lunes, 31 de diciembre de 2007

VIDEOJUEGOS DE MUERTE AQUÍ Y EN CAFARNAÚN


Por Eduardo García Aguilar

Se ha buscado siempre la posibilidad de remediar los males del mundo sin que hasta ahora se encuentre la fórmula. Cada año que pasa el balance es el mismo: una mezcla de tragedias naturales, temblores, tsunamis, deslizamientos, inundaciones, a las que se agregan los despropósitos efectuados por la propia humanidad violenta. O sea una sucesión real y terrible de videojuegos de la muerte aquí y en Cafarnaún.

Este diciembre los pistoleros y los suicidas fanáticos islamistas salieron para inmolar a la líder paquistaní Benazir Bhutto, que se une al destino de Mahatma Gandhi y de la política india Indira Gandhi, como si en esa tierra milenaria de donde todos venimos la violencia fuera la única vía para solucionar las contradicciones políticas.

Al concluir el año los cuerpos descuartizados de sus seguidores proyectados por la explosión nos recuerdan que no sólo allí sino en casi todos los países del mundo el asesinato es una de las artes mayores, pues hasta el propio líder sueco social demócrata Olaf Palme cayó bajo las balas asesinas, como en Estados Unidos lo fueron John Fitzgerald Kennedy, su hermano Robert y el líder negro pacifista Martin Luther King.

De los primeros recuerdos de infancia está la imagen en cámara lenta de la limusina descapotable del joven presidente estadounidense que cae abatido bajo las balas de Lee Harvey Oswald, quien a su vez poco después caería acribillado por las de un tipo con pinta y sombrero de mafioso italiano llamado Jack Ruby. Antes de la llegada a la Luna los niños ya sabíamos que el crimen es el arte esencial de los políticos y desde entonces comprendemos que en este mundo de intereses, codicias y grandes negocios el lenguaje de las armas es la regla y la excepción la paz, la tolerancia y el diálogo.

Por esos años los niños colombianos tuvimos otra imagen conmovedora: la del cura guerrillero colombiano Camilo Torres, cuyo rostro apareció en las primeras planas de los periódicos con ese rictus de muerte, la hirsuta barba y el silencio de quien nunca hablaría ya más que en el mito. Y un año después, desde Bolivia, nos llegaba la imagen de otro guerrillero latinoamericano, esta vez el Che Guevara, que en este año que termina cumplió 40 anos de ser ejecutado tras su captura en las montañas de Bolivia y cuya imagen está viva para bien o para mal en el mundo.

Desde entonces en una progresión geométrica, Colombia siguió el camino de la muerte, superando cada década el horror de las anteriores. Los niños de entonces escuchábamos los relatos de La Violencia que dejó cientos de miles de muertos tras el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán. Y nombres como el de la policía “chulavita”, que eran los paramilitares de la época, quedaron para siempre grabados en nuestra memoria junto a sus métodos de tortura y exterminio, incluso contra cuerpos ya inertes, como el tristemente célebre “corte de franela”.

Medio siglo después los nuevos “chulavitas” son los narcoparamilitares y sus métodos superan en horror los de aquellos, con sus famosas motosierras, sicarios y masacres, que son más genocidios que otra cosa. Un partido político completo con miles de militantes fue exterminado por esas temibles fuerzas paramilitares que ejecutaron a miles y miles de opositores o supuestos opositores, sacerdotes, profesores, sindicalistas, obreros, intelectuales, que apenas comienzan a salir de las fosas comunes parecidas a las de Argentina, Chile, Uruguay, Serbia, Bosnia y Ruanda. Y hasta hoy no se sabe quiénes fueron los autores intelectuales de esa matanza.

Y lo que nunca se vio ocurrió: los líderes de esas fuerzas criminales narcoparamilitares fueron recibidos en el Congreso por los padres de la patria que, al parecer, casi en su mayoría son sólo testaferros de esas temibles fuerzas incrustadas en el Estado con la anuencia de la vieja clase dirigente.

Si los niños de ayer oímos hablar de la muerte de Gaitán y de la terrible policía “chulavita”, los niños de hoy oyen hablar de Pablo Escobar y sus sucesores, de los paramilitares y las motosierras y de la guerrilla y los secuestros, mientras día a día escuchan el balance de subversivos muertos o detenidos. No sé si todavía se ha hecho el balance de los guerrilleros dados de baja en el país desde que existe la guerrilla hace medio siglo. Tal vez sean decenas o cientos de miles y la guerrilla sigue ahí. ¿Cuántos guerrilleros más matará la clase dirigente en las próximas décadas? ¿Cuándo llegaremos al millón, a los dos millones, a los 20 millones de subversivos abatidos? A ese paso unos y otros, ejército, paramilitares, narcos y guerrillas exterminarán a los seres humanos de nuestro país y al final el último colombiano vivo que apague la luz y se vaya.

No es consuelo, pero la violencia de nuestro país es sólo un episodio de la violencia humana en general. Si hoy todo el tercer mundo de Asia, Oriente Medio y África está encendido entre atentados, guerras y genocidios, no hay que olvidar que Europa estuvo igual hace apenas medio siglo y que la guerra de los balcanes tiene apenas una década. Y que la Segunda Guerra Mundial está casi tan cerca como el inicio de la Violencia en Colombia.

Todo indica pues que el nuevo año será otro más de cifras y balances de muertes, atentados, partes de guerras y agresiones, en una apocalíptica lucha sin fin por las riquezas del mundo que viene desde los orígenes de la humanidad y es al parecer algo inherente y esencial a su extraña presencia sobre la tierra.

domingo, 23 de diciembre de 2007

EL NUEVO ZAR RUSO DE LA MODERNIDAD

Por Eduardo Garcia Aguilar

El líder ruso Vladimir Putin ha sido elegido por la revista Time como el hombre del año 2007, e incluso personalidades como el ex disidente y Premio Nóbel Alexander Soljeniztin y el inspirador de la Perestroika y ex mandatario ruso Mijail Gorbachov reconocen y elogian al nuevo autócrata del Kremlim como el hombre que rescató a Rusia del caos y la condujo de nuevo a influir con fuerza en el contexto mundial.




Tuve el escalofrío de ver hace poco llegar rauda la comitiva de Putin al Kremlim. Salía de la bella iglesia de San Basilio llena de iconos bajo el mágico manto de sus cúpulas coloridas, cuando de repente salieron de la nada enormes hombres vestidos de negro que nos miraban directo a los ojos a los turistas que salíamos del recinto sagrado.




Me pregunté el por qué de esas miradas y la respuesta no se dejó esperar: como en una película de Hollywood, una enome limusina negra con bandera rusa ondeante subió rauda la pendiente e ingresó por el enorme portalón, seguida por varios vehículos blindados en donde colgaban hombres armados.




Todo eso duró unos segundos, pero el paso de Valdimir Putin, quien de seguro regresaba de su casa situada en los suburbios o de alguna reunión de alto nivel, quedó fijado para siempre en mis ojos en ese mediodía de octubre, cuando se celebran los aniversarios de la Revolución comunista bolchevique, como muestra de un poder en un país donde es aún más poder que en otras partes, pues ha sido cantado y sufrido por poetas, novelistas, popes, obreros, campesinos, militares, espías y políticos de todas las esferas y tendencias.




Los detractores de Putin dicen que es un temible autócrata que se formó en la tenebrosa KGB y escaló desde el fondo de los servicios secretos con su fría mirada y estabilidad hierática de impertubable militar atlético. Por estas fechas otros avanzan que ya es una de las fortunas más importantes del mundo, al poseer partes importantes en las empresas de energéticos que habría controlado luego de encarcelar en las frías estepas de Siberia a varios de esos nuevos jóvenes magnates caídos en desgracia hace poco.




Acaba de nombrar a dedo como sucesor a Dimitri Mevdeved, de sólo 42 años, 13 menos que su jefe, y quien ha sido su hombre de confianza desde los tiempos iniciales como burgomaestre de San Peterburgo, la antigua Leningrado. Una semana después de ese anuncio acaba de aceptar que será el nuevo Primer ministro de su débil sucesor, lo que augura para Putin una continuidad de facto como el hombre fuerte del Kremlim en la próxima década.




Otros detractores afirman que su régimen elimina a disidentes, bombardea regiones rebeldes y que, como en los tiempos de Rasputín, manda a envenenar a rivales o espías enemigos que mueren o terminan desfigurados, defenestrados o inválidos por los efectos de una pócima de dioxina o un empujón al vacío.




Quienes lo han visto de cerca dicen que es más frío que un témpano del Ártico y que es más fácil sacarle alguna emoción o una sonrisa a una piedra en las profundidades de algún yacimiento siberiano. A veces aparece montando a caballo con torso desnudo y siempre se le ve impecable y seguro, como hace unos días, cuando entró al congreso de su partido Rusia Unida al lado de su delfín, que al parecer arrasará en las elecciones pese a lo que diga el ex campeón mundial de ajedrez Garry Gasparov, líder de la oposición detenido hace poco por participar en una manifestación prohibida.




Lo cierto es que al hablar con los rusos poco se logra saber de lo que piensan del hombre. Ellos, que vivieron el totalitarismo soviético, saben muy bien guardar silencio y ser discretos ante el extranjero, el extraño o el desconocido. Mas esa discreción no les impide hacer la fiesta y ser afectuosos y fiesteros en los cafés bohemios como el de la Sociedad de Escritores donde bebieron algún día Maiakovsky, Ajmatova y Pasternak.




Los rusos que fueron súbditos de una de las dos grandes potencias mundiales del siglo XX saben mucho de todo el mundo. Ahora cualquier desempleado o anciano borrachín es una mina de saberes y de sabidurías: han viajado por el mundo, aprendieron las lenguas más lejanas, fueron agentes de un poder que contaba durante la Guerra Fría y que tal vez esté volviendo a contar con fuerza, ya reconvertido a las artes del capitalismo.




Y lo curioso es que mientras desaparecían todas las estatuas de Stalin y se borraba el rastro de los burócratas siniestros que mandaron alguna vez en la Unión Soviética, Putin ha respetado la memoria de Lenin, cuyo mausoleo sigue firme ahí en la Plaza Roja. De hecho la comitiva del nuevo Zar Putin cruzó ante nosotros y al fondo se veía el monumento del líder de la Revolución de Octubre, que algunos consideran el verdadero inventor implacable del totalitarismo y del gulag.




No lejos de ahí, por las grandes avenidas se pasean las limusinas y los autos de lujo de los nuevos millonarios y oligarcas y la juventud dorada anima los cafés que, como el Pushkin, están llenos a reventar hasta altas horas de la noche. Todo es excesivo allí, como las horrendas esculturas gigantescas de un artista allegado al poder, pero en las afueras, cuando uno se aventura en el metro hacia los círculos más alejados, Moscú parece una ciudad latinoamericana o tercermundista más, cubierta de esmog y carcomida por embotellamientos de autos y tranvías viejos, mientras la gente lucha desesperada por un puñado de rublos en medio de la opulencia de los nuevos ricos corruptos y los avisos de una sociedad de consumo que no llega ni llegará a todos.

domingo, 16 de diciembre de 2007

DELIRIO AMAZÓNICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO

Me sentía feliz de nuevo en la Colonia Roma, pero también amaba toda la ciudad con sus Vips, Sanborns y Denny’s luminosos donde leía a Styron o a Lawrence Durrel en noches interminables de café insípido. Me encantaba, me atraía, me seducía, la ciudad caótica, a la vez urbe luminosa y campo ranchero, aceitosa línea de avenidas o matriz de barriadas, recodo de vecindades anacrónicas en su vistosa pobreza, atadas al cine de oro de Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, María Félix y Dolores del Río.
Deseaba sus cines desperdigados donde veía novedades pornográficas: el Savoy, el Arcadia, el palacio Chino, el Venus, el Teresa, el Maya, el Río. En la colonia Roma tomaba café en La Bella Italia, compraba dulces en la confitería Celaya, recorría la avenida Álvaro Obregón con su camellón y las esculturas de dioses griegos y santos cristianos, de las cuales prefería la de San Sebastián y pasaba horas enteras junto a viejas casonas de sueño o rinconadas que parecían callejones de ciudades inventadas. Me escapaba a la Condesa para recorrer la avenida Amsterdam o sentarme a tomar cerveza en el Belmonte o La Bodega.
Recorría la Plaza México con sus cisnes bajo el sol en el pequeño lago y la calle Sonora y palpaba con mis ojos los enormes avisos publicitarios de Insurgentes empotrados sobre edificios y viejas casonas decrépitas, y de los cuales prefería el circular, amarillo azul y rojo de la Cerveza Corona, intacto en su extraña belleza desde hace décadas.
El contraste entre la Roma y el desfile de avisos luminosos de la cercana Insurgentes excitaba la vista, lo mismo que aceleraba la carne el aire poluido, el olor a gas oil, la tolvanera infecta atascada en la garganta. En la Roma se tenía la sensación de estar lejos del caos citadino y de las deliciosas agresiones visuales y acústicas reinantes desde hacía tiempo a todo lo largo y ancho de la ciudad. Un aire de pasado nos invadía a los habitantes de ese lugar, que era mundo dentro del mundo, agua quemada, desfile del amor, salamandra de fuego, batalla en el desierto, vampiro, ciudad lunar cerca del abismo y nos daba musgo a la piel, ruina a la armadura, tos a la noche, chupaba muertos de otro tiempo, succionaba nostalgias de lo no vivido.
Sonaba de repente desde el aparato de radio de una ferretería la vieja melodía de mi preferida Carole King : “It’s Too Late, Baby”, y su sensual, triste canción me conducía a los años de niñez y adolescencia en Colombia, cuando pegado al radio, imploraba por saber de otros mundos. Ya para entonces la gente se protegía allá de los ladrones por medio de fuertes chapas y el terror reinaba en las calles, invadidas por asaltantes, carteristas, cuchilleros, pistoleros, todos ellos expelidos por el hambre desde los barrios pobres o el campo.
Masacres, guerra civil, guerrilleros muertos, manifestaciones, estado de sitio, tortura, militares, balaceras de esmeralderos, presidentes autoritarios; tal era el panorama en tiempos de mi adolescencia, la noticia diaria en los periódicos. Algo parecido empezaba a manifestarse desde hacía tiempo en las calles de la Ciudad de México. De noche, por casi todas partes, asaltantes y policías arreciaban sus zarpazos. Pero el aroma de mi ciudad, la lejana y andina Manizales, se aparecía de repente para arrullarme donde estuviera, aunque también me recibía donde llegaba, con sus vertientes locales de vegetación esencial.
Sólo me acompañaba el deseo imaginario de tocar el violoncello como Pau Casals. Tocaba en quimeras locas esas cuerdas de llanto, intensas, de una verdad abrumadora, me regodeaba en sus largos gritos, gemidos, ronquidos, las hacía chillar por las escaleras, los cuartos, volar hacia el patio, detenerse en el zarzo, golpear las puertas, mover las lámparas de cristal de Murano. Y alzaba los ojos perdidos hacia los vitrales sacros de las escalinatas de caracol de un Palacio de Bellas Artes art-deco, convirtiendo los aullidos de los perros en aullidos de lobos, coyotes, las paredes de esa casa centenaria de bahareque en muros de castillo nórdico.
Yo respondía aterrorizado con gritos a sus miradas de lobo perdidas en la inmensidad del vestíbulo y corría hacia el patio a esconderme en las casas de madera que construía, solo, en los rincones, junto a los magnolios y las enredaderas alimentadas por la lluvia incesante. Y todo eso entre nubes, frío, llovizna, vientos helados, atardeceres luminosos en espera de que una maga de sueño me llevara en sus viajes a la selva, al Amazonas, al Chocó, a los Llanos. Una maga moderna que saliera de la guaca de los indios Quimbayas.
Llegaba entonces la maga y me abría el cielo. Lo mejor de esos tiempos fueron los largos viajes que tuve con la maga de los sueños por lugares exóticos del mundo. Me llevó al Amazonas e hicimos un viaje por barco hasta Manaos y la desembocadura del río por Belem do Pará, en una expedición encargada de fotografiar los meandros del delta con su vegetación y fauna y estudiar las condiciones cilmatológicas de la cuenca. Otra vez fuimos a las alturas del Machu Pichu y el lago Titicaca. Después cruzamos el mar hasta Egipto y recorrimos el Nilo de punta a punta y en el último viaje nos aventuramos hasta la India, donde estuvimos más de cuatro meses recorriendo el país.
Cada una de sus visitas desde la guaca constituía un viaje al país de otros tiempos, a la gesta de los colonizadores, al surgimiento de los primeros caminos de arriería, la fundación de los primeros pueblos, la vida prehispánica de tribus combativas dispuestas a morir antes que dejarse vencer por los invasores blancos, la epopeya de los libertadores bolivarianos en su paso por cumbres nevadas y valles ardientes, la explosión de los volcanes, el cambio de los lechos fluviales, la magnificencia del Magdalena, la fuerza incontrolable del Atrato, el feraz intríngulis de los afluentes del Orinoco y el Amazonas.
Pero todo eso que evocaba de repente tan lejos de la tierra no era más que un delirio inútil en medio de la urbe. La neurosis de la metrópoli, del cemento, de la gasolina. El delirio amazónico de la Ciudad de México, entre aceite, ruidos y avisos luminosos del siglo XXI.

lunes, 10 de diciembre de 2007

LA OBRA EXCEPCIONAL DE FERNANDO CRUZ KRONFLY

Por Eduardo García Aguilar
Uno de los autores más importanes de Colombia en estos momentos es sin duda alguna Fernando Cruz Kronfly (1943), a quien podrían otorgársele ya los premios más importates de la lengua como el Príncipe de Asturias, el FIL Guadalajara o el Cervantes. Orfebre de la prosa y la poesía, uno imagina la titánica empresa de sus construcciones, la obra de pulimiento de la catedral proustiana que llega a su clímax en las tribulaciones de Uldarico y las lascivias de Mariana Valentina, en los mundos fantasmales de Teófilo y Barbarela, Pensilvania y Pánfilo, entre ámbitos del ayer y de hoy como La mansión de las cadenas y el Edificio de la Villa Maipo. Eso sin referirnos al viaje del Libertador Simón Bolívar hacia su muerte por el río Magdalena o el del cuerpo de Carlos Gardel hacia la nada, en sendas novelas dedicadas a esos personajes.
Más allá de la musicalidad exacerbada de su prosa, Cruz Kronfly conecta con otras corrientes de la narrativa latinoamericana. Rebelde y disolvente por naturaleza, no se hunde en el ya trajinado realismo mágico, para quedarse sólo en los arabescos de lianas de su imaginación, o en el neocostumbrismo o el escándalo. Va más allá y entra al mundo del deseo, al conflicto de los cuerpos, a la incuria de la soledad, a la imposibilidad del amor entre cerrados compartimientos totalmente concretos y modernos.
No sólo se hermana Cruz Kronfly con el quehacer artesanal del cubano José Lezama Lima en su investigación del deseo, sino que se comunica con el delicioso cinismo desesperanzado de Juan Carlos Onetti, con sus mujeres perversas, enfrentadas día a día con hombres desvirolados, fracasados, que se desmoronan en el alcohol, todos ellos cónsules como Geoffrey Firmin, el de Bajo el Volcán de Malcolm Lowry.
La deliciosa crudeza de los asertos de sus mujeres, hermanada con los rumbos montevideanos de Onetti y sus mujeres cultas y sexuales, hace de novelas como Falleba (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1980), La obra del sueño (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1984) y La ceremonia de la soledad (Planeta. Bogotá. 1992) , entre otras, obras excepcionales en el mapa novelístico colombiano reciente.
Liberado de la retórica falocrática que ha dominado desde La María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera, hasta Cien años de soledad y a buena parte de la novelística colombiana postmacondiana, la obra de Cruz es una reflexión sobre la muerte, la decrepitud, la caída, la soledad, tanto en los ámbitos urbanos de la segunda mitad de este siglo como en los viejos tiempos de la Patria Boba y la Fundación abordados en La ceniza del libertador (Planeta. Bogotá. 1987) y en La obra del sueño.
Novela de fundación y de estirpe, homenaje a los progenitores, La obra del sueño abre una nueva veta ficcional y prefigura la exploración posterior del fin del libertador Simón Bolívar en su viaje tragicómico hacia la nada. Cruz Kronfly escribe desde un lugar marcado por el cruce de caminos, porque él mismo es fruto de la mixtura de razas y parece que en cada nueva obra despliega una gran sombrilla imaginaria para los habitantes del exilio: un libertador entre olor de letrinas y podredumbre de cuerpos afiebrados huye exiliado y vapuleado por su gente, mujeres modernas se exilian de un lecho a otro buscando una felicidad que nunca llegará y todos recuerdan viejas casonas llenas de flores y de pájaros o se encierran en recámaras a masticar su derrota. De toda su prosa brota el dolor y el desasosiego, y mana el grito del niño perdido que todos llevamos adentro y cuya convocatoria es dínamo de la obra narrativa.
La ceniza del Libertador es tal vez, junto con Celia se pudre de Héctor Rojas Herazo, La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama y La tejedora de Coronas de Germán Espinosa, una de novelas más notables escritas en Colombia en el espacio del post-macondismo. Quien recorre sus páginas, comprenderá que más allá de la historia o del paisaje telúrico, el gran personaje allí es el lenguaje, la delirante reverberación de palabras que Cruz Kronfly convoca con exactitud maniática, acercándose a lo que denomina “estética de la muerte que apaga afanosa los últimos fósforos”.
Los colombianos, los latinoamericanos, que somos tan reacios a observar y ponderar lo que se escribe entre nosotros, hemos tardado mucho en dar el lugar merecido a esta gran saga narrativa que apenas va en el punto central de un camino aún por venir. Me imagino a veces cómo sonarán estas novelas cuando se viertan a otras lenguas y entonces salte el esplendor de la prosa y cobren nuevos brillos terribles los ámbitos donde transcurren las penas de sus personajes.
Juntas, vistas con perspectiva y no en ediciones saltarinas y dispersas, estas novelas constituyen una gran feria de vanidades y derrotas, llena de colores, espectros, adefesios, ruinas, tal y como siempre ocurre con los mundos de los novelistas logrados que, como Onetti y Roberto Artl, o narradores natos como Felisberto Hernández o Juan Rulfo, logran arrancar sus delirios de lo terrenal para transponerlos hacia el limbo poético. Colombia y el mundo hispanoamericano tardan en reconocer como se debe la obra de este escritor colombiano que está entre nosotros y escribe en silencio con la dignidad caballeresca y el orgullo de los grandes maestros iluminados.

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lunes, 3 de diciembre de 2007

VIVIR EN LA CASA DE LAS BRUJAS


Por Eduardo García Aguilar

Uno de los edificios más bellos y misteriosos de la capital mexicana es la famosa Casa de las Brujas, situada en la Plaza Río de Janeiro, en cuyo centro hay una reproducción del David de Miguel Angel. Personaje de varias novelas mexicanas escritas por autores que van desde Carlos Fuentes hasta Sergio Pitol, el lugar ha sido residencia de muchos artistas y escritores a lo largo de un siglo de existencia, así como de gente que ama el arte por sobre todas las cosas o el espionaje o el amor o la fiesta o la nada y la perdición.
Excéntrico e impresionante en medio de la Colonia Roma, el edificio tiene una torreta aguda en el frente y sus ventanas son como almenas de un viejo castillete medieval o gótico. La piedra roja le da un aire aún más especial a ese tejido de líneas algo mozárabes que se entrecruzan en la esquina de una plaza que es como un oasis en medio de los ajetreos y el ruido interminable de la urbe, cuyas avenidas y ejes pasan amenazantes no lejos de ahí. Todo a su alrededor está cargado de historia: calles y más calles de un barrio señorial construido hacia el fin del porfiriato por mentes que soñaban con reproducir en el nuevo mundo los aires de París y de las capitales europeas de este como Praga o Budapest.
Todo un siglo de historia literaria tuvo que fraguarse cerca de esta construcción quimérica, que vieron los poetas Moderrnistas y los Contemporáneos en esos viejos años 30 y 40, cuando el mundo era otro antes de las guerra, ya fuera en los apartamentos de los nuevos modernos o en las mansiones de aristocracias que se venían abajo, como ocurre en esa maravillosa historia crepuscular Agua Quemada, escrita por el gran mexicano Carlos Fuentes.
Por las calles adyacentes pasaban los emigrados españoles del recién fundado Colegio de México, pasaban los exiliados judíos, rusos, latinomericanos, norteamericanos que alguna vez coincidieron en ese panal de imágenes y personalidades. William Bouroughs tuvo que cruzar con sus amigos betaniks antes de que diparara a la manzana mítica que su esposa sostenía en medio de la testuz, López Velarde mucho antes tuvo que haberse detenido antes de cruzar hacia la Avenida Alvaro Obregón, añorando tal vez su lejana provincia o una amada imposible, Salvador Novo tuvo que haberse sostenido con su bastón mirando inquieto hacia alguna de las ventanas y las escritoras centroamericanas Eunice Odio y Yolanda Oramundo tuvieron tal vez que taconear subiendo por las escalinatas hacia la fiesta de algún enardecido clarinetista.
Y antes de ellos en el albor del siglo, caundo los hombres andaban con bastón y bombín y zapatos de charol, como Charles Chaplin desbocados, ¿cuántos habrán sido los iluminados que vieron su aguda torre central esgrimirse como un cuento de hadas en medio de una ciudad que apenas se extendía sobre la planicie y era cubierta cada tarde por un sol de colores magenta y anaranajados fucsia de Nápoles.
Quienes hemos vivido en ese edificio sabemos muy bien la carga artística y literaria que lo estremece en cada mañana o en cada atardecer. Sabemos de la lluvia cayendo interminable sobre la plaza o la paz de los ancianos y las madres que arrullan a su bebés mientras las palomas caminan y acechan entre el óvalo de la plaza.
Refugio de hombres de letras como el propio Sergio Pitol, Guillermo Fernandez y Carlos Fuentes y entre otros más jóvenes Vicente Quirarte, Mario del Valle, Eduardo Vázquez y otros que se me olvidan, la Casa de las Brujas sabe que ahí arriba en la azotea estaban los vestigios abandonados de la libreria de Castrovido y miles de papeles, cartas, revistas de poetas o ensayistas habitantes de paso, amantes del piano o el color.
¿Quién no ha soñado vivir en alguno de esos apartamentos que traen la nostalgia de los tiempos art deco y del albor de una modernidad que ya ha quedado en el pasado? Los afortunados que como yo alguna vez fuimos sus habitantes sabemos que quienes viven hoy allí conservan la llama de cierta estética disimétrica en medio de una de las ciudades más ricas, terribles, asfixiantes y fascinantes del mundo, porque en su seno conviven milenios de historia, progreso, pasado y destrucción. Una llama de arte y poesîa que se niega morir.

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