sábado, 31 de enero de 2009

EL PRO-NAZI RAMON FERNANDEZ, CONTADO POR SU HIJO EL ACADÉMICO

Por Eduardo Garcia Aguilar
Esta es la triste historia de un mexicano playboy que reinó en los más exclusivos cenáculos de la literatura francesa al lado de Proust, Gide, Céline y Mauriac, y que desde esas alturas cayó en la mayor ignominia para convertirse en un colaborador de los nazis fascinado por la mirada « oceánica » del siniestro jefe de propaganda Joseph Goebbels.

Más de 60 años después de su muerte, su hijo Dominique Fernandez (1929), uno de los más notables escritores de su generación y miembro de la Academia Francesa, explora la tragedia de su padre y trata de encontrar las razones secretas que lo llevaron a malograr su carrera literaria.

Ramón Fernández III (1894) era hijo de Jeanne Gabrié, bellísima e inteligente francesa, y de un apocado diplomático mexicano en París, Ramón II, nacido en México D.F, en 1871, hijo a su vez de Ramón I, corrupto ex gobernador porfirista de la capital mexicana, nacido en 1833 en San Luis Potosí y enviado a París por su amigo el dictador Porfirio Díaz para ponerlo a salvo de las acusaciones de pillo y saqueador del erario público.

Del exilio de un politicastro mexicano del siglo XIX surge la saga de los Fernández franceses, que ahora trata de recuperarse con dificultad tras medio siglo de ignominia y escarmiento por el desprestigio al que la llevó uno de los suyos, odiado colaborador bajo la ocupación, mientras los soldados de Hitler y Pétain fusilaban resistentes y detenían a miles de judíos para enviarlos a las cámaras de gas en Alemania en los famosos trenes de la muerte.

Ramón III reinó en los salones de la alta sociedad parisina en tiempos de entreguerras : de joven fue uno de los efebos preferidos de Proust, de quien fue su discípulo y amigo y sobre el que escribió un libro. Como era mal estudiante, bebedor y vividor, su madre autoritaria lo conectó con las condesas millonarias de Saint Germain de Prés, algunas de las cuales fueron sus protectoras y amantes. Introdujo el tango en los salones de la aristocracia, donde bailaba con el cabello engominado, los ternos de lino y los zapatos de charol.

Como su padre murió joven y él creció huérfano como hijo único de la posesiva francesa, directora de la revista Vogue y amiga de los intelectuales de moda de los años de entreguerras, Ramón Fernández III fue un típico niño bien pobre y arribista que adoraba la buena ropa, los autos Bugatti y las motocicletas de lujo, lujos que obtenía y mantenía con los dineros proporcionados por su mamá, sus amantes y su esposa.

Irresistible, mujeriego, gran conversador, este mestizo de mexicano y francesa, que en su rostro traía los inconfundibles aires de lo exótico, conquistó poco a poco todos los difíciles grados del poder literario hasta ser aceptado como miembro de la Nueva Revista Francesa, de la que se origina la editorial Gallimard. Durante tres décadas Fernández fue el crítico de moda de la editorial, que podía lanzar o defenestrar un libro y durante ese tiempo reseñó las novedades literarias en ensayos calificados de notables por autores como Proust, Gide, Mauriac y Saint-Exupéry, lo que no es poca cosa.

Durante una década el joven y apuesto Fernández también fue el motor mundano de los Coloquios de Pontigny, tertulia anual de humanistas dirigida por Paul Desjardins, el maestro intelectual de su esposa Lilianne Chomette, una agregada de letras clásicas de Toulon a quien conoció allí y a la que amó. Y en ese contexto, cuando se caldeaban los ánimos en Europa, adhirió a movimientos de izquierda moderados que ya veían con temor la impronta futura de los nazis alemanes y del Duce italiano Mussollini.

Pero la serpiente del mal empezó a acechar junto a la manzana de la discordia. El matrimonio de Ramón con la atractiva y severa intelectual francesa de Toulon se fue a pique en medio de riñas diarias y conflictos a la hora de pagar las deudas de los autos y motocicletas de lujo. Fernández empezó de correr de amante en amante y de bar en bar hasta que el amatrimonio se hizo trizas, lo que según su hijo sería en parte causante de su extraña voltereta política.

De un momento para otro y sin que hubiera coherencia con su pensamiento, casi como un acto de rebeldia del niño mimado, Fernández se volvió fascista, nacionalista pro-germánico, adorador del mediocre político nazi francés llamado Jacques Doriot e ingreso al ultraderechista Partido Popular Francés, luciendo uniformes militares y suspirando ante el paso de los uniformados de Hitler.

Durante la ocupación Fernández no sólo viajó a Weimar en la gira organizada por Goebbels, sino que fue uno de los líderes de la intelectualidad colaboracionista francesa al lado de Robert Brasillach, fusilado al llegar la Liberación, y Drieu La Rochelle, otro brillante escritor que prefirió el suicidio a la ignominia de vivir la derrota y el triunfo del general Charles de Gaulle y los partisanos de la Resistencia.

Fernández, Drieu y Brasillach, jóvenes y brillantes escritores de su generación, creyeron en la Europa unida bajo la bota hitleriana, fueron seducidos por la imaginería del jefe totalitario y el esplendor de los uniformes y las botas nazis y callaron mientras eran detenidos y despojados miles y miles de judíos o resistentes y llevados a la muerte en los campos de concentración.

Su hijo Dominique, que ese agosto de 1944 dirigió a los 15 años el cortejo del cadáver de su padre, fulminado por una embolia, hacia la iglesia de Saint Germain des Prés, escribe en su libro Ramón (Grasset, Paris, 2009) 800 páginas en las que trata de explorar el misterio de su familia, las razones del fracaso de su padre, y las lejanas raíces mexicanas.

Al final, Ramón es un canto de amor por ese padre frívolo y mundano, a la vez buen escritor, que pudo haber sido una gloria de las letras francesas de haber elegido a De Gaulle y la resistencia en vez de Doriot y la colaboración. Al final sólo queda la amarga lección del peligro que conlleva para los escritores acercarse mucho a los políticos y al poder, que en todo el mundo es la manzana de la tentación y el gusano de la decadencia.

domingo, 25 de enero de 2009

UNA INSÓLITA TARDE BOGOTANA


Por Eduardo García Aguilar

La lluvia caía sobre Bogotá esa tarde y, como no había sacado paraguas, me escampé en la librería Lerner de la Avenida Jiménez. Era una de esas tardes agobiantes llenas de bruma y frío y pantano y el agua se me entraba por las suelas de los zapatos. Me puse a mirar libros y en la estantería de literatura colombiana encontré un ensayo de una de mis más queridas amigas de adolescencia, Patty Coba, editado hacía cinco años por una Universidad y que versaba sobre Vargas Vila y la mujer fatal. No podía explicarme cómo no había tenido noticia de la existencia de ese libro, pese a estar desde lejos tan bien informado de las novedades publicadas por los escritores de mi país.
Pero lo que más me inquietaba es que ella no se hubiera dignado hacérmelo llegar de alguna forma, lo que mostraba hasta qué punto el tiempo nos aleja de los viejos amigos. En la contraportada estaba su fotografía, donde se veía con mirada ágil, su atractivo rostro firme a sus 36 años, que debía haber cumplido el pasado abril. Estaba algo maquillada, muy moderna, con aires de muy próspera. ¿Qué sería de ella? ¿Estaría en Bogotá? ¿Con quien andaría ahora? ¿Estaría enamorada? ¿Se acordaría de mí? fueron algunas de esas preguntas tontas que me asaltaron mientras trataba de bajarme con cuidado de la escalera donde estaba montado, tratando de evitar que me cayera encima uno de los volúmenes que poblaban aquella estantería dedicada a la literatura colombiana. ¡Qué terrible!, pensé, ni siquiera sabía que había publicado un libro. Lo compré y en espera de que escampara me paré a mirar libros lujosos de paisajes colombianos, con la nostalgia de quien sabe que perdió para siempre a su país y es ya un extranjero sin remedio.
Hacía dos años no regresaba a Bogotá y me había instalado en una de las suites de Residencias Tequendama con mirada a los cerros, dispuesto a echar la casa por la ventana para vivir en cierta calma los días que pasara en Bogotá, tratando de ahuyentar el hastío, la depresión, la certeza de ya no tener nada o muy poco que ver con el país, mis padres enterrados al norte de Bogotá en los Jardines de la Paz, con los amigos cada vez más barrigones, canosos y entrados en razón o destruidos por la terrible decepción en que los sumía la crisis permanente del país. Colombia no estaba jodida como el Perú. No, lo que estaba era casi muerta y eso se veía en los ojos de mis mejores amigos, en la mansedumbre de los casados y llenos de hijos, atribulados por el trabajo, los impuestos o el desempleo, en la decrepitud de las mujeres y hombres de mi generación totalmente devastados, tal vez como yo mismo, por una larga lista de sucesos y aventuras absurdos. ¿Cómo podían sobrevivir en esta urbe infernal llena de trancones y miedo ambiente por todas partes?
La lluvia paró y entonces pude salir a caminar por la séptima, como cada vez que regresaba a Colombia. Allí, no lejos del Planetario Distrital, deambulaba el fantasmal muchacho de 18 años que fui, estudiante de sociología en la Universidad Nacional, fascinado por el cine, que asistía en grupo a ver las retrospectivas de Bergman, Antonioni o Truffaut. Más tarde había quedado de ir con unos amigos a un homenaje al recién suicidado poeta Raúl Gómez Jattin, quien se había convertido en uno de esos gurús de jovencitas incautas y desolados muchachos seguidos por crepusculares amantes de la literatura, y quien hacía poco se le había lanzado a un bus para que lo aplastara en la señorial Cartagena de Indias. Nada mejor para garantizar la posteridad en Colombia que cerrar su ciclo con un suicidio bien planeado como José Asunción Silva. Ahí estaba todo el mundo. Los escritores de moda, los directores de revistas, los poetas desconocidos, los funcionarios de la cultura local, los amargados, los alegres, los sabios.
Proyectaban en la pantalla cóncava un documental sobre la vida del poeta, sus caprichos de reyezuelo poético, la paciencia de sus admiradoras, sus desplantes de tirano loco y literario en la Colombia “de fin de milenio”, como sin duda dirían los redactores de contracarátulas. El documental terminó y, como en una película de Fellini se pasó a la rifa de un computador. Mi amiga Rosita Jaramillo, la organizadora del evento, tuvo la genial idea de aprovechar mi paso por Colombia para decir que yo iba a sacar la boleta ganadora, lo que me hizo sonrojar y ponerme embarazado cuando mucha gente me observó de inmediato aunque nunca hubiera escuchado mi nombre. Saqué el boleto, dieron el nombre, y resultó que la ganadora era la poetisa Bella Clara Ventura, quien acababa de llegar de Miami. Apareció entre el público y recibió el regalo, mientras me abordó la poetisa lustrabotas Alma de la Calle, muy molesta por no haber sido ella la afortunada.
La poeta emboladora, cuyo verdadero nombre es María Amparo Anaya Alarcón, me cayó muy bien. “Seguro ya estaba arreglada la rifa¨, me dijo en broma, a lo que le respondí que todo había sido obra del azar. Era una mujer diminuta, encantadora, auténtica, cuyo libro había sido publicado por la editorial de la oficina de cultura del Distrito. Brindamos un vino y empezamos a hablar mientras los escritores de moda eran rodeados de inmediato por su séquito de turno. La poetisa lustrabotas me mostró el libro, compré un ejemplar y pasé de corrillo en corrillo presentándola a mis amigos, extrañados de que los obligara a comprar ejemplares del modesto libro. En menos de diez minutos vendió 20 ejemplares gracias a mí, una fortuna sorpresiva para ella. Agradecida me dio un beso en la mejilla y me dijo, “a usted es al único aquí al que le voy a embolar los zapatos gratis” y se puso manos a la obra, mientras empezaba a ser rodeado por mujeres asombradas por mi pose ante mi nueva amiga la lustrabotas, yo en el esplendor de mi primera noche de regreso, forastero excitado por el viaje, con la fuerza de la novedad, de la extrañeza, de la emoción que se siente de todas formas cuando uno retorna tras los pasos perdidos.
La lustrabotas se quedó mucho tiempo limpiándome con la mayor profesionalidad los zapatos, como si fuera yo un príncipe elegido, y hacía todo lo posible para que cada uno de mis zapatos brillara como nunca zapato alguno brilló. Y entonces me sentí volar en una historia maravillosa donde la poesía se personificaba toda en esa poetisa lúcida que era la mejor de todos los poetas de esa noche en Colombia, aunque no hubiera ganado la computadora ni la incluyeran en las antologías. Alma de la Calle se había convertido en la princesa de un cuento de hadas y yo en el ceniciento que venía del hielo al país de mi infancia y tenía que irme rápido antes de que sonaran las campanadas de medianoche.

sábado, 17 de enero de 2009

LUISA FUTORANSKY EN PARÍS

Por Eduardo García Aguilar
Vivir en estos tiempos en París y coincidir con Luisa Futoransky, la más importante escritora latinoamericana actual, es una fortuna y un honor. Su vasta obra siempre ha recorrido los caminos prohibidos y desde su exilio permanente, desde el viaje, nos nutre con lucidez, ironía e inteligencia.
En el libro París, desvelos y quebranto (Pen Press. Nueva York. 2000), nos habla de « un país que se te encima al de ayer », y agrega que « deshice casas, perdí bibliotecas, me fui con lo puesto en una valija, dos, valijas, tres ».
Por eso caminar con ella por la rue Saint Honoré, cruzar el Pont des Arts, visitar la librería Colette en Le Marais o atreverse a deambular por las salas del Beaubourg es una aventura de la que se sale más encumbrado siempre en la sabiduría de lo inexplicabe.
Por donde va Luisa Futoransky se crea una especie de halo de eternidades. Parece que vuela en el tapiz de Las Mil y una noches, o que va tras las huellas del pequeño buda Karmapa de 14 años por las nieves del Tibet, cerca del Yeti.
Así la he visto en Bastille, en Saint Germain de Prés, en la rue de Charonne, en el Café Nemours junto a la Comédie Française, volando en un tren de palabras o en un trineo halado por lánguidos camellos que dicen poemas o profieren oraciones crípticas.
«Soy tierra prometida en París » nos dice Futoransky mientras camina por la rue au Maire en busca de las viejas calles del original Chinatown, el de los tiempos de entreguerras, poblado de pequeños restaurantes familiares y bodegas subterráneas que se intercomunican bajo tierra, en una especie de falansterio de hormigas y abejas orientales.
También la he visto degustar exquisiteces en alguno de aquellos lugares secretos de novela vietnamita situados en el otro Chinatown del barrio XIII, al sur de la ciudad, rive gauche, o en un salón de amistad pequinesa terminando un plato milenario contemporáneo de la Muralla China, preparado según la receta del Emperador y servido en vajillas traídas desde Brujas.
Pero en el texto « Arde París. Aquí vivimos » , incluido en Seqüana Barrosa (EH Editores. Jerez. España. 2007), la escritora nos impreca furiosa cuando en la navidad de 2006 mueren 10 chicos africanos pobres achicharrados y hacinados en un taudis del barrio de La Opera, o cuando matan a un muchacho de 11 años, o se profieren referencias racistas diarias, pero eso sí, « persígnense. El foie gras no espera, el relleno del pavo tampoco. Las burbujas y la vanidad bien, gracias ».
Futoransky vivió en China y en Japón mucho tiempo antes de recalar con su caligrafia en París para construir su vasto movimiento tejido de palabras. Y se dice que ella sigue allá leyendo las cartas junto a una gigantesca estatua de Buda o en la Stupa inicial de Sarnat. Pero también la dicen presente en las alturas de Machu Pichu o en La Paz, Bolivia, en un campo de golf, en la « Villa imperial de Potosí », leyendo a Única Zürn.
Toda su poesía es un viaje : poemas como « Tokio hora zeta », « Yendo a Benoa », « Di Provenza », « Crema catalana », « Alud en Galese , « Derrota en Tienanmen », « Jerusa mi amor », son apenas algunas de sus escalas. En Prender del Gajo (Calambur. Madrid. 2006), el periplo continúa : nos habla de « Los efectos del viaje según Ibn Arabi » o del « Luto en Charenton » o de la « Isola de Giglio » y en De donde son las palabras (Plaza y Janés. Barcelona. 1998), en el poema « Restaurante de Ekoda », la viajera nos dice que es

«singular hallarse aquí
ante una tevé, un buda con baberito
una pagoda en construcción envuelta en una llovizna tenaz y persistente
no una pesadilla, no un sueño renacentista con persas a la veneciana
sino madera y agua, tablones y alguna rana desprevenida »


En su poema « Nuevo barco ebrio » de Babel, babel, sabemos que « el corazón se estremece por las nieblas que no comprende » y al explorar los olvidados arcanos terribles de la infancia concluye:

« el bajel está solo con los acantilados que surgen bajo su quilla ;
a barlovento la ciudad mohosa en el limo de la infancia,
en el norte los pecados capitales incendiados por un gas de neón maligno
que ha invadido los bulevares del mar de silencio
hasta ser esa llaga animal y corrosiva que nuca le abandona ».

Esta es sólo una breve muestra de su singular obra poética, a la que se agrega la vasta obra narrativa y ensayística, traducida al francés y al inglés, con novelas como Son cuentos chinos, De Pe a Pa, Urracas y Formosas y los ensayos Pelos y Lunas de miel, entre otros.

Hubo un tiempo en que en París reinaba con su ingenio el gran e inolvidable Julio Cortázar. Ahora en París nos ilumina Luisa Futoransky (Buenos Aires, 1939), la más grande escritora latinoamericana actual y decenas de escritores discípulos y amigos, tejen día a día su testimonio.

Con Luisa Futoransky París es mejor y más sabio. Nosotros los errantes, los cosmopolitas, los que hemos perdido bibliotecas, casas, gemas y amores podemos sanar del extravío al leer sus libros, que deben estar al lado, en la mesa de noche. Luisa Futoransky está en París. « ¿Arde París ? Aquí vivimos ».

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Para leer a Luisa Futoransky:

* Luisa Futoransky. De donde son las palabras. Plaza y Janés Editores. Barcelona. España. 1988.
* Luisa Futoransky. Antología poética. Poetas argentinos contemporáneos. Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires. Argentina. 1996.

lunes, 12 de enero de 2009

EL MERCADO DE LAS PULGAS DE CLIGNANCOURT


Por Eduardo García Aguilar
(Letras libres, noviembre 1999)

Es todo un bazar o un mercado persa. Desbordado por vendedores de ropa, chucherías, inciensos, pipas, bolsas, máscaras africanas, crepas, prendas de cuero, zapatos, camisas, bufandas, sombreros y todo tipo de adornos de pacotilla, el viejo mercado de pulgas de Clignancourt se ha desvirtuado poco a poco en las últimas décadas. Para llegar a los diversos mercados situados en los pasajes del laberinto, al norte de París, hay que caminar entre cuadras enteras de vendedores ambulantes, muchos de ellos agresivos y malencarados, en medio de miles y miles de clientes en su mayoría jóvenes.
En la estación del metro Porte de Clignancourt el visitante es recibido este domingo invernal por la llamada racaille, compuesta por una juventud agresiva que expresa su odio contra la sociedad donde ha crecido marginada. No hay que mirarlos a los ojos y hay que evitar entrar en conflicto con esas bandas de adolescentes que en grupo pueden rematarte a patadas. Apenas ayer, no lejos de aquí, en el metro Garibaldi, uno de esos individuos degolló con un puñal a un usuario tras una riña por una silla. Y toda la gente comenta el incremento de la violencia, la acción de las bandas, el miedo ambiente que reina cada vez más en los barrios de la periferia norte de París; las agresiones injustificadas al interior de los vagones y autobuses, como si fueran copiadas de la película Naranja mecánica del recién fallecido Stanley Kubrick.
De modo que, después de sufrir los gritos y las agresiones de las bandas apostadas en la estación, se recorre entre el gentío y se cruza hasta el suburbio de Saint Ouen, donde está el conocido e inevitable mercado. Hay dos tipos de pasajes que dan a la rue des Rosiers: los que fueron construidos recientemente para anticuarios más pudientes y organizados y los viejos y tradicionales pasajes, como el Biron, donde están los más añejos vendedores de bibelots.
En los primeros, todo está ordenado, limpio y especializado: muebles de todos los siglos, vasijas, vajillas y lámparas art déco, viejas esculturas, cuadros, vestidos de los tiempos del can-can, sombreros, adornos con colmillos de elefante, juguetes antiguos, tiendas de muñecas, relojes, tapices, libros. Los dueños se ven elegantes y prósperos y se infiere que estas tiendas son apenas sucursales de negocios más extensos. Los objetos han perdido la humedad y la mugre del tiempo. Están perfectamente restaurados, tan limpios y pulcros que parecen falsos.
En los viejos pasajes, que se encuentran a lo largo y ancho de varias cuadras, la sorpresas nos esperan en cada esquina. Son centenas de pequeños locales regentados por ancianos y ancianas tristes, fracasados, personajes de novela excéntrica o jóvenes locos y raros inventados por Joris Karl Huysmans. Allí llega el desecho del tiempo, rescatado de la basura nocturna de los jueves o de las ventas rápidas que suceden luego del fallecimiento del abuelo, la tía abuela, el tío perdido y solitario. Recorrer por esos laberintos es una delicia. Paso a paso palpamos los rastros del siglo a través de ropas viejas, vajillas y cubiertos centenarios, vestimentas antiguas para bebés, botones, prendedores, ribetes, condecoraciones, placas de viejas tiendas, espejos, escaparates, butacas, sillas, mesas, burós, pupitres manchados de tinta de la belle-époque o los años de entreguerras, periódicos y revistas viejas, kepis, uniformes, floreros, camas, nocheros, instrumentos, postales, afiches, xilófonos.
En Saint Ouen, antiguo barrio obrero, sobreviven algunas casas de fin de siglo pasado y edificios de apartamentos de techos bajos y modestos para familias obreras. Algunas fábricas quedan ahí como muestras de ese tiempo ido. Y ahora, con la luna llena, enorme a lo lejos, entre la bruma, la gente tirita de frío y se frota las manos o luce guantes de todos los precios y estilos. Parejas de jóvenes cargan bolsas con los bibelots del día. Hermosas chicas van felices con el hallazgo de la tarde. Cincuentonas alegres y flacas ríen y exhiben la compra a sus alborozadas compinches. A pesar del frío han venido al ritual inevitable de rendir visita a una institución con pasado y mucho futuro. Alguien ha encontrado un cenicero con la publicidad de Dubonnet, otro un daguerrotipo, aquél una lámpara fascinante, éste un camafeo, ese un narguile verdadero, ella una retorcida tetera marroquí, el otro un incunable o un grabado de los tiempos napoleónicos.
¿Quién que viva en París no ha ido alguna vez al mercado de pulgas de Clignancourt? ¿Quién no se ha atrevido a entrar a la guinguette de Luisette, cada vez más decadente, con sus cantantes gordas de narices enrojecidas y cantantes de vieja canción francesa destemplados y estrafalarios aupados en el pequeño escenario? Allí se come y se bebe mal, pero entre la decadencia y la mediocridad de los payasos que se suceden y se pelean por pasar al estrado y por las propinas de la clientela, uno cree asistir al último destello de un París que sólo pervive en las películas de Renoir y Carné o en las memorias de Paul Leautaud. Chez Luisette es el centro de este cafranaún del desperdicio y la basura, de la muerte y el tiempo clausurado.
Ha terminado el paseo. La noche llegó demasiado rápido. El termómetro pasa hacia abajo el umbral de los cero grados. Los viejos cierran sus tristes tienduchas. Libreros de otra época siguen entre miles y miles de libros y revistas, ocultos entre la humareda de la pipa. Chez Luisette cierra. Los cantantes borrachos salen tambaleándose por los laberintos. La tienda de objetos para bebé de los años 2veinte0 queda atrás como un escenario para una película de terror de Alfred Hitchcock. Un sicópata ha comprado una muñeca de 1901 o un oso de peluche deshilachado. El que recuerda a sus tías se lleva un sombrero de vampiresa.

lunes, 5 de enero de 2009

EL FUNERAL DEL SEÑOR DE LOS CIELOS


Por Eduardo García Aguilar

(Excélsior. México. 04-Ene-2009.Café París)

Yo estuve en Guamuchilito, Sinaloa, en el entierro del tenebroso Señor de los cielos el 11 de julio de 1997. Su cuerpo cruzó por la noche el enorme portalón de la hacienda familiar en una carroza de la funeraria Emaús y, de inmediato, decenas de familiares y protegidos entraron para asistir al último homenaje, en automóviles último modelo los más ricos y a pie los más pobres.

En un exuberante Lincoln color crema pasaron primero la matriarca Aurora y sus hermanas y más tarde, a pie, la tía María Juana y el cuñado Candelario, mientras la servidumbre ingresaba enormes recipientes llenos de carne, víveres, refrescos y otras viandas deliciosas para ofrecer a los invitados en la larga y tensa velada fúnebre.

Un gordo muchacho de botas rancheras y camisa estrafalaria que vendía pan en las calles de Culiacán, y por esas fechas ya era lugarteniente de la familia, organizaba la entrada de la gente y furioso observó a los periodistas que se aglutinaban junto al portalón de la Hacienda esgrimiendo sus cámaras y micrófonos.

Los incrédulos deseaban comprobar que el cuerpo del narco estaba ahí después de errar una semana de un lado para otro con su cara desfigurada, rictus espeluznante, corbata y traje oscuro. El implacable narco, jefe del cártel de Juárez, cuya identidad había sido confirmada por las autoridades, lo que no era por supuesto ninguna garantía, había muerto en misteriosas circunstancias luego de una cirugía plástica y una liposucción en un hospital de México, Distrito Federal.

Su cadáver había sido trasladado bajo una identidad falsa a Culiacán, pero su cuerpo fue “confiscado” por la policía antinarcóticos y devuelto a México, donde permaneció una semana en la morgue, mientras la agencia antidrogas estadunidense, DEA, y el gobierno polemizaban sobre su verdadera identidad y le hacían un examen genético.

Buscado durante años por el FBI, la Interpol y la policía mexicana, no se conocía su verdadero rostro ni la magnitud de su inmensa fortuna. Convertido en el enemigo público número uno, ganó su apodo celestial por su vasto imperio aéreo para introducir cocaína colombiana a Estados Unidos. Así, el joven capo, alto, blanco y de cabello claro, güero como se dice en México, se había convertido en personaje incómodo por sus complicidades en los medios políticos y en el Ejército, pues uno de sus generales, el zar antidrogas mismo, Jesús Gutiérrez Rebollo, trabajaba para él antes de ser destituido y encarcelado.

En Guamuchilito construyó una iglesia y una escuela y los vecinos nos decían que la matriarca Aurora y sus hijos dominaban la economía regional con sus temidos escoltas que cruzaban calles y carreteras, en su autos Cherokee y Lincoln último modelo, armados hasta los dientes.

Se había salvado de milagro de un atentado en el restaurante Bali Hai en la capital y vivía a salto de mata, pero siempre lograba escapar de las emboscadas con la complicidad de los policías como un héroe de película del Far West.

El cadáver del capo estaba en una sala a la entrada de la casa entre coronas mortuorias y por un momento el féretro tuvo abierta una escotilla hacia su rostro. Intenté entrar varias veces pero los familiares y doña Aurora la matriarca me lo impedían. Ningún extraño podía acercarse a ver su rostro maquillado.

Afuera la tensión reinaba, pues se decía que toda la zona estaba rodeada. Kilómetros a la redonda fuerzas especiales garantizaban la seguridad hasta el entierro y facilitaban el paso de los mafiosos y los deudos, por lo que los miembros de la prensa mexicana y de las agencias internacionales y las televisoras del mundo entero servíamos de escudo a la familia.

Allí pasamos la noche y el día siguiente y el otro esperando el entierro mientras las muchachas que organizaban la comida en amplias mesas bajo impecables toldos de recepción coqueteaban con los periodistas. Incluso sobrinas, hermanas, primas y otros familiares del capo empezaron a conversar y a intercambiar con los extraños que esperaban con cámaras, grabadoras, micrófonos o libretas de apuntes.

Al amanecer aquello parecía el alba desnuda después de una interminable fiesta feliniana. Nos levantamos de las sillas y con los ojos todavía agotados por el semisueño o el insomnio pasamos a picar algo en las mesas repletas de deliciosas carnitas, caldos, sopas, nopalitos, taquitos, frijolitos y jugos. Ya éramos familiares de la finca, deudos oficiales del capo. Incluso algunos periodistas jugaban futbolito en un extremo. Se decía que de un momento para otro podía entrar alguna policía enemiga. El cielo norteño y el campo recobraron la calma ancestral. El ganado pastaba en las inmediaciones. Una serpiente se escurrió entre la maleza. Un asno rebuznó en sonido estéreo.

Y hacia mediodía ocurrió la gran ceremonia fúnebre. En un amplio patio, atrás de la casona, la muchedumbre estaba alerta. Había más periodistas que deudos. El ataúd salió al fin de la casa y fue conducido hacia un mausoleo familiar, donde un cura oficiaba ceremonia y rociaba agua bendita. La madre, las hermanas, las sobrinas lloraban como plañideras helénicas.

¿Sería todo esto una gran comedia, la más espectacular tragedia representada por soberbios actores? ¿Yacería de verdad dentro del ataúd algún cadáver, o no sería acaso un simple muñeco de cera? ¿Sería de verdad el cuerpo del temido capo Señor de los cielos? ¿Estaríamos presenciando una gran mascarada? ¿Serían ciertas tantas lágrimas ? ¿Actuaríamos de extras en una nueva versión de la legendaria película de Francis Ford Coppola,El Padrino?

Al final, el ataúd del Señor de los cielos entró a tierra y todo terminó como por encanto. Ya en Cualiacán, por la tarde, bajo el sol canicular, fui a la capilla del santo Jesús Malverde, el milagroso santo de los sicarios y los narcos y compré un collar amuleto con el rostro del forajido bigotón enmarcado en cuero. El mismo que me protege años después a la hora de escribir sobre narcos. ¿No será él también el santo de los escritores?