lunes, 27 de octubre de 2008

BARRANQUILLA Y PARÍS EN JULIO OLACIREGUI


Por Eduardo García Aguilar

Ahí estaba esa noche de invierno de 1978 junto a la sagrada fuente de Saint Michel, alto, cubierto por una amplia cazadora y la bolsa arhuaca y en su mano el grueso guante de cuero café que me trajo desde Toulouse, donde lo perdi y Jacques Gilard lo encontró. Así conocí a Julio Olaciregui Ospina, nacido en Barranquilla en 1952, novelista, poeta, dramaturgo, bailador de congo, amante de máscaras y cocodrilos, dibujante, filmador escondido, erotómano y lector apasionado de Samuel Beckett, Roland Barthes, Julio Cortázar, Wole Soyinka, Toni Morrison y André Gide, entre otros muchos.

Nos saludamos junto a esa fuente donde el ángel derrota a la serpiente alada con su lanza medieval, ante la mirada de los leones que manan agua turbulenta por su bocas aguerridas. Una placa celebra allí a los franceses y extranjeros que lucharon y murieron por la Liberación de París, entonces invadida por los nazis, a toda esa gente que recobró la esperanza leyendo los inolvidables poemas llenos de aire y amor de Paul Eluard, el autor de Capital del Dolor, un clásico de la posguerra. La primera vez que lo vi Julio estaba ahí y miraba desde las alturas de su estatura africana con mirada de águila, mientras una sílfide alemana nos seguía sigilosamente hacia la rue de Canettes a tomar un vino en el legendario Chez George.

Michel Foucault había dado su curso aquella mañana en el Colegio de Francia y Paul Leauteaud había tosido tres veces rumbo abajo por la rue du Bac, como quien se despeña por los caminos inciertos de la prosa. Todo era tan reciente entonces que de las atarjeas lluviosas caían huevos prehistóricos enormes y alargados como conciertos de jazz de Chet Baker.

Julio Cortázar seguía creciendo día a día, cada vez más joven en el bistró de la esquina de la rue Jacob, así como lo vi en Toulouse, sentado junto a la novelista colombiana Alba Lucía Angel, que vestía jeans, tocaba guitarra y cantaba canciones de protesta. Cortázar tenía la cara surcada de arrugas profundas, pero desde lejos parecía un muchacho alto y enamorado como ahora parecía su tocayo Olaciregui mientras cruzaba la place Saint Sulpice hablándome de que Santiago Mutis Durán le iba a publicar en Colcutura su primer libro, Vestido de Bestia.

¿Vestido de Bestia ? Un libro de historias parisinas donde siempre aparece el personaje africano Café Café con sus escobas en la mañana húmeda de la rue Rambuteau, junto al recién inaugurado Centro Pompidou. Así comenzaba el camino editorial de Olaciregui, quien ya desde antes había trabajado en El Heraldo de Barranquilla y de allí se trasladó a Bogotá como reportero de terreno de El Espectador al lado del infatigable Antonio Morales, husmeando en los juzgados, la morgue y en el sacrosanto Congreso colombiano. Desde ese encuentro Julio ha seguido ejerciendo la literatura como es de verdad: una forma de vivir y respirar. Porque la literatura y las artes en general son para él una forma de vida, una manera de ser amigo, padre, hijo, hermano, tio, escritor, actor, criatura viviente en el planeta tierra, que es « azul como una naranja ». Y más allá, esa literatura que vive, ejerce y medica como brujo y chamán, es para él una forma de explorar, abrir caminos distintos, rebelarse, experimentar, molestar, reir, danzar, jugar con la máscara, seducir y derretir estatuas.

De su imaginación han salido hasta ahora los libros Vestido de Bestia (1978), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la reciente obra río Dionea (2007), donde siempre están presentes las calles de Paris y de Barranquilla, sus dos ciudades Mamá Grande imbricadas en un carnaval literario. Y eso sin contar la vasta obra inédita que está saliendo poco a poco En la línea de Raymond Roussel, Antonin Artaud, Georges Bataille, Roland Topor, Samuel Beckett y Julio Cortázar, en la via de los surrealistas y los exploradores de los sentidos ocultos, Olaciregui ha escrito una de las obras más interesantes y excéntricas de la literatura latinoamericana de su generación, al lado de autores contemporáneos tan notables como el argentino César Aira, el colombiano Roberto Burgos Cantor y el chileno Roberto Bolaño, una literatura que va más allá de los estrechísimos límites de las literaturas parroquiales con bandera, himnos, narco-sicarias revertianas, pistolas y funcionarios de corbatas de funeraria.

Todo comenzó en Barranquilla, la ciudad moderna de la Costa Atlántica situada junto a la desembocadura del río Magdalena, donde nació y creció al calor del Carnaval y la explosión artística de un grupo de maestros mayores compuesto Alvaro Cepeda Samudio, Alejando Obregón, Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Alfonso Fuenmayor, Rafael Escalona y Germán Vargas, entre otros. La misma Barranquilla del boxeador Kid Pambelé y del cartagenero Joe Arroyo, compañero de generación y delirio, la urbe tropical de los famosos carnavales que él lleva siempre adentro con sus máscaras y su alegre deseo de tomarle el pelo al destino y « mamarle gallo » a la solemnidad y a la propia literatura que los otros convierten en estatua de cartón piedra.

Allí en Barranquilla, trabajando en el periódico y charlando con los novelistas Alberto Duque López, Ramón Illán Bacca y Ramón Molinares Sarmiento, y el filósofo Numas Armando Gil, Olaciregui realizó sus primeras batallas básicas, antes de partir al « extranjero », a Medellín, la capital de la muy católica y puritana Antioquia, a donde todos iban entonces a hacer la Universidad y en donde conoció al novelista y periodista Juan José Hoyos, otro de su cómplices de formación.

Al final París lo conquistaría y sacaría de su patria inicial hace ya tres décadas, para introducirlo a los campos magnéticos de sus calles y a los salones de clase de la Facultad de Letras de la Sorbona Nueva. A la ciudad luz es fiel como un voyerista de imágenes, ideas y sensaciones que marcan poco a poco sus libros, hermanados en el surrealismo y el infrarrealismo con Najda de André Breton y Watt de Samuel Becket, ese otro « extranjero » de París que nutre su pulsión creativa. Porque en Julio Olaciregui todo es posible y en especial la hermandad gemela entre el puerto colombiano sobre el Magdalena y el puerto francés junto al Sena.

sábado, 18 de octubre de 2008

LA POLÉMICA EXHUMACIÓN DE FEDERICO GARCÍA LORCA


Por Eduardo García Aguilar
La polémica en torno a si se debe o no exhumar el cadáver del poeta Federico García Lorca, asesinado por las fuerzas de la ultraderecha franquista en la Guerra Civil española, muestra con claridad la polarización política que afecta a España en los últimos tiempos, en medio de tensiones separatistas y regionalistas muy exacerbadas y la pervivencia de una tragedia que fue amordazada, pero cuyos fantasmas perviven y asustan todavía a comienzos del siglo XXI.
García Lorca, que fue acribillado joven por el delito de pensar distinto, es una figura crucial en la memoria de generaciones enteras de latinoamericanos y españoles del exilio, que tuvieron en sus libros una compañía permanente. Su libro Poeta en Nueva York es una de las cumbres de la poesía hispanoamericana y todavía estremece a quienes se acercan a esas palabras cargadas de energía inagotable. Al lado de libros emblemáticos como Canto General y Residencia en la Tierra del chileno Pablo Neruda o los Poemas Humanos y España, Aparta de mí este Cáliz, del peruano César Vallejo, la obra de Gracía Lorca cruza las edades con la misma ligereza de su tierna genialidad adolescente. Yerma, Bodas de sangre, Mariana Pineda, Don Perlimplín con Belisa en su jardín y otras piezas por él escritas ayudaron a nutrir la vida de lectores en todo el orbe hispánico, en medio de crisis, guerras, golpes, masacres e injusticia.
Después de que el juez Baltazar Garzón abrió una causa contra el franquismo por "crímenes contra la humanidad", entre los cuales figura la desaparición de 114.266 personas que reposan en fosas comunes, algunos dirigentes del Partido Popular y portavoces de la nostalgia falangista se han desatado, lanza en ristre, contra el abogado, acusándolo de todos los males posibles y de ser un loco empecinado en hacer disparates.
Garzón atribuye a Francisco Franco y a otros 34 jefes militares rebeldes el delito de insurrección contra el régimen legalmente constituido y de haber aplicado un plan sistemático de exterminio de los opositores políticos durante la Guerra Civil y la posguerra. Asimismo considera que las familias de los fusilados masivamente por las hordas franquistas tienen derecho todavía a saber donde están los cadáveres de sus familiares desaparecidos y que los crímenes cometidos por órdenes del tenebroso generalote español durante la rebelión y la larga dictadura no deben prescribir nunca.
Se comprende que muchos quieran borrar las heridas del pasado y no tratar de levantar los espectros de la muerte que reinó sobre la gran tierra española, pero el genocidio y la intolerancia fueron imperdonables, como lo son también el exilio de cientos de miles de familias y hombres de bien que tuvieron que irse a todos los rincones del mundo, pues no eran aceptados en su propio país por la terquedad criminal de un dictador fanático. Los exiliados españoles de la República se fueron en diáspora por toda Europa y en ultramar hacia México, Estados Unidos, Argentina, Venezuela, Colombia, Perú, Chile y Centroamérica, donde nosotros tuvimos la fortuna de recibir sus enseñanzas. Esos hombres de bien nos ayudaron a los latinoamericanos fortalecer la industria editorial, la prensa, la ciencia, las escuelas y las universidades.
Por eso a esa generación de sobrevivientes y a todos los republicanos españoles les debemos mucho, y podemos imaginar entonces a través de los salvados de la muerte a los otros valores extraordinarios españoles fusilados jóvenes por Franco y sus bárbaros, que reposan en el olvido en las fosas comunes que busca destapar Garzón para que no queden impunes.
Después de la súbita derrota de la derecha en las elecciones y su reemplazo por el gobierno socialista de Zapatero tras el horrible atentado del 11 de marzo de 2004 cometido por los fanáticos islamistas, proliferan en España muchas voces sectarias de una derecha post-franquista atrasadísima y fundamentalista que desea resucitar las ideas de Adolf Hitler, Benito Mussolini e incluso las de la Inquisición y ve tras la acción judicial de Garzón a las fuerzas del terror comunista o del diablo, así como ve en los gobiernos democráticos latinoamericanos de izquierda la fuerza del demonio, encarnado en los indígenas de Evo Morales o en los mulatos de Hugo Chávez, a quienes quisieran callar.
A veces al leer la prensa española uno no da crédito al odio y el veneno que circula actualmente entre las fuerzas políticas, ideológicas o regionalistas. En Cataluña los fanáticos catalanistas quieren prohibir el español y en las escuelas los niños que hablan esa lengua son discriminados y vejados y los que defienden el derecho humano de educar a sus hijos en el idioma de Cervantes son estigmatizados. En el País vasco la violencia de ETA sigue vigente y el diálogo es imposible entre separatistas y gobierno. Ahora los gallegos han protestado por unas declaraciones leves del gran escritor George Steiner, que discrepaba del nacionalismo creciente gallego y fue obligado a dar excusas. Pero más allá de estas tensiones folclóricas regionales que uno puede comprender como frutos precisamente de la intolerancia franquista, que oprimió a las minorías, planea sobre España un enfrentamiento autista entre derecha e izquierda, de donde está excluido el diálogo y el debate, lo que nos hace recordar los peores tiempos de la intolerancia.
Hay que apoyar la acción de Garzón para que las nuevas generaciones no olviden lo que pasó en su país. Y ojalá que la probable salida de los restos del poeta García Lorca conduzcan a leerlo de nuevo y a restablecer los lazos con la España creativa del Medioevo, el Siglo de Oro y la Ilustración decimonónica, con la España donde vivían cristianos, musulmanes y judíos conviviendo juntos en paz.
Porque del triunfo de la tolerancia depende que los descendientes de millones de migrantes latinoamericanos indios y mestizos que han llegado en la última década a ese país puedan vivir allí en paz y que nunca se despierten los fantasmas del racismo y el deseo de exterminar al otro, al extranjero, al distinto en campos de concentración, crematorios o fosas comunes.

viernes, 17 de octubre de 2008

UN PREMIO NOBEL FRANCÉS JUNTO AL PARICUTÍN


Por Eduardo García Aguilar

El nuevo Premio Nóbel J.M G. Le Clezio es un reconocimiento de la Academia sueca a los escritores que experimentan contra la corriente, se hacen preguntas, dudan en vez de vivir entre certezas y permanecen alejados de los circuitos habituales del poder, donde pululan autores oficiales inflados por intereses nacionales o corrientes ideológicas. Este se agrega a otros premios a escritores situados en la vena literaria experimental como Elfriede Jelinek, J. M. Coetze, o en el campo marginal de la poesía como Wislawa Szymborska, entre otros. Le Clezio es un nómada que escribe en francés, por lo que el galardón es también para los autores trasterrados y cosmopolitas, en cierta forma apátridas, que prefieren estar lejos y desconfían mucho de las mieles y el calor de los seguros hogares nacionales llenos de himnos y banderas y discriminación hacia del otro, el extranjero.

Algunos críticos del mundo anglosajón le reprochan cierta ingenuidad al idealizar las esferas "indígenas" frente al progreso descabellado de Occidente y dicen que él representa al típico europeo alto, blanco, rubio que huye de la "cerebralidad" escolar y se instalan en los mundos exóticos, a lo que él responde que "si hablo de los indios no me refiero nunca a una edad dorada. Entre los indios hay violaciones y crímenes". Otros consideran que Le Clezio es una versión menor del gran maestro y prosista de genio Claude Levi Strauss, autor de Tristes trópicos, una de las más grandes obras del siglo XX, quien sin duda merecía también el Nóbel de LIteratura y está vivo entre nosotros, casi centenario. Levi Strauss también dejó París y las grandes escuelas para irse a vivir entre los indios brasileños en la cuenca amazónica y como él tres décadas antes decidió vivir fuera y ser un extranjero profesional cuya obra en su totalidad está marcada por esos mundos exóticos y disimétricos.

Tengo desde hace muchos años una especial debilidad por este excéntrico y nómada autor francés, nacido en 1940 de padre británico y madre francesa, oriundos de la Isla Mauricio, junto a Madgascar, que llevaron al niño de un lado para otro en medio de los avatares de la guerra y la posguerra. Ya adulto, el autor de "El buscador de Oro" y "Viaje a Rodrígues" se instaló en lo más profundo de México, en Michoacán, y no por casualidad en Nuevo México (Estados Unidos), en tierras que fueron cercenadas en el siglo XIX por el imperio americano a su vecino del sur.

Puesto que Le Clezio vivió en la Ciudad de México y luego más de una década junto al volcán Paricutín, su presencia fantasmal en ese país la sentíamos quienes éramos habituales del Instituto Francés de América Latina (IFAL), cuya biblioteca, ya desaparecida por desgracia, era uno de los rincones más deliciosos de la metrópoli para los infectados por la literatura que pasábamos todo el día allí.Después de ser expulsado de Tailandia cuando cumplía una misión equivalente al servicio militar, por denunciar la prostitución infantil que se iniciaba en aquel paraíso turistico, Le Clezio fue mutado a México, país que se convirtió en punto central de su vida y su obra. Allí trabajó en el IFAL muy joven haciendo las fichas de la biblioteca y leyendo todos los libros en vez de cumplir con sus tareas burocráticas y en múltiples paseos en torno a la capital y las provincias mexicanas ingresó poco a poco en el mundo prehispánico con sus colores, leyendas y mitos milenarios, siguiendo la tradición de otros franceses como el padre Charles Brasseur, viajero en el mundo maya, Antonin Artaud, amante de los Tarahumaras y Jacques Soustelle, Louis Panabière y Jean Meyer, entre otros muchos.

Según el historiador franco-mexicano Jean Meyer, lejos de ser uno de esos intelectuales vanidosos que caminan pavoneándose por Saint Germain de Prés en París, Le Clezio andaba siempre de sandalias, camiseta y jeans entre los medios expatriados de México, cuando a fines de los 60 eso era todavía inadmisible para quien cumpliera alguna función profesoral por muy modesta que fuera. Precisamente, cuenta Meyer, Le Clezio fue enviado a hacer las fichas de la bibliotea del IFAL porque en clase cometió el crimen de hacer escuchar a Los Beatles a los estudiantes de francés de esa institución.

Además Le Clezio, que tiene pinta de galán nórdico de cine bergmaniano, siempre andaba elevado, cuentan quienes lo frecuentaban, embebido como estaba en las historias que escribe desde niño y lo hicieron ganar a los 23 años de edad, en 1963, el premio Renaudot. Escritor nato, su vida es como la de un arácnido que teje y desteje sus telarañas minuciosamente día a día y sin cesar, dando vía libre a la palabra tal y como ella sale del flujo de la memoria. O sea dar rienda suelta a la palabra como algo casi natural, como una emanación líquida desde el fondo de la imaginación. Tal vez por eso su obra es tan vasta e irregular y alguna vez, cuando vivía en su Niza, coincidió al hablar en una estación de autobuses con ese otro gran escritor frances llamado Michel Butor, que ambos "escribían demasiado".

México es pues punto central de su obra. En El Sueño mexicano, La fiesta cantada, Relación de Michoacán, en su libro sobre Frida y Rivera, y sus versiones de las profecías del Chilam Balam y otros textos sagrados, Le Clezio rinde homenaje a ese país adoptivo y en especial al misterioso estado de Michoacán, donde los pueblos tienen nombres como Uruapan, Tacámbaro, Puruándiro, Purépero y Pátzcuaro. También es clave su estadía con los emberas del Darién, entre Colombia y Panamá, donde, según cuenta el filósofo colombiano Edgar Bastidas Urresty, Le Clezio probó extracto de hojas de datura, guiado por un chamán en su viaje por un mundo lleno de árboles con ojos y donde su voz se transmutó en la del brujo. Debido a que la universidad francesa no quiso aceptarlo como investigador, acusándolo de ser poco científico, demasiado literario y escribir novelas, Le Clezio no tuvo más remedio que adoptar a América, desempeñándose allí como profesor en Nuevo México y en el Colegio de Michoacán, al lado del maestro Luis Gonzáles.

Su obra es inmersión y defensa en los mundos de la periferia que dieron la espalda al progreso y a la v ez es el relato de sus lejanos orígenes, las aventuras del abuelo buscador de oro, el viaje infantil en barco hacia Nigeria a conocer a su padre como Pedro Páramo, y la vida de los hombres del desierto africano, de donde proviene su esposa Jamia. Es también un homenaje a la infancia y a la adolescencia que parecen ser esferas a las que sigue fiel este Nóbel de la francofonía que en apariencia guarda todavía ese aire de inmadurez y liviandad de antes de la vida adulta, a la que siempre temió.

Desde El proceso verbal, la Fiebre y el Diluvio, pasando por La guerra, Los gigantes, Desierto, El buscador de Oro, Onitsha y Pawana, entre otros muchos de sus libros, Le Clezio ha ejercido la novela como una forma de revelación, pues afirma que el ejercicio de la literatura es "una religión en el sentido pascaliano del término", una forma de "afirmar la existencia" a través de las palabras. "Escribimos por una razón que desconocemos. Si comprendiéramos dejaríamos de escribir. Escribir es una necesidad. Está dentro de uno. Tiene necesidad de salir y sale de esa forma", dice en una vasta entrevista con Gerard de Cortanze.

Por eso este premio es un galardón a la literatura, a los escritores adolescentes, a los que viven elevados, a los escritores que no usan corbata ni traje ni andan haciendo antesala ante los poderosos y los políticos, gustan vivir junto a los volcanes y prefieren las sandalias cuando viajan a los territorios más alejados, o sea que es un Nóbel para los escritores que la academia, el periodismo y la diplomacia rechazan y que al final planean sobre la cultura como Aladino y Lámpara maravillosa.

sábado, 4 de octubre de 2008

LOS FANTASMAS DEL PALACIO POSTAL


Por Eduardo García Aguilar


Una de las primeras cosas que hice al llegar a la Ciudad de México fue alquilar un apartado postal en el Palacio de Correos, edificio que pieza por pieza, según dice la leyenda, fue traído desde Italia con sus aires renacentistas y es uno de los monumentos más insólitos y bellos de la metrópoli capitalina.

Su ágil estructura metálica es un homenaje a la nueva industria, al progreso y a la arquitectura importada por Porfirio Díaz antes de su fin inminente, superando por fin a la piedra para erguir proezas de retorcida y liviana elegancia férrea. Como joya de la ciudad, día a día sus escalinatas y pisos de mosaico eran bruñidos con minucia y amor, por lo que parecían espejos en medio del caos, el esmog, el ruido y la basura citadinas, convirtiéndolo todo allí en un extraño oasis, un ámbito de otros siglos.

Adentro las oficinas y los mostradores estaban separados por altos enrejados de hierro pintado de negro y a la vez por figuras y adornos y figuras áureas que eran minuciosamente conservadas con productos que expelían un olor peculiar de limpieza química. Adentro el aire cruzaba con libertad, por lo que en días de invierno uno veía a los trabajadores del correo postal enfundados en gruesos suéteres de lana, ponchos o chaquetas de cuero. Las oficinas eran amplias, enormes, de techos altísimos y los seres humanos se volvían allí diminutos, liliputienses entre tanta belleza añeja.

También se vivía un ambiente de graciosa y nostálgica lentitud burocrática, con bultos puestos allá y aquí, llenos de cartas y paquetes, en uno de los cuales al fin rescaté el ultimo correo enviado por mi padre antes de morir y que antes de ser devuelto los empleados buscaron y rescataron del limbo. Pero no sólo ese detalle familiar me une al Palacio: como iba cada día a abrir mi apartado, situado en el mezzanine, entre muros churriguerescos de infinitas cápsulas postales rectangulares con puertas de metal antiguo, me sentía con frecuencia en una oficina occidental del Cargo del Far West californiano en tiempos de Mark Twain y Búffalo Bill. Probablemente entré ahí miles de días, pues a ese apartado permanente que conservé hasta el último día me llegaba correo de Europa y América, revistas literarias, cartas de amigos y familiares perdidos, invitaciones, periódicos y otras minucias de un tiempo ya borrado por los emails y el Internet, el skype y el messenger.

Parece mentira pues que cuente esto como si estuviera hablando ya de un siglo antediluviano, cuando apenas comenzamos la cuesta del siglo XXI. A veces tengo el sueño recurrente de que llego allí y vuelvo a buscar las cartas y los paquetes perdidos que tal vez llegaron después de mi partida de México y los rostros difusos de esos carteros y esas funcionarias amables de otro tiempo me abordan en una danza de figuras inasibles y neutras como espectros de una época sellada en los baúles de la historia.

Pero de esa relación casi familiar con el edificio me quedan otros encuentros esos sí fantásticos, con espectros del pasado, con gente decimonónica salida de alguna novela decadente del siglo XIX. Uno de esos encuentros fue con el poeta Germán Litz Arzubide, que ya bien avanzado en sus noventa iba a ese corredor en busca de su correo, para abrir un apartado que tal vez tenía desde los años 20 del siglo pasado.

Allí me lo encontré varias veces y fui forjando con él una relación de charlas intensas, en las que me relataba anécdotas de la vida poética mexicana y los contactos que como uno de los jóvenes jefes del movimiento poético Estridentista que tuvo con poetas de vanguardia de Suramérica como los colombianos Luis Carlos López y Luis Vidales, autor este último de Suenan Timbres y tío del gran poeta colombiano actual Juan Manuel Roca Vidales.

Todavía me parece verlo impecablemente vestido de traje cruzado color café claro a rayas, corbata asida con mancuerna dorada, sombrero Stetson y paraguas o bastón de rigor. Y todavía lo admiro con envidia de que a sus casi cien años de edad anduviera por el centro de la ciudad diciéndole piropos a las muchachas. Alto, rubio, con la impronta clara de su ancestros germanos o vikingos, Germán Lizt Arzubide me fue presentado como personaje por mi amigo el Palacio de Correos. Un día supe que éramos vecinos en los condominios de Avenida Universidad 1953, donde también vivía Adolfo Castañón, y lo veía llegar solitario en las tardes desde mi ventana, erguido y elegante como un dandy de los tiempos Art Nouveau y Art Deco.

Pero me quedan todavía otras dos figuras fantasmales: la poetisa Guadalupe Amor, que llegó a ser publicada por Austral y caminaba por el centro de la ciudad ya muy anciana, vestida de manera estrafalaria como muñeca de cuento infantil o pieza de teatro nórdica, con los labios pintarrajeados de rojo, muy peinada con cintas verdes, violetas y rojas y un bastón que a veces le servía para amenazar con toda razón a los inoportunos que buscaban abordarla creyéndola una aparición milagrosa de otro siglo. Sólo se dignaba saludar y decir bellas palabras a los niños que encontraba a su paso en las inmediaciones. Cuando deambulaba por ahí, no lejos de su casa de Bucareli, Amor tal vez iba en pos de los recuerdos de la juventud, cuando era estrella de la poesía mexicana y mucho antes de que la atropellara el olvido implacable de los contemporáneos.

Y el otro fantasma centenario que tenía apartado postal junto al mío era el poeta Germán Pardo García, contemporáneo y protegido de Porfirio Barba Jacob, mexicanizado a lo largo del siglo, amigo de las costarricences Eunice Odio y Yolanda Oreamuno y quien también impecable como un conde decadente llegaba a abrir su apartado, usando un sombrero de bombín y traje bocadillo, bajo de estatura, con la mirada clara perdida en la absurda ambición poética que lo lleva a soñar en un imposible Premio Nóbel y en hacer de su poesía un delirio de científico einsteniano. ¿Dónde están sus inmensos mamotretos de más de mil páginas corroídos de tiempo y los números de su revista Nivel, una reliquia que llegaba a Colombia a mediados del siglo XX con sus poemas anacrónicos?

Sólo ahí en ese Palacio Postal perviven estos fantasmas de la ciudad de México. Ahí están los tres, Lizt Arzubide, Guadalupe Amor y Germán Pardo García para recordarnos que el tiempo pasa y todo es olvido, incluso para los más engreídos, dandys y vanidosos. Ellos viven ahí en alguno de esos diminutos apartados de correo de este Palacio de fantasmas donde se escuchan los ritos marciales del porfirismo y el sonido rayado de los discos de Carusso, el más grande tenor, cuya voz hace vibrar para siempre el hierro forjado de su estructura centenaria.