henri Barbusse y Paul Eluard.
En este lugar de muertos la vida florece porque los hombres no olvidan a los artistas y a los héroes, a los malditos y a los potentados. En medio de este mar de tumbas sobresalen las oxidadas, hundidas o que se desmoronan poco a poco sobre la colina, donde se han borrado los nombres escritos entre enormes columnatas griegas dedicadas con megalomanía a familias de militares, alcaldes, gobernadores, millonarios, nobles y políticos a quienes los devoró para siempre el olvido que a su vez, tarde o temprano, nos envolverá a todos por igual. El asunto es sólo cuestión de tiempo y por eso visitar cada año el famoso Père Lachaise es buen pretexto para recordarlo.


MONTMARTRE EN LOS TIEMPOS DE UTRILLO


Por Eduardo Garcia Aguilar

El alcohólico y misántropo Mauricio Utrillo (1883-1955) se convirtió poco a poco en el más famoso pintor de la vida de Montmartre, con unas 6000 telas donde plasmó en ambientes de bruma onírica escalinatas, calles, parques, cafés y casitas típicas de la turística colina habitada por los más famosos pintores de la Escuela de París.
Era hijo de Suzanne Valadon (1865-1938), bellísima y muy humilde muchacha que se inicio a los 15 años trabajando de modelo desnuda y amante de impresionistas como Edgar Degas, Jean Renoir, Puvis de Chabannes y Toulouse Lautrec. Luego se volvió una de las pintoras más notables de su tiempo con una obra escasa pero admirable por su precisión e intensidad. Mujer fatal, disoluta, erotómana insaciable de cuerpo enloquecedor y además gran artista, su destino increíble podría inspirar una película de éxito con Scarlett Johanson.
En la exposición « Valadon y Utrillo, del Impresionismo a la Escuela de París » se ven por vez primera juntas las obras de madre e hijo en la Pinacoteca de la Plaza de la Madeleine, que ha dedicado en dos años de existencia importantes temporadas a artistas plásticos de la primera mitad del siglo XX como Soutine, Vlaminck y Modigliani.
Montmartre era en ese entonces una colina alta situada al norte de la ciudad, cuyo ambiente publerino y popular atraía a obreros, artesanos y artistas que pagaban allí bajos alquileres por sus talleres y buhardillas. En la parte baja estaban los burdeles y cabarets de Pigalle inmortalizados por Toulouse Lautrec y en la parte alta el refugio de bohemios, maleantes, prostitutas, artistas y poetas miserables, tuberculosos y sifilíticos, que se recuperaban allí de la resaca de la fiesta. El joven Picasso, Van Dongen, Braque, Modigliani y muchos otros vivieron allí en un ambiente de rumba en la primera y segunda décadas del siglo XX, junto a antros ya míticos como El Conejo Agil y el Molino de la Gallette.
Cuando esos miserables artistas pobres y borrachines se volvieron todos famosos y millonarios, el mito de Montmartre creció tanto que hoy los turistas visitan en romería incesante la plaza de Tertre donde pésimos pintores de boina, paleta y pincel al aire retratan los visitantes por unos cuantos euros. El lugar guarda su encanto con sus callejuelas empinadas y rincones bucólicos desde donde se observa al fondo la urbe luminosa. Incluso pervive en su faldas un amplio viñedo y cada año celebran una fiesta para lanzar el vino, a la que asiten las estrellas musicales del momento como la encantadora y original diva Olivia Ruiz. Y aunque ahora sólo pueden comprar allí propiedades los millonarios del mundo atraídos por un filme tan aburrido como Amelie Poulain, el lugar conmueve porque fue centro de la gran aventura artística encabezada por el genial Pablo Picasso.
Utrillo, a quien llamaban « litrillo » por su beodez, vivió traumatizado desde la infancia. Su madre no tenía mucho tiempo para él, nunca supo quien fue su padre y tuvo el apellido Utrillo gracias a un artista catalán que siendo amante de su madre se ofreció a reconocerlo. Desde muy temprano fue internado en asilos para desintoxicarse y pagaba las cuentas de bar haciendo cuadros rápidos de calles, parques y esquinas de barrio. Nadie lo tomaba en serio y para acabar de arreglar el cuadro, su madre Suzanne se enamoró de su mejor amigo, Utter, veinte años menor que la modelo de Degas.
Gracias a Utter madre e hijo establecieron contactos con el medio comprador y el hombre se convirtió en el administrador de esos dos talentos malogrados durante los largos y felices años de entreguerras. Poco a poco los cuadros de Utrillo gustaron por sus ambientes misteriosos cargados de bruma que llegaban al alma del público. Sus cuadros se vendían como pan caliente y aunque al final la calidad de Utrrillo se derrumbó, se volvió una celebridad visitada por Rita Hayworth y el Aga Khan y cortejaba por la alta sociedad parisina. El borrachín triunfó y la ciudad lo lloró cuando murió en 1955 convertido en una leyenda cargada de medallas y honores.
Poco importa ahora si sus obras tienen para la crítica la importancia estética de otros pintores revolucionarios venidos del este como Chagall, Malevich, Rodchenko y Soutine, o de los innovadores Duchamp, Brancusi, Munch y Braque. Sus obras se volvieron un fenómeno de sociedad y ellos solos encarnaron en pareja el mito figurativo de Montmartre que aún hoy fascina a los turistas. Por eso conmueve ver estas obras juntas en la penumbra de la Pinacoteca y celebrar que dos humildes y complejas personalidades despreciadas a sus inicios terminaron siendo aplaudidos.
El cuerpo desnudo y adolescente de Suzanne Valadon, que enloqueció de amor al músico Erick Satie y a otros muchos de su época, puede verse en el famoso cuadro de Degas « Después del baño » y en una foto color sepia que él le tomó para plasmar su desnudez inolvidable. Valadon será experta en desnudos luminosos y coloridos de gran factura, expuestos al lado de los impersonales ambientes de su hijo. Murió alcohólica y según la leyenda, subía clochards y maleantes a su cama en la casa de rica de la avenida Junot, en Montmartre, donde terminó sus días lejos de su hijo, un Mauricio Utrillo ya elegante, casado, estable y millonario, que se extinguió a su vez en paz en una mansión del elegante suburbio de Le Vesinet, donde pintaba en piyama con sus profundos ojos azules y su rostro arrugado de empedernido fumador.