sábado, 17 de noviembre de 2007

CONSAGRACION DE FERNANDO HERRERA GOMEZ


Por Eduardo García Aguilar
Con Fernando Herrera Gómez, recién galardonado Premio Nacional de Poesía 2007, nunca coincidimos en París en ese lejano 1979, pero si en Bogotá en una de las fiestas fenomenales que solía hacer Harold Alvarado Tenorio en su apartamento de Santa Fe, en La Candelaria, en medio de pantagruélicas bandejas de comida china preparada por él tras horas de minucioso ejercicio culinario.

Allí lo veo dormir en un sofá después de que nuestro amigo William Ospina, vecino de Harold, se hubiera ido furioso golpeando la puerta porque alguien habló mal de Raúl Gomez Jattin y luego de que el cineasta Carlos Palau, borrachísmo, hubiese armado un escándalo y bajara las escaleras laberínticas de ese conjunto lanzando dólares y pesos a diestra y siniestra en una verdadera noche de Walpurgis. Todos fuimos alumnos del bar Chez Georges en París y ahí nos graduamos en las artes del vino.

Con el gran poeta Harold, que tenía una bellísima novia china de veinte años en sus brazos, observamos al alba dormir plácidamente a ese poeta antioqueño que sorprendía ya con una poesía salida de los moldes en boga, al cantar a gasolineras o carreteras cubiertas de detritus y aceite, a objetos, rincones y personas y personajes de la casa o la ciudad, y que se atrevía a publicar poemas con títulos como “Balada del mocho Londoño” mientras los demás hablaban del alba y el crepúsculo y citaban engolados a Blake, Milton, Trakl y Stefan George.

Así como dormía con placidez absoluta tras la bacanal etílica y culinaria, todos los encuentros con Herrera han estado signados por la placidez del viaje, la amistad, la hospitalidad, el buen sentido del humor y la alegría. Por eso lo veo caminar con una emoción indescriptible al descubrir por primera vez las calles del centro histórico de la Ciudad de México, jugar como un niño con las nuevas palabras, olores y colores de ese país que descubría y terminó por adorar, decir sus ocurrencias una tras otra, pertinentes y agudas, mientras buscábamos perdidos y ebrios el Hotel Sevillano donde vivió Porfirio Barba Jacob.

Lo veo bromear toda una tarde en la mesa que compartíamos con Gabriel García Marquez en un restaurante de Coyoacán, cuando él y yo hacíamos un paquete de libros nuestros y conminábamos al Nobel a leernos esa misma noche. Herrera estaba a su lado, sus codos se tocaban y se veía la emoción de ese encuentro a cuatro que compartíamos con William, mientras el autor de Cien Años de Soledad nos contaba la historia de unas pieles de cocodrilo que le traían suerte o sus tiempos de vacas flacas en el París que todos vivimos pobres y felices a los 20 años.

Lo veo en las alturas de la Calera pasando la tarde en casa de Broderick en medio de la naturaleza, hablando del bien o del mal, de la vegetación o de la lluvia, mientras afuera sonaban las balas, o en la inolvidable cantina La Faena de la Ciudad de México compartiendo con Fabio Jurado, William, Piedad Bonnet, Florence Olivier y Luz Mery Giraldo al lado de toreros y toros momificados y estridentes mariachis. O sea instantes de vida de una generación, momentos cotidianos que son y hacen la poesía, testimonio del paso del tiempo, epifanía del momento, asuntos todos ellos a los que se ha aplicado con generosidad alerta este poeta nacido en Medellín en 1958 y que es otro de los valores de la rica generación Sin Cuenta que despunta ahora en Colombia sin aspavientos ni escándalos.

Joe Bousquet, el poeta que vivió paralítico toda su vida en Carcassone después de enfrentarse solo y en la oscuridad a un ejército enemigo, dijo que la poesía es “el testimonio de lo que nosotros somos sin saberlo” y ese secreto es el que Herrera ha tratado de escrutar en su obra breve pero de gran profundidad serena. En su libro “La casa sosegada” su palabra se detiene en el sótano, que es “el reino de lo inservible” donde el “noble aparador” de la abuela comparte ostracismo con “partes de motor”, “aporreadas jaulas de alambre con el estiércol reseco de sus pájaros muertos” y “lechos floridos saqueados por las ratas”. Mas allá visitará el patio y hablará de la ropa tendida, “las rígidas hebras de sus bolsillos volteados” y “las bravas sábanas en las que tal vez tu fuiste engendrado”. Y así uno tras otro aparecerán el patio, la alcoba, la hierba, la cocina, el electricista, limoneros, geranios, tulipanes, agapantos, nísperos, el abuelo, la madre, el padre o la prima Margarita.

El jurado que premió su libro “Breviario de Santana”, encabezado por el magistral poeta chileno Gonzalo Rojas, ha destacado la senda inusual de la poesía de Herrera, que va a “contracorriente” y destaca que allí no sobra ni falta ninguna palabra. Ajustado, bebiéndose la vida junto al fuego de la chimenea o por los caminos de la tierra, Herrera ha sabido estar alerta sin descanso a las pequeñas cosas que son los grandes asuntos de la vida y la filosofía: el chirrido de un gozne, el traqueteo de una vieja cama, el olor de la hierba del patio, el aire detenido en los sótanos y en los zarzos. Allí, en todo ese margen ignorado por las literaturas oficiales está la esencia de las cosas y de la vida que Herrera sabe captar con la pericia del Mocho Londoño, dueño él de “tuercas prodigiosas” y “tan jodido como los mismos diablos”, a quien los suyos deben la luz arbitraria de la casa, pues tenía el “travieso destello del honesto bandido brillándole en el fondo de los ojos”.


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