domingo, 30 de septiembre de 2007

LA VIDA ESCANDALOSA DEL POETA PERUANO CESAR MORO

Por Eduardo García Aguilar
El 10 de enero de 1956 murió en Lima uno de los poetas contemporáneos que más huella dejó entre las generaciones que hoy reinan en el ámbito poético del continente. Nadando entre dos lenguas, el francés y el castellano, Moro se convirtió en un gran orgiástico de la palabra y sus poemas sorprenden hoy como si fueran el fruto de ordalías de imágenes.

Ajeno en su tiempo a la púrpura de los homenajes, cultivando la amistad como arte y la poesía como revelación, Alfredo Quispez Asín estuvo ligado al movimiento surrealista en ese París que lo devoró entre 1925 y 1933. Después de vivir cinco años en Lima, a la que llamaba la horrible, fue a México, donde vivió entre 1938 y 1946, antes de retornar definitivamente a su país.

Su caso no es el de un cosmopolita de opereta, sino el de un extranjero profesional cuyas nostalgias no se quedan encerradas en los paisajes de la infancia, sino que manan la sangre de otras tierras vividas con tanta intensidad como la suya. Así como la poesía no tiene tiempo, tampoco puede tener patria. Mucho menos puede ser utilizada para adornar banderas, dar brillo a los estados y a los estadistas o para alumbrar el sendero de los guerreros que van a cometer el genocidio.

Gran parte de su obra fue escrita en francés - "Le chateau de grisou" (1943), "Lettre d´amour" (1944) y "Trafalgar Square" (1954) -, por lo que es muy difícil encontrar sus libros en América Latina, pero a través de sus poemas en castellano y las traducciones de Westphalen, Guillermo Sucre, Belli, Coyné y Vallejo se puede descubrir el delirio que ilumina su orgía de palabras.

Mario Vargas Llosa, en un hermoso texto publicado en 1958, dice que "recuerdo imprecisamente a César Moro: lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable ante la salvaje hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin descanso desde que atravesaba la puerta del colegio".

Palabras terribles que nos muestran el destino de quienes por cierta noble dignidad se ven excluidos del fastuoso banquete de los salones culturales. Moro tuvo el valor de enfrentarse a una tradición funesta de oratorias porcinas y además la valentía de fustigar a los surrealistas que posteriormente se pusieron al servicio del horror estaliniano, como Aragón y Eluard. Al final, pese a que fue un animador entusiasta del movimiento surrealista, expresaría sus reservas ante los rumbos que había tomado.

El caso de Moro es singular. En nuestro continente los poetas y los intelectuales de todos los pelambres están llamados tarde o temprano a participar en las vicisitudes políticas. Martí, Sarmiento, Neruda, Gallegos, Asturias, para sólo mencionar unos cuantos nombres, hicieron de la actividad política algo tan esencial como el propio oficio literario. Acomodándose a los rumbos del fusil o del voto, el intelectual latinoamericano va perdiendo su autonomía y se inscribe en un bando del que es difícil desprenderse. Moro, para quien la poesía era un rito, un acto mágico, prefirió la deriva, la soledad, el sitio de los héroes secretos que se niegan a pactar con los batracios del discurso. Al efecto disociador de su poesía, cargada de imágenes inéditas y sorprendentes, debe aregarse la reivindicación de ese reino secreto que nuestros escritores cambian por los efímeros aplausos que suscita su posición en el combate funesto de la política.

Los poemas que su amigo André Coyné reunió bajo el título de "La tortuga ecuestre" y que fueron escritos en México, en castellano, rompen el espejo y se pierden por continentes donde sólo se acepta la delicia de las imágenes. Como en temas políticos, en poesía Moro buscó su rincón y allí bebió los líquidos secretos que lo llevaron a encontrar su propia senda. En "Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas" ve, por ejemplo, "pelos de barba de diferentes presidentes de la república de Perú clavándose como flechas de piedra en la calzada y produciendo un patriotismo violento en los enfermos de la vejiga". En "Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la tortuga ecuestre" vemos "la sombra rápida de un halcón de antaño perdido en los pliegues fríos bajo un pálido sol de salamandras de alguna tapicería fúnebre". En "La vida escandalosa de César Moro" nos revela el oráculo: "una navaja sobre el caldero atraviesa un cepillo de cuerdas de dimensión ultrasensible".

En sus textos prosísticos dedicados a temas tan disímiles como el Perú, Proust, Paul Eluard, Wolfgang Paaalen, José Maria Eguren o la cena de Guermantes, Moro expresa una "mística" literaria sobre la que reposa el desconcertante mundo de su obra. El acto de escribir en él no obedece al deseo de ser útil a una sociedad o a un género, sino a la necesidad de abrir la cantera secreta que todos escondemos. Cierta literatura exterior que evita la desnudez y esconde las deformidades y llagas, le era tan ajena como los fracs y los corbatines que veía a través de sus "Anteojos de azufre".

El poema, más que un acto de lucimiento o un entarimado cubierto de guirnaldas y serpentinas, debía irrumpir en el mundo haciendo desbocar los propios fantasmas cargados de cuchillos. En cada uno de los poemas de "La tortuga ecuestre" reina la libertad absoluta del hacedor de palabras que, acurrucado frente a la fogata, deja que el fuego de las imágenes lo asalte y lo descuartice con la complicidad de la luna.

En todo el delirio maravilloso de su obra hay un ejemplo que otros poetas como el argentino Enrique Molina siguieron, dando a sus textos olores, colores, masas, texturas que el buen lector de poesía arranca de la hoja y bebe hasta morir como un fauno saciado. Mucho tiempo después de su muerte, su voz puede servirnos para recuerar la irresponsabilidad y el espíritu juglaresco que los nuevos tiempos sepultaron y trocaron por infectas carreras literarias de farándula. Y también para volver a leer autores que, como el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón o el nicaragüense Carlos Martínez Rivas, todavía pueden enseñarnos a ser jóvenes eternos.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

JUNTO A LA TUMBA DE CHATEAUBRIAND

Por Eduardo García Aguilar
En el puerto corsario de Saint-Malo, ante el viento y las olas del norte, en la isla del Gran Bé, está situada la tumba del gran escritor francés Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba, El Genio del Cristianismo, Itinerario de París a Jerusalén y de las novelas Atala y René, entre otras obras. Antes de morir pobre, este aristócrata bretón que vivió el Antiguo Régimen, la Revolución, las restauraciones y alcanzó a vislumbrar ya anciano la modernidad, pidió que fuera sepultado en la pequeña isla de su tierra natal para "sólo escuchar el mar y el viento" desde ultratumba.
Cuando baja la marea hacia el atardecer, el viajero cruza un camino cubierto de algas y sube a la isla por un camino modesto, dejando atrás las imponentes murallas del milenario puerto, uno de los más bellos del país. Y poco después se está junto al sepulcro de este prosista considerado como uno de los más grandes de la lengua francesa. Ante el precipicio sólo resta el sonido de las olas, que en tiempos de tormenta pueden ser gigantescas y golpear con furia las murallas, y el silbido persistente del frío viento de los mares del norte. Las gaviotas danzan frente al visitante que a lo lejos vislumbra los faros y las islas lejanas.
En el sitio funerario no figura su nombre: sólo se ve una placa en un viejo muro de piedras, la lápida, una fea cruz rústica de granito y sobre la superficie funeraria algunas ofrendas de viajeros y admiradores del vanidoso escritor que aspiraba a figurar en la historia al lado de Napoleón Bonaparte y colaboró con todos los gobiernos y ocupó las más altas dignidades, siempre sin decidirse entre el Rey y la República. Pero la sorpresa para el curioso es que a diez metros de la tumba se puede ver y tocar uno de los indestructibles búnkeres de concreto construidos por los invasores nazis, como prueba de que la historia siguió su camino después de la desaparición del hijo ilustre de Saint-Malo.
Chateaubriand nació en Saint-Malo y luego fue trasladado al castillo de Combourg donde pasó el resto de la infancia al lado de su familia, tal y como lo relata al inicio de sus Memorias, cuando describe con detalle a sus ancianas tías abuelas, sobrevivientes reliquias del siglo XVII. Llegó la Revolución y como joven aristócrata tuvo que huir al exilio hacia el Nuevo Mundo. A su regreso supo con dolor que familiares suyos fueron guillotinados. Tuvo entonces la fortuna y la desgracia de vivir un siglo de acontecimientos excepcionales en Europa que significaron el fin del Antiguo Régimen y el surgimiento de nuevas realidades geopolíticas y sociales. Ser testigo de tantos cambios radicales y sangrientos lo hizo flexible y lúcido y lo llevó a utilizar su excelente prosa para dar testimonio de hechos inolvidables. Memorias de Ultratumbra es una de las grandes obras modernas al lado de las Confesiones de Rousseau o las Memorias del Cardenal de Retz, entre otras que usan un tono intimista en primera persona, sin las tiesuras ceremoniales propias del pasado.
Visitar este viejo puerto de piratas y corsarios es una peregrinación obligada de los amantes de la literatura, pues además de ser tierra natal de este extraordinario escritor, hay tanta carga de ficción en esos muros medievales restaurados después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, que entre sus callejuelas parecen deambular los fantasmas de mil aventureros y viajeros marinos. Aquí llegaron indígenas del Brasil y norteamérica, de aquí partió Jacques Cartier a descubrir lo que hoy es Quebec y estas murallas fueron testigo por siglos de la trata de esclavos y de todo tipo de comercios mundiales.
Cada año se celebra aquí el festival Impresionantes viajeros, que conovoca a un centenar de escritores y poetas provenientes de todo el mundo. Los actos se realizan en la Casa Internacional de Poetas y Escritores, la casa natal de Chateaubriand, el Teatro del mismo nombre, el castillo medieval, mientras sigue en el puerto el ajetreo de los transbordadores que viajan a las islas de Jersey, Gernesey y Gran Bretaña.
En calles, plazas y restaurantes se ven hombres disfrazados como en tiempos de los corsarios y los turistas vienen a ver caer el sol y el fenómeno de las mareas. Viejos y jóvenes sueñan con piratas y aventureros sin saber que el romántico Chateaubriand los mira desde el más allá viajando en el lomo de una fugaz gaviota o en el destello de un buque fantasma. Gracias a este mentor de lujo la literatura, que es arte de insensatos, rebeldes y utópicos, sigue muy viva aquí en Saint-Malo, como si fuera el mejor tesoro extraído de ciertos galeones hundidos.

jueves, 20 de septiembre de 2007

19 DE SEPTIEMBRE DE 1985. EL TERREMOTO DE LA CIUDAD DE MEXICO: UNA VARIEDAD DE LA MUERTE

Por Eduardo García Aguilar

Esta crónica fue publicada días después del terremoto, el 25 de septiembre de 1985, en un suplemento especial de Unomáuno y reproducida con motivo del aniversario del desastre en el blog del escritor mexicano Sandro Cohen http://www.sandrocohen.blogspot.com/ .

HACE MUCHOS AÑOS, cuando era niño y sólo veía películas mexicanas en los cines de una sísmica ciudad de los Andes, Manizales, me forjé una imagen de la Ciudad de México ligada a los edificios de la colonia Roma. Hace cinco años, cuando llegué a esta ciudad para vivir en ella, caminaba con mucha frecuencia por esas calles que, frente a la arrolladora modernización de la urbe, pervivían como recodos de un pasado de glorias y fracasos, de poesía y de muerte, de monumentalidad y de misterio. Solía sentarme en una de las bancas de la Plaza de Río de Janeiro a contemplar el castillo de ladrillo rojo, situado frente al antiguo Colegio de México, en la calle de Durango, en la intersección con Orizaba. Muchas veces, frente a la fuente del David de Miguel Ángel soñé con vivir en ese Castillo de Brujas, hecho de chocolate y cartón. Muchos amigos me consideraban loco: ése sería, según ellos, el primer edificio en derrumbarse durante un temblor fatídico.
Pasaron cuatro años y el azar y la amistad me condujeron a habitar uno de esos apartamentos, el que da a la esquina, y a donde el sol de los atardeceres llegaba silbante. Desde sus ventanas vi extrañas granizadas, aguaceros de sueño, ventarrones, tolvaneras, niños jugando con sus madres sobre el césped como salidos de una película legendaria, mil enamorados besándose y tocándose detrás de las bancas o junto a los árboles, el griterío de los estudiantes y de los boy scouts, el paso cotidiano de las niñas vestidas con uniforme azules y cofias rojas. Oí también el sonido de los camoteros, el ulular nocturno de una sirena, el diálogo de una pareja que se escapaba de la lluvia, la voz de los amigos.
El México de esas calles era el país soñado desde la infancia y no lo cambiaba por otra zona, pues en la Roma podía sentirme a comienzos de siglo: esta época me parece sin grandeza. Frente a los viejas edificaciones de ladrillo rojo y gris, pero adornadas con el encanto de una nostalgia parisiense, la colonia Roma me fue poseyendo: tomando café en la legendaria Bella Italia, comprando cotidianamente el periódico en la esquina de una iglesia, visitado los bazares, los anticuarios, los mercados sobre ruedas, o las extrañas tiendas escondidas al interior de una construcción que parecía un pastel de fantasía.
En poco tiempo me había vuelto un hijo de la colonia Roma. La de hoy y la de ayer que ya no existe, pero que yo percibía en mi interior y que soñaba despierto. Por eso las calles de Vasconcelos, de Novo, de Fuentes o Pacheco, me fueron aun más familiares que las lejanas de Bogotá o Manizales, ciudades de los Andes. Allí, viviendo lo que parecía el lustro más trágico de la historia mexicana, soportando los embates de una crisis terrible, no sabía que desde el fondo de la tierra hundiéndose entre las cavernas subterráneas, el viento oculto de guerreros temibles se preparaba a silbar la tramontana de la noche.
El 18 de septiembre escribí hasta muy tarde. Sentí algo extraño, un desosiego, un temor que plasmé allí hablando de abismos ocultos en donde un guerrero había caído. Sentí el viento nefasto de las concavidades geológicas, el líquido, el magma asesino de las rocas, la profunda oscuridad de los desiertos subterráneos cubiertos de musgo y de estalactitas y sobre la página blanca, misteriosamente, hablé de aves negras sin ojos que revoloteaban en el aire humedecido de la noche eterna. Sentía algo adentro, como un pulpo violeta. Fuerzas extrañas llegaban a mí y me anunciaban algo. Las aves negras tocaron mi corazón aquella noche.
Siete horas después me despertó el terrible terremoto. Tomé en brazos a mi hija de un año y salí hasta la sala. Los tres nos colocamos debajo de la arcada. Nos mecíamos. De repente sentí que el edificio se hundía, y que se iba para atrás, arrastrándome hacia las concavidades subterráneas. Luego vi una grieta formarse como la raya del diablo y oí el espantoso crujido de la tierra, el atronador sonido de vidrios y paredes vivas, el chillido de los trasformadores acompañados de las chispas de Luzbel. En ese momento, frente a mi mujer y con la hija entre los brazos, creí que todo había terminado. Traté de abrir la puerta: estaba atrancada entre los muros. Imposible abrirla. Al frente la calle lejana, imposible. Moríamos. Todo parecía gris. Afuera alcanzo a recordar el silencio de la muerte. Todo se detiene. Logramos escapar por la puerta de la cocina y somos los primeros en salir a esa Plaza Río de Janeiro.
El texto que escribí siete horas antes, el hombre que caía a los abismos subterráneos se refugiaba en esta plaza frente al David de Miguel Ángel y solitario veía llegar el tropel de unos alazanes blancos que llevaban a un continente lejano situado junto a una cordillera. Tal vez nadie me lo crea. Las hojas están ahí y harán parte de una novela. La literatura también puede ser premonitoria. A través de ella la pesadilla se me había revelado. Los caballos blancos que se detienen a beber en la fuente de David fueron los que nos salvaron de la muerte a mí y a los amigos, a mí y a los míos. Los edificios modernos de los alrededores están caídos o cuarteados; el Castillo de las Brujas sigue ahí incólume, con grietas, sí, pero como milagroso y absurdo testimonio del pasado de México. Cómo él, otros dos edificios de ladrillo rojo, construidos en 1910 y 1912, están de pie. Los condominios de la técnica moderna se vinieron abajo.
Hoy he vuelto a la colonia Roma devastada. Ya es mi colonia Roma. No es sólo de Pacheco o de Fuentes o de los vampiros. Yo nací aquí en estas calles por donde deambulo. Obregón, Zacatecas, San Luis Potosí, Orizaba, Durango, Tabasco, Córdova, Puebla. Mis calles. Mi México. Percibo el olor de los cadáveres. He visto las banquetas cuarteadas, la soledad de los damnificados, me he vacunado contra el tétanos, aunque sé que no importa. He visto al Castillo solitario.
Una anciana inquilina no quiere abandonar el edificio. “En 1939, me dice, mi viejo y yo pasábamos por aquí y nos pareció hermoso este castillo. Había mozos prestos a tomar las maletas, ascensor, una fuente de peces dorados. Fue nuestro primer apartamento y vivo aquí desde entonces, desde hace 45 años; aquí nacieron mis hijos”. Va por agua.
Subo las escaleras. Ya no es lo mismo: las losas, las plantas, las paredes están tristes, los objetos no mienten. Entro y recorro el apartamento. Lo veo más gris que nunca. Voy al estudio que da a la esquina del parque, y saludo a los amigos desde la ventana. Ya nada es ni será lo mismo. Ese pequeño idilio con el parque ha desaparecido. Las enfermeras cruzan lentamente junto al David ileso. Algunos ancianos de bastón miran los otros edificios, como el de la curia, que amenaza con desplomarse. Hay carpas y colchones. Automóviles que ofrecen comida o refrescos. Salgo con dos maletas y esta máquina de escribir verde. Camino dos cuadras y tomo un taxi. Siento que todo ha cambiado. Ni esta colonia ni yo seremos iguales. Estamos definitivamente desterrados. El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte.

domingo, 16 de septiembre de 2007

La fiesta del dios Ganesha en París

Por Eduardo García Aguilar
La enorme imagen del dios hindú Ganesha, hijo de Shiva y Parvati, con cabeza de elefante y gran barriga, irrumpe entre gritos y aplausos en una gran carroza cubierta de hojas y flores transportada por los habitantes del sudeste asiático del norte de París.
En este barrio cada año se celebra con emoción una fiesta en honor del dios zoomorfo de las bodas y los viajes, en medio del estruendo de los cocos destrozados sobre la calzada y las músicas provenientes de la India y el Ceylán lejanos. En la calle se apiñan por miles las bellas mujeres de todas las edades, hembras de piel cetrina y larga cabellera negro azabache, que vinieron enfundadas en sus mejores sarís de lujo de todos los colores y matices posibles y de cuyos cuellos y orejas cuelgan joyas tintineantes que brillan bajo el último sol declinante de un verano casi otoñal. Su belleza no tiene nombre. Sus sarís dejan ver las líneas de sus cuerpos resaltados por el amarillo solar, el verde selvático, el rojo carmesí y el azul definitivo. Y de sus cuerpos exhalan los perfumes y los ungüentos que minuciosamente han acariciado la noche previa sus pieles deseadas y tal vez poseídas.
A su lado gritan y ríen los niños y las niñas igualmente engalanados que degustan en pequeños recipientes de cartón las golosinas coloridas que preparan sus madres con mucho cuidado y que aún humean en su delicia milenaria. Y junto a ellos, adolescentes comedidos ofrecen al público frutas frescas y comida, porque el día del dios es el día de compartir y de regalar, de comer y gozar, de bailar y amar, o sea el de la abundancia en que se inmolan miles de jugosos cocos y bananos.
Desde uno de los ventanales de alguna de las casas de la avenida parisina, una pareja de bellas lesbianas ataviadas de jeans se abrazan y se besan felices y admiran desde arriba la fiesta pagana, que aplauden con el goce de quienes ya son apátridas en su propia patria y han roto todas las convenciones. Franceses, suecos, finlandeses, norteamericanos, peruanos e italianos y gente de cien nacionalidades distintas acuden en romería para no perderse una de las más auténticas fiestas de la ciudad. En la calles se reparten periódicos locales con anuncios del comercio de la próspera comunidad y textos publicados en una grafía indescifrable para el lego. En puestos de venta se ferian videos de películas de Bollywood a sólo un euro y desde los altoparlantes chilla la música cantada por las estrellas de la música india popular.
Es lo bueno de vivir en estas ciudades que se han convertido en el sitio de encuentro de todas las poblaciones inmigrantes del mundo entero, que huyen de las guerras y la pobreza y reproducen en calma, lejos del tiroteo y la enfermedad, el mundo original al que siguen siendo inmensamente fieles. Judíos, negros del África profunda o de Martinica y Guadalupe en el Caribe, cristianos ortodoxos, musulmanes de Marruecos, El Cairo o Dubai, católicos de Lourdes o Fátima, protestantes, coptos, maronitas, encuentran en estas calles de los viejos barrios de Barbés Rochechouart y Chateau Rouge la tolerancia necesaria para recrear sus artes culinarias y sus rituales religiosos politeístas y salir a la calle sin que nadie se extrañe de sus extraños atuendos, sus oraciones e imprecaciones y sus lenguas prehistóricas como el urdu, el hindi, el tamil o el bengalí.
Un alto pope de la iglesia ortodoxa rusa, totalmente vestido de negro y con su enorme cofia, sigue la carroza y toma fotos, al mismo tiempo que le echa humo oloroso con un incensario traído de la antigua Bizancio. Y emocionados con la apertura, los hijos de todas las diásporas, los extranjeros y los locales de orígenes diversos, provenientes de Armenia o Polonia, de Rusia o Finlandia, de Irlanda o Estonia, de Dublín, Andalucía o Groenlandia, acuden en masa a esta fiesta que les trae el recuerdo ancestral de la fiesta de los ídolos que, alguna vez, en la leyenda bíblica, ordenó destruir el patriarca Moisés. Los occidentales que ya son apátridas y no soportan vivir rodeados de gente de una sola nacionalidad, los que se identifican y toleran todas las culturas del mundo, religiones y usos sexuales, se codean aquí con dioses, semidioses, popes, sadúes, magos, chamanes, curanderos.
Como el sonido de la pólvora o los disparos de la guerra, los cocos que han permanecido en pirámides espolvoreados de azafrán estallan al paso de los dioses uno tras otro sobre el cemento y la gente corre a tomar los pedazos, que devoran como lo hacían hace mil años sus antepasados de la India lejana o de Ceylán. Un magma de frutas y cáscaras inunda la calle y sobre ese tapiz de ecológica suciedad camina la muchedumbre en sandalias, iluminada, bendecida, sudorosa, ciega de alegría y de sabor. Cargan y halan las carrozas con el Dios obeso adentro hombres musculados semidesnudos como salidos de un relato de ciencia ficción o de una película infantil de Hollywood. Algunos, con la cabeza cubierta con pañoletas verdeazul, fucsia o color mango y otros sudorosos con túnicas raídas de algodón desleído, hacen tintinear campanitas de metal, mientras sigue la romería bulliciosa alrededor de los altares móviles adornados con hojas de plátano y palmera tropical, entre el griterío de niños y abuelas, viejos y adolescentes vírgenes.
Los musculados salidos de la historieta de dibujos animados son los encargados de transportar el pesado altar al interior del cual, entre flores y aromas de inciensos, se ve la figura de la deidad, ya sea sentada y risueña con su barriga al aire y o en la forma de un elefante normal de color negro plástico, con sus largos colmillos y su mansa mirada. Es la fiesta interminable y contradictoria en medio de la urbe occidental: los fotógrafos se apeñuscan para obtener una inolvidable imagen femenina como las hay tantas en este domingo de gala oriental. Los padres cargan en hombros a su hijos para que vean la romería y en los cafés los obreros de otras culturas, negros, árabes o rumanos, apuran sus cervezas y se preparan para introducirse más tarde a esos restaurantes donde se come con la mano y se saborean los más exquisitos platos orientales.
En cada puerta, en cada restaurante, se han hecho altares con imágenes del delirate pesonaje elefantiásico. La alegría es palpable entre los organizadores de las comunidades del sureste asiático que se reúnen cada año cerca del metro La Chapelle para realizar una de las fiestas más exóticas y verdaderas de la ciudad. Uno se creería en Benarés o Bombay, en Uttar Pradesh o Kolkata. Pero no, estamos en la mismísma París, la ciudad que recibe a todas las culturas del mundo y tolera este domingo de verano final la algarabía hindú que supera la fiesta de los chinos con sus dragones o la de otras etnias asentadas en esta urbe que se ha vuelto una torre de babel. El arcaico mundo milenario del Ramayana y el Mahabarata ha vuelto para siempre a conquistar las calles de esta ciudad de extranjeros y apátridas donde se hablan todas las lenguas y se tocan todas las pieles.

domingo, 9 de septiembre de 2007

WILLIAM OSPINA EN TODAS LAS LIBRERIAS DE PARIS



Por Eduardo García Aguilar

Ahora que en todas las librerías de Francia está la novela de William Ospina « Ursúa » expuesta al lado de otras novedades de la temporada, con una bellísima portada y una faja de García Márquez donde la declara «novela del año», salta a la imaginación la figura delgada de ese muchacho de 25 años que recorría las calles de París en 1979 y ya era entonces, aunque no hubiera publicado todavía ningún libro, la caja de música que siempre ha sido y le hizo ganar muy pronto la posición de «maestro» entre los colombianos de todas las edades.
Ospina podía empezar la noche recitando de memoria todos los poemas posibles de las literaturas conocidas en diversas lenguas y terminar cantando boleros, tangos y milongas, después de hacer una larga escala por los cantos medievales. Como en su familia había músicos, para él no era extraño ese placer de agotar las horas de la noche ejerciendo él solo de tocadiscos y equipo de sonido para todos. Y cuando había una pausa, los asistentes a la fiesta estaban en torno a él, escuchando sus relatos o sus comentarios sobre los libros recién leídos y por leer.
Había llegado a París hacía poco y tenía como pertenencias sólo un abrigo negro largo, una bufanda gris con rayas moradas, pantalones de pana color naranja y botas que aguantaron todas las caminatas posibles por las calles de París, mientras iba de buhardilla en buhardilla encantando a las chicas latinoamericanas y europeas que caían enamoradas de su dulzura e inteligencia, mientras les recitaba de memoria los sonetos de Shakespeare.
Nació en Padua en 1954, un pequeño pueblo de la cordillera tolimense en medio de la guerra y cerca de la temible policía « chulavita ». Después de recorrer en la infancia y la adolescencia por varias ciudades sacándole el cuerpo a la Violencia, y luego de realizar estudios universitarios en Cali y nutrirse del movimiento cultural de esa ciudad en los años 70, pasó de Bogotá a las calles de París en 1979.
En ese entonces, en la capital francesa vivía toda una generación de jóvenes colombianos de diversas tendencias y gustos estéticos, cineastas, pintores, sociólogos, filósofos, científicos, que cuando no se vislumbraba ni la aparición del sida ni la nueva guerra que iba a azotar a Colombia, discutían sin cesar en el restaurante universitario de Mabillon, en el bar existencialista de Chez George y en los corredores de las universidades sobre lo divino y lo humano, mientras reinaban en las aulas Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan y Gillez Deleuze, en las salas de cine Pasolini, Fellini, Bergman y Antonioni y en las calles el viejo Jean Paul Sartre y la novelista Marguerite Duras. Nuestra generación colombiana y latinoamericana, abriéndose al mundo en la capital francesa, vivía feliz recorriendo las coordenadas del París encontrado en la « Rayuela » de Julio Cortázar, que nos convocaba y guiaba, mientras se escuchaban afuera los ritmos de Miles Davis, Bob Marley, Jim Morrison, Santana, Jimmy Hendrix y Janis Joplin.
William cargaba con su poemas y los leía en esas largas noches de fiesta y amistad, pero aún no se atrevía a publicarlos. Eso ocurriría a su regreso, cuando la Presidencia de la República le publicó «Hilo de Arena», una primera colección que tiene algunos de los poemas básicos de su obra, algunos de ellos escritos al calor de la vida parisina. Luego vendrían «El país del viento» y «¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?», poemarios donde revisa los horrores del holocausto universal del siglo XX, rinde homenaje a sus autores preferidos y canta a los paisajes de su tierra nativa.
A diferencia de otros compañeros de generación que nos quedamos para siempre en el exilio, William regresó pronto a Colombia y desde entonces optó por estar ahí, en medio del desastre y frente al peligro, acompañando a las nuevas generaciones de colombianos que surgen en ese país cainita en medio de la guerra y que cuentan con él para creer en algo y tener esperanzas de que algún día las cosas cambiarán. Porque además de su talento y esa dedicación sin falla al ejercicio literario, el mérito de Ospina se ha extendido a tratar de ejercer de conciencia de una patria en ciernes que para muchos va hacia la disolución definitiva y para otros aún puede salvarse.
Por medio del ensayo y la columna de fondo, escritos con un estilo depurado y de altas miras, ha expresado sus opiniones, discutibles a veces, sobre los rumbos del país, creando un espacio lejos de la frivolidad y el facilismo ambientes. «Es tarde para el hombre» (1992), «¿Donde está la franja amarilla?» (1996), «Los nuevos centros de la esfera» (2003), «La herida en la piel de la diosa» (2003), «América mestiza» (2004) son algunas de esas obras donde los colombianos de las nuevas generaciones, nacidos en medio de la más terrible conflagración y el genocidio rampantes, aprendieron a creer que puede haber pensamiento y reflexión colombianas en medio de la trivialidad televisiva y la falta de espacios para la inteligencia. En eso Ospina sigue el camino de los filósofos colombianos Danilo Cruz Vélez y Estanislao Zuleta, dos de sus admirados pensadores colombianos, a quienes les debe mucho y que ha tenido la fortuna de conocer y escuchar.
Su poesía, reunida en una preciosa edición de Arte dos Gráfico (1974-2004) comprende una vasta obra muy peculiar que sigue caminos muy distintos al ejercicio poético de otras generaciones colombianas anteriores y posteriores a él y muchos de esos textos, leídos en estas tres últimas décadas en los pueblos y las ciudades de Colombia en bares, teatros y escuelas abarrotados de gente, hacen parte ya imborrable de la memoria poética colombiana.
Con «Ursúa» (2005), que ahora aparece en Francia en la editorial J.C. Lattes, Ospina continúa con su brillante prosa un vasto proyecto al que seguirán «El país de la canela» y «La serpiente sin ojos», iniciado con «Las auroras de sangre» sobre el poeta Juan de Castellanos, y al que amina una generosa aventura propia: la de rescatar en medio del holocausto colombiano algunas de las raíces indígenas carbonizadas por los bombardeos del olvido y la violencia, para que tal vez germinen de nuevo y sean nutrimento para los que vendrán después de que su generación haya desaparecido.
Esta trilogía novelística de estirpre histórica la viene trabajando con el rigor que lo caracteriza desde sus primeras obras, sin importarle el tiempo que le tome encontrar el tono preciso y pulir como lo hacían los románticos y los modernistas, hasta quedar satisfecho con cada frase, con cada palabra. Y en el conjunto de la trilogía estarán presentes sin duda esos miles y miles de horas dedicadas por él a leer y a explorar con pasión los secretos de la literatura universal.
¿Quiénes eran esos ancestros aniquilados que poblaban la tierra americana? ¿Podemos rescatar su voz? ¿Cómo ocurrió ese encuentro de sangre con los conquistadores? ¿Por qué el paraíso de El Dorado no cesa de vivir en la violencia? ¿Podrán salvarse algún día América Latina y Colombia? Los que somos muy escépticos en ese empeño de la salvación nacional y continental, tenemos que desearle suerte a Ospina en esa lucha lúdica, aunque no estaremos aquí por desgracia en ese lejano futuro para saber si Ospina tenía razon de creer y tener fe en la humanidad de esta América escondida y no hallada entre el llanto de las espadas.
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lunes, 3 de septiembre de 2007

CONSAGRACIÓN DE LA ESCATOLOGÍA UMBRALIANA


Por Eduardo García Aguilar


Tal vez no lea nunca la obra de Francisco Umbral, el estrafalario Premio Cervantes que acaba de morir en Madrid a los 72 años de un paro respiratorio en medio de los homenajes más exagerados de periodistas, editores y magnates de la prensa española, que lo admiraban y consideraban genio por sus articulillos livianos sobre la corrupta farándula madrileña de las últimas décadas.
No digo que el personaje me sea antipático del todo, porque en el fondo yo también soy frívolo y me gustan los cotilleos de las revistas del corazón y los escritores que tienen el valor de burlarse de los políticos y las estrellas del momento, no dejando títere con cabeza. Pero de ahí a que se entronice al buen Umbral como al sucesor de Cervantes y por medio de intrigas palaciegas, a las que era muy adicto su protector Camilo José Cela, se le encumbrara a niveles de inmortalidad, dándole los más grandes premios del orbe hispanoamericano, como el Cervantes, me parece ridículo e injusto y estoy seguro que el mismo articulista me daría la razón.
Eso muestra el provincianismo « cutre » que se ha apoderado de España y que devora todo a su paso: diarios, revistas, editoriales, televisión, universidades, poesía, filosofía, ese mar mediático dominado por los ricachones de los grandes grupos, esos Citizen Kane que convirtieron en una ruina al país literario de Gracián, Quevedo y Lope, de Valle Inclán, Cernuda y Gómez de la Serna.
Es meritorio que el modesto y enfermizo joven provinciano traumatizado por ser hijo de madre soltera haya partido de Valladolid y llegado a Madrid pobre y con una maleta a abrirse camino en la prensa capitalina. Es muy divertido que se tomara fotos desnudo junto a una máquina de escribir y una calavera, o que dijera haber llevado en la solapa una flor de coño con tallo vaginal y se hubiera inventado un personaje de patillas, gafas amplias de carey y bufanda de paleto sesentero.
Umbral se convirtió, ya exitoso, y después de medrar en los mentideros del poder, en un personaje típico de la novela decimonónica francesa, de esos que pululaban en las historias de Balzac y Maupassant y que son la caricatura del arribista, sea Rastignac o Bel Ami. El personaje del periodista enamorado de los ricos y los mafiosos reencauchados en honorables padres de la patria, resume toda la conjunción asquerosa y lambiscona que ha existido entre los periodistas y el poder y que hoy casi sin excepción practican los santones de la literatura española e hispanoamericana.
Por muy enternecedor que nos parezca ese carácter y por muy justificada que sea la lucha por ganar la vida y salir de la pobreza para finalmente ser aceptado en las mesas de los ricos de Madrid y las mansiones corruptas de los millonarios, al lado de Julio Iglesias, Isabel Pantoja, la Preysler y todos los petimetres de la corte, el personaje no es más que un medrador entre los poderosos, un simple saltimbanqui que les ofrece a todos sus dosis diaria de mediocridad y les pone al frente el espejo para que se solacen de su propia estolidez, ante la admiración inocente de la muchedumbre. Porque en Umbral no hay ni una idea, todo allí es pura ocurrencia, chiste barato y al releer sus columnas encuentra uno todos los lugares comunes y la vulgaridad atosigante que nos enseñó la Madre patria, esa España de naftalina machista y patriarcal salida de la camandulería decimonónica y del franquismo, donde los emblemas son el cojón y el coño.
Sólo gente de muy pocas luces puede divertirse con esa grosería escatológica de estirpe Camilojoseceliana manejaba por Umbral y que ha encontrado en el joven novelista Prada, el autor de « Coños », al discípulo: todo es cagar, coños, pedorrera, putas, cojones, culo, mierda, pero un cagar, una pedorrera y una mierda hispánicas que no le llegan a los tobillos a la manejada hace siglos por Cervantes y Quevedo, que eran mucho más escatológicos y más inteligentes, rebeldes y divertidos que estos lejanos herederos santificados en el autismo del cotilleo matritense. La literatura española debería despertar de la mediocridad en que la ha sumido el río de dinero corruptor del auge económico, esa inyección incesante de plata de la Unión Europea y del lavado de dinero que corroe todas sus instancias, y crea una promiscuidad repugnante entre escritores, políticos, mafiosos y magnates.
Ese amancebamiento ha convertido al país en el reino del « Hola », por lo que España debería cambiar de nombre y llamarse Holalandia. Adelantos millonarios, escritores comprados con puestos, promesas poéticas y narrativas convertidas en empleadillos de corbata con lengua colgante para lamer y gacetilleros convertidos en genios literarios, resumen con toda claridad este fenómeno del cual deberían despertar españoles e hispanoamericanos.
Ahora que el dinero de los nuevos ricos españoles ha ido por la reconquista de América Latina, la gran tierra literaria de Cervantes y Quevedo, de Huidobro, Borges y Vallejo, terminará convertida toda en una gigantesca Umbralandia con sus lamentables y tristes pedos, coños y cojones de opereta, mientras los escritores de hoy, como perros falderos, lamen felices e indignos las sobras y las botas bajo la mesa de la nueva plutocracia española.