jueves, 30 de agosto de 2007

LAS MARAVILLAS DE CALCUTA



Por Eduardo García Aguilar

Pocas ciudades conmueven tanto como Calcuta, la mítica capital de Bengala, situada a las orillas del Hooghly, en el delta final del sagrado Ganges. Es un inmenso hormiguero de millones y millones de seres humanos que circulan entre polvo, contaminación, canícula o lluvia, en un incesante ir y venir de risas, lágrimas, miseria, riqueza, fiesta, generosidad, injusticia y amor inagotables. En los viejos muros de los edificios neoclásicos del antiguo esplendor colonial crecen árboles y plantas que florecen y echan raíces entre la humedad generalizada. Una mujer tiende ropa en una ventana y al lado, en los nobles muros de un palacio viejo, poblado tal vez antaño por un magnate, un alto funcionario colonial o un embajador, se explaya ahora un matorral de flores color fucsia, amarillo y rojo sangre, poblado de pájaros y monos sagrados.
Porque hay que escuchar los pájaros a la hora del crepúsculo tropical: cuando se avecina la noche llegan por cientos de miles desde las amplias extensiones del delta y se refugian en los árboles del patio de un palacete decimonónico convertido en Gran Hotel. Hacen un bullicio fenomenal, como si cada una de esas aves hubiera llegado para contarle a las otras las experiencias del día en los amplios campos cantados por viejos cantores de epopeyas, poetas budistas o Rabindranath Tagore. Y de repente, a las seis y media, de súbito y al unísono, como comandados por una fuerza natural escrita desde hace millones de años, esos cientos de miles de pájaros se silencian y duermen dejando un halo de paz, mientras uno bebe cerveza india y piensa en los viejos tiempos del comercio de especias, en los años de Marco Polo, en las naos de los aventureros portugueses, ingleses y británicos que llegaron allí.
Surgida como un fortín y puesto comercial de la Compañía de las Indias Orientales en el siglo XVII, Kalikata fue compañera inicial de otros prósperos enclaves coloniales como el Chinsura holandés, los franceses Chandenagor y Pondichery y el Goa portugués. Luego de la decadencia final del imperio moghol musulmán, que dominó la India durante siglos construyendo mezquitas sobre los derruidos templos hinduístas o budistas, todo ese enorme imperio islamista invasor se fragmentó en un caótico entramado de feudos de maharajás y nababs, que finalmente aceptaron el triunfo británico.
Calcutta fue la capital colonial desde 1774 hasta 1911, cuando fue trasladado el poder a Nueva Delhi, al otro lado noroeste de la India. La joven urbe surgió de un depósito comercial instalado el 24 de agosto de 1690 en el poblado Kalikata por Job Charnock. Luego de que los ingleses derrotaron a los caciques locales se convirtió en la capital de las posesiones británicas. Y tras su corto esplendor, la enorme metrópoli de palacios inimaginables y lujosos edificios diplomáticos y burocráticos, construidos a imagen y semejanza de los del Imperio Británico, fue cubriéndose de moho y vegetación y creciendo de manera desordenada hacia todos los puntos cardinales, pero enriqueciéndose de cultura, poesía, arte e ideas religiosas, políticas y filosóficas. En su seno Ramakrishna a fines del siglo XIX y Vivekananda en el XX pretendieron reunir todas las religiones en una sola para tratar de terminar con las guerras religiosas y los odios fanáticos; allí escribieron el sublime Rabindranath Tagore o el profundo Jibananda Das; hizo cine el grandioso Satyajit Ray y lo hace hoy el moderno Mrinal Sen.
Y aunque se habla de la madre Teresa y de indigentes que duermen en la calle, rickshaws halados por famélicos, bellas esposas repudiadas y viudas indigentes, o niños enfermos, también es cierto que cada año la Feria del Libro impresiona porque desde todas las partes de la ciudad acuden cientos de miles de visitantes, niños y grandes, al encuentro con la próspera industria editorial bengalí que se despliega en el Maiden, un verdadero pulmón verde en el centro de la ciudad. De un día para otro crecen edificaciones efímeras de madera y surge una ciudad dentro de la ciudad, una metrópoli de libros con calles y avenidas de polvo que no da abasto a la muchedumbre.
Los bengalíes, que han sido rebeldes y se sienten orgullosos de ser el centro cultural de la India, están ávidos de conocimiento. Decenas de jóvenes abordan a este colombiano proveniente de la tierra del legendario Gabriel García Márquez para hablarle en el español que aprendieron con el joven hispanista Dibyajyoti Mukhopadhiay, director de estudios hispánicos en la Ramakrishna Mission, una torre de babel en pleno Calcutta, construida a fines del siglo XIX y donde todos pueden estudiar por unas cuantas rupias las lenguas del mundo. Ellos conocen a Pablo Neruda, a Miguel Angel Asturias, a Juan Rulfo y a Julio Cortázar y consideran a América Latina como una tierra hermana.
El auditorio de la Feria es una construcción de madera cubierta de flores y decenas de materos de plantas exuberantes y hasta allí llegan los conferencistas que hablan ante ese público de piel quemada por el sol, elgante en sus trajes ceñidos de tela blanca de algodón, adornados con chalecos y vistosos tocados cilíndricos. A la salida, el viejo sabio Doctor B. Chakravarti, todo de blanco, me ha regalado y firmado los tres tomos de su investigación The indians and the amerindians, donde desarrolla, a través de minuciosas comparaciones iconográficas del arte prehispanico e indio milenario, la teoría de los vasos comunicantes y la hermadad que, según él, une desde hace muchos milenios a estas dos regiones antípodas del planeta.
Pero terminada la Feria del Libro, la actividad cultural seguirá en el Indian Coffee House, en Bankin Chatterjee Street, en torno al barrio universitario lleno de casetas de libreros ágiles y entusiastas. Adentro del café se mueven las aspas de los ventiladores y en cada mesa el diálogo fluye entre taza y taza de té. Al salir cruzará por la calle un pastor con cien ovejas y más allá uno podrá comprar un coco en un tienda protegida de la lluvia con latas de Coca-Cola, junto a una imagen en altorelieve del revolucionario Lenín.
En la Sahitya Academy los escritores de Calcutta preguntarán sobre América Latina al recién venido y recordarán con orgullo los poemas de los siddhacharias budistas que son considerados las primeras formas del lenguaje bengalí, de los siglos VII y VIII de nuestra era. Y más tarde, en la casa del gran maestro casi centenario Annada Sankar, la más importante figura viva de las letras de Calcuta, los escritores de la ciudad participarán en el encuentro de un viajero colombiano nacido en Manizales con las inolvidables letras de Bengala, que lo dejarán marcado para siempre.
Porque en el ejercicio del arte, las letras y el pensamiento, los bengaliés conservan una orgullosa fuerza milenaria alejada de la competencia, el comercio desbocado, el dinero, la codicia y la usura ciegas en que se hunden ahora las letras occidentales. Se nota en la mirada profunda y sabia de esos hombres y mujeres de todas las edades a la hora de sentarse en círculo a hablar y compartir la alegría de leer y pensar, la alegría de escribir y morir, que todavía allí la literatura es algo sagrado y terrenal como el polvo de las calles y la incesante lluvia traída por los monzones. Y por eso, a la hora de decir adiós y subir al avión de Air India, no queda más remedio que llorar de felicidad al saber que aún existe una ciudad tan real y tan mítica como Calcuta.

lunes, 27 de agosto de 2007

EL TIEMPO RECOBRADO DE RAUL RUIZ


por Eduardo García Aguilar

(En Letras Libres. 1999)

El chileno Raúl Ruiz nos ha sorprendido de nuevo llevando al cine con ambición "Le temps retrouvé" (El tiempo recobrado), de Marcel Proust, uno de los volúmenes más intensos de su extensa obra "A la recherche du temps perdu". Quienes han seguido la obra de este cineasta impar en estos tiempos de cine domesticado, corrieron de inmediato a las salas donde se proyectaba lo que parecía un proyecto demencial.
Mientras la película participaba en la selección oficial del 52 Festival de Cannes, los seguidores de Proust y los admiradores de Ruiz acudieron con el temor de presenciar un extraordinario fiasco. Pero aunque es posible que la película sea un enorme fracaso, vale decir que se trata de uno extraordinario, notable, de un fracaso que ilumina y nos introduce al túnel de lo que el arte tiene de fundamental: una tarea de locos para conquistar lo imposible.
Ruiz es un director de culto que poco a poco gana espacios incluso en el Extremo Oriente y Hollywood, lo que a él le parece curioso después de tantos años de dificultades y películas con bajos presupuestos. Ahora, gracias al cada vez más reconocido productor portugués Paolo Branco, quien rescató a Manoel de Oliveira, el chileno se metió en la aventura de gastar 60 millones de francos en un filme con grandes escenografías, vestuario de época y actrices y actores de cartel como Catherine Deneuve, Emmanuel Béart y Vincent Perez. En medio de la incredulidad general, la película encontró su camino como si se tratase de una novela: Ruiz halló poco a poco y de súbito los puntos de vista, el tono, los trucos temporales, como viejo zorro que es, un cirquero, un teatrero de origen latinoamericano que sabe trabajar en tiempos de vacas flacas y no se asusta en los de vacas gordas. Es lo fascinante de esta locura: un chileno osa realizar lo que no logró Visconti y como un Quijote emprende la adaptacion de una de las obras emblemáticas de la literatura francesa, lo que debe molestar a muchos proustópatas o proustomaniacos de alcurnia.
"Le temps retrouvé" de Ruiz escoge el segmento en el cual los personajes de la larga aventura novelística se encuentran ya cerca del fin, en la decrepitud y la despedida, en la nostalgia de los tiempos idos, cerca de lamuerte. Aparece entonces Proust en el lecho de moribundo, donde escribe contra viento y marea, dedicado a la observación de fotografías de todos esos seres idos cuyo rescate a través de la memoria es el motor de la obraextraordinaria de Proust, ejemplo máximo de lo que debería ser la ambición artística. Un tiempo ido que se recuerda desde el caos de la Primera Guerra Mundial, cuando Paris está rodeado por los alemanes y suenan las macabrassirenas de alerta y se vive en la decadencia final de ese agónico y tardío siglo XIX que se niega a irse ya entrado el XX. Un siglo que pervive en esos barones, princesas, condes, burgueses, coquetas, cínicos, sirvientas, arribistas, músicos, pintores y poetas marcados por la insaciable búsqueda de la satisfacción del deseo.
Ruiz dice en una excelente entrevista en el último número de "Cahiers du cinéma" (mayo de 1999, Nº535) que no "adaptó" el libro de Proust sino que lo "adoptó". Y lo adoptó desde una experiencia estética insurgente, que se sale de las leyes del cine comercial de hoy que --como es el caso también de la novela-- exige linealidad y eficacia similares a las de un partido de tenis o de fútbol. Ruiz siempre ha sido un loco salido de los caminos, un forajido, un bandido fuera de las leyes cinematográficas y por eso lo más normal es que emprendiera la adaptación de una obra literaria que a su vez fue ejemplo notable de rebelión literaria frente a los caminos trazados. Puesto que en novela y cine toda rebelión es una "falla profesional" castigada con el anonimato o el ostracismo, tanto Proust como Ruiz coinciden en esa vocación y se encuentran como peces en el agua en sus respectivosdelirios.
En esta película Ruiz hace un homenaje al cine de Melies y no teme recurrir al teatro, a la magia y a los efectos especiales arcaicos para llevarnos como niños al espectáculo de la gran mascarada. Un espléndido Marcel Proust (Marcello Mazzarella) narra con lejanía y asiste al teatro de "su" mundo y "su" sociedad. El nos lleva a ver a la coqueta Odette (Catherine Deneuve) ya vieja y gorda, al barón de Charlus (John Malkovich) destruido por décadas de excesos, a Gilberte (Emmanuel Béart), espléndida siempre, a madame Verdurin (Marie France Pisier), a Orianne de Guermantes (Edith Scob), a Madame de Farcy (Arielle Dombasle), a Saint Loup (Pascal Greggory) y a Morel (Vincent Perez), entre otros fantasmas de ese mundopomposo e insignificante que termina para siempre.
Magia, teatro, circo, mascarada, la película "Le temps retrouvé" de Raúl Ruiz es osadía y da gusto verla desarrollarse con la pasión del artista que la "adopta" porque a su vez ha buscado revolucionar las leyes del cine,como nos recuerda su inolvidable "Las tres coronas del marinero". Ruiz, contra la corriente, acerca el cine a su función de "artificio" e "ilusión", porque sabe que arte es "truco", como dice el ensayista Stéphane Bouquet en su ensayo sobre esta obra (Tous en scene, A propos du "Temps retrouvé" de Raoul Ruiz, Cahiers du cinéma, Nº535, mayo de 1999, pp 43).
Unos sombreros de copa y guantes blancos, Proust haciendo una pirueta de mimo, objetos que se alejan a medida que son captados, el estallido del flash fotográfico, Gilberte disfrazada, Odette recordando, Charlus joven, Charlus en el burdel pederástico y sadomasoquista, Charlus hecho una ruina, Saint Loup comiendo carne mientras habla, todos viejos, ridículos, pasados de moda, entre otras imágenes inolvidables. Y Ruiz, el chileno, como el domador del circo: dominando el genio de su fieras en el sueño logrado, más allá del tiempo y el espacio, en las redes del arte, con sus látigos, sus conejos y sus cartas cruzadas.

sábado, 25 de agosto de 2007

EL RETORNO A MÉXICO DEL POETA FERNANDO CHARRY LARA



Por Eduardo García Aguilar

Discípulo de los principales poetas de la española generación del 27, con una obra breve pero clave en latinoamérica, el poeta colombiano Fernando Charry Lara retornó en 1993, a los 73 años de edad, y 40 años después, a la Ciudad de México, donde compartió con viejos amigos y jóvenes admiradores que lo homenajearon en varios lugares del centro histórico capitalino. Acababa de asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que en esa ocasión estuvo dedicada a Colombia.


Autor de los poemarios Nocturno y otros sueños –prologado en 1949 por el Premio Nobel Vicente Aleixandre--, Los Adioses (1963), Pensamientos del amante (1981) y de una amplia obra crítica sobre poesía latinoamericana en la que se destacan Lector de poesía  (1975) y Poesía y poetas colombianos (1985), Charry Lara encontró intactos ciertos lugares que visitó en 1953 en la entonces llamada por Carlos Fuentes la « región más transparente del aire ». Con su negra boina española, el humor y la lucidez a flor de piel y la elegancia excéntrica de los viejos poetas bogotanos, Charry recorrió kilometros de calles coloniales, respiró hondo en el ex convento de las Jerónimas, donde vivió Sor Juana Inés de la Cruz y visitó la discreta tumba de Hernán Cortés.


En los años 40 Charry tuvo amistad con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) y el colombiano Aurelio Arturo, quienes lo animaron a solidificar una propuesta poética que pasa las décadas intemporal y ligera como las obras clásicas. Cardoza y Aragón, pimer dadaísta latinoamericano y renovador de la poesía continental, le tenía una gran estimación y una vez me dio un ejemplar de su libro André Breton atisbado en la mesa parlante para que se lo llevara a Bogotá, encargo que me dio la feliz oportunidad de verlo por primera vez, visitar su oficina en la esquina de la séptima con calle 18 y escuchar su relato del sepelio de José Eustasio Rivera, mientras caminábamos por la séptima, la décima y la trece, en ese centro bogotano que ya no tenía nada que ver con la ciudad parroquial conocida por los poetas mexicanos José Juan Tablada, Carlos Pellicer y Gilberto Owen y las generaciones colombianas de "Los Nuevos" y "Piedra y Cielo".


De él dijo Aleixandre que en su poesía, « que parece arrastrada en el vasto aliento de la noche tentable », están presentes « los temas eternos del hombre » como « el amor, la esperanza, la pena, el deseo y el sueño ».

 

« Blanca taciturna », « El verso llega de la noche », « Nocturna lejanía », « Cuerpo solitario», « Llanura de Tuluá » y « Rivera vuelve a Bogotá » son algunos de los poemas ya clásicos de este escritor que en el céntrico café La Ópera nos habló sobre Herrera y Reissig, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Rosalía de Castro, entre otros poetas, mientras apurábamos con él copas de vino o tequila.


El día anterior había encontrado intacto, como hacía 40 años, el modesto y tradicional restaurante Casa Rosalía, situado en la Avenida San Juan de Letrán, a donde fuimos con él William Ospina y yo tras una búsqueda minuciosa entre las callejuelas del centro histórico de ese lugar entrañable para él. Ahí nos dijo que lo encontraba igual, incluso con las mismas vajillas e idénticas meseras de cofia y estrafalarios faldones almidonados, que lo atendieron como cuando era un joven poeta colombiano feliz en México.


Después fuimos con él al Café París, sede en los años 30 y 40 de los «Contemporáneos» y otros discípulos más jóvenes como Octavio Paz, así como lugar de encuentro con Antonin Artaud, Vladimir Maiakovski y Serguei Einseintein durante sus viajes a México. « Por aquí vi a José Vasconcelos salir de una limusina, allí vi caminar a Martín Luis Guzmán y a Alfonso Reyes, pero fue en el café Bellinghausen de la Zona Rosa donde hablé con Luis Cernuda, quien me ofreció su generosa amistad », nos decía Charry Lara mientras caminábamos. Pasaron por sus ojos el colegio de San Ildefonso, que inspiró un nocturno del Nobel Octavio Paz, así como la plaza de Santo Domingo donde hallaron a la Coatlicue, la diosa vestida de serpientes, el Palacio de Iturbide, la Ciudadela donde fue asesinado el presidente Madero, y las celdas de las monjas del claustro de Sor Juana.


Amoroso, enamorado y amigo feliz, Charry Lara fue al lado de Enrique Molina, Alvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Gonzalo Rojas, Emilio Adolfo Westphalen y Octavio Paz, entre otros, una de las voces importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Su reflexión sobre otras poéticas o la obra de su contemporáneos era de gran rigor y en cada uno de sus ensayos desplegó el amplio conocimiento de la poesía de todos los tiempos, sus movimientos y tendencias.


Desde su sede en el Hotel Ritz de la calle Madero, donde vivió el beatnik William Bourroughs, Charry Lara se trasladó al Danubio, un restaurante tradicional donde lo esperaban para homenajearlo viejos y jóvenes amigos mexicanos que sacaron la casa por la ventana y paralizaron el lugar en un diluvio de copas de whiski, tequila, vino y todas las exquisiteces marinas. Durante horas de brindis encabezados por el joven poeta y ensayista Vicente Quirarte, y el viejo amigo de Charry Fausto Vega, una docena de escritores celebramos ahí el retorno del poeta. La mesa estaba llena de percebes, ostras, mejillones, calamares, pulpos y otros productos del mar.


Al terminar la fiesta acompañamos a Charry por las calles coloniales, con la saudade de su inminente partida a Bogotá. Reinaba la penumbra de la medianoche bajo los faroles y como el maestro estaba algo subido de copas, llegó al hotel apoyado en brazos de Jorge Bustamante García y William Ospina, pero como si fuera el más joven de todos. Es una imagen inolvidable la que vibra todavía en la Avenida Madero, pues la poesía flotaba en el aire y nos iluminaba la inmensidad de su alegría. La última vez que lo vi fue en 2003 en Yerbabuena, en el Congreso Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo. Un año después, en 2004, murió en Estados Unidos. Había nacido el 14 de septiembre de 1920, o sea que era un perfecto y feliz exponente del etéreo signo zodiacal Virgo.

viernes, 17 de agosto de 2007

SIMPATíAS Y DIFERENCIAS CON GERMÁN ARCINIEGAS


Por Eduardo García Aguilar

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental.


En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en América Latina es refrescante celebrar a un longevo colombiano que estuvo caracterizado por el ejercicio del diálogo y la polémica y que murió como un personaje de realismo mágico antes de cumplir los cien años (1900-1999). Este patriarca viajero, que tuvo la edad del siglo XX, perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía y vive desde siempre anegado en pobreza, violencia atroz, luchas fratricidas y caudillismo.

Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela; José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México; Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana; José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú; Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la sirena tecnocrática o el caudillismo unanimista. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.

Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes best-sellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tuvo del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada.

Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción. Después de muchas décadas hombres como estos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría de ellos como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminaría vencido, en el exilio, apedreado, pateado, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo, cercano al poder y a las dignidades que le encantaban.

A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes.

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión tolerante.

Arciniegas y otros intelectuales pasados de moda en tiempos de revoluciones, vivieron décadas de ostracismo hasta que las nuevas generaciones académicas empezaron a restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo.

En sus mejores libros Arciniegas reivindicó el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. No deja por supuesto de ser difícil a veces la lectura de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con la alegre irreverencia del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
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jueves, 16 de agosto de 2007

EL VIEJO QUE SE PARECIA A VOLTAIRE

Por Eduardo García Aguilar
Un día apareció ese viejo canoso, mueco y melenudo con el cuento de que iba a comprar unos colmillos de marfil labrados en forma de falo. Vestía como Voltaire, lucía una vieja peluca dieciochesca empolvada de anticuario, un saco largo verde inundado de adornos rojos, ribetes azules y botones dorados, zapatos de charol con hebilla, el todo aderezado con un bastón de adorno que en su puño traía un galgo irlandés.
Yo lo había visto antes rondando por ahí en las callejuelas del mercado de pulgas de Saint-Ouen. Y ella también lo había visto. Incluso el tipo se le había acercado para celebrarle el ombligo, que dejaba ver entre su blusa de algodón y los jeans desteñidos marca Lee Cooper. A mí, igual que al viejo verde parecido a Voltaire, me encantaba el vientre de mi negra Ifigenia y me parecía el verdadero centro de París, un centro del centro, un ombligo dentro del ombligo de la ciudad.
En los años de nuestro amor y nuestro odio, hace muchos años, en el siglo pasado, había un hueco enorme en el viejo vientre-ombligo de París donde vivíamos ella y yo en la rue Montorgueil. Allí reinó antes por más de un siglo el viejo mercado de Les Halles, pero en los años 70 las ratas huían hambrientas, las máquinas derruían sin compasión edificios de apartamentos viejos y pabellones comerciales. A mí no me importaba porque estaba enamorado y en el número 32 de esa calle era tan feliz e infeliz al mismo tiempo, que me daba lo mismo que tumbaran o no la torcida iglesia de Saint Eustache o los Pabellones Baltard del mercado viejo, escenario inolvidable de la novela de Émile Zola El Vientre de París.
Se oían golpes secos, permanentes y los muros caían cargados de historia, grasa, comercio, mugre, vida y pueblo. Eran ruidos terribles que nos despertaban muy temprano entre ajetreos de cargas y descargas de productos alimenticios, mientras sonaba la canción Paris s’eveille de Jacques Dutronc y en la radio FIP la locutora describía con su voz de invierno gris los avatares de la nieve y los asuntos de la circulación, antes de pasar a la saudade de Antonio Carlos Jobim, que decía: « el amor es la cosa más triste ».
Y así amanecía o atardecía pegado a mi mulata y me hundía en la diaria incertidumbre, por lo que surgía entre nosotros un amor y un odio tan grande como salía al mismo tiempo de esas obras gigantescas el olor de todos los siglos, pero en especial el del siglo XIX, que emanaba como un líquido de podedumbre de los muros untados de vida, sexo, mierda y muerte. Comenzaba a desaparecer la Francia ancestral, provinciana, popular, y surgía la modernidad a golpes. Y surgíamos nosotros en esa calle olorosa a frutas frescas, quesos, especias orientales, entre el tinglado de la pescadería rodante y la carnicería abierta de donde colgaban jabalíes, conejos, codornices, perdices, faisanes y plácidas cabezas de cerdo. Pero en medio de ese desastre éramos nosotros los que íbamos y veníamos, ella y yo, los desgarrados veinteañeros de novela rosa, los bellos y horribles extraños del vientre de París, cuyas fotos observo muchos lustros después en el álbum de los recuerdos, a comienzos del siglo XXI, cuando ya comienzo a estar viejo y perverso y neurótico y visito la tumba de ella, mi negra, en el Père Lachaise, situada no lejos de la de Jim Morrison, escuchando en mi walkman Riders on the stone.
--- ¡Ya acaban de tumbar el otro edificio! ¡Huele a polvo sucio, huele a mierda! --- gritaba ella mientras preparaba la omelette en la cocineta de la entrada, sólo cubierta por una larga camiseta blanca de algodón.
Sonaba Cat Stevens. Le encantaban Cat Stevens y Bob Dylan antes y después de hacer el amor.
---Y a propósito ---pregunté--- ¿qué te dijo el viejo de los colmillos de marfil? Ese que se parece a Voltaire. ¿Los va a comprar al fin?
--- Dice que sí, pero yo creo que no. Ese viejo quiere otra cosa. ¿Mami, qué será lo que quiere el negro? ---cantó ella con su acento costeño, mientras probaba un pedacito de su omelette.
Ella hacía un curso de diseño y trabajaba en un anticuario del Mercado de Pulgas de Clignancourt. Yo estudiaba filosofía en Vincennes y la acompañaba a las manifestaciones del Movimiento de Liberación Femenina y a las fiestas brasileñas de la Sala Wagram. El anticuario era una pantalla para otros negocios. Vendían objetos para sadomasoquistas y traficaban con colmillos de marfil y todo tipo de objetos arqueológicos robados. ¡Y quien sabe que más y con qué fines, como traficar cocaína escondida en figuras incas falsas de penes de barro!
Mi negra Ifigenia y yo estábamos haciendo la revolución. Yo con 20 años y ella con 22. Y veníamos desde la lejana Colombia. Ella tenía un lindo vientre que nos gustaba a mí y al viejo gángster parecido a Voltaire. Y entre la gente del mercado, había tipos que se parecían a Giacomo Casanova, a Voltaire, a Chateaubriand, a Danton, a Robespierre y a Carlos Marx, que babeaban todos al verla contonearse entre los colmillos de marfil y los penes incas prehispánicos.
El viejo, al que pusimos definitivamente como apodo Voltaire, vino a buscarla. Esperaba en el café de la esquina y le traía flores. Caminaban por la calle y la llevaba a tomar vino. No sé en qué pasos andara mi morena con ese hombre, un anciano para mí en ese tiempo, porque yo ahora tengo su edad y soy tan viejo verde como él. Y a lo mejor ahora soy yo el que se parece a Voltaire.
El viejo conocía muchas cosas, venía de regreso de todo, era un personaje lleno de vida y de viajes y prisiones, una especie de evadido de las mazmorras de Cayena, divertido, ágil, irreverente, terrible, egoísta, mujeriego, asesino y bebedor. Y al parecer tenía negocios en esa calle, que también era su calle, porque era vecino y le gustaba el tango y era el rey del dancing club Balajó, en la rue de Lappe, por Bastille.
En la rue Montorgueuil, que por fortuna sobrevivió, y ahora está renovada y convertida en un rincón típico de ese París comercial, se escuchaba entonces con mayor intensidad el ruido matutino de la carga y descarga de verduras, quesos, vino y carnes, al mismo tiempo que caían los muros y se dejaban ver las paredes empapeladas de cuartos y cocinas, o sentir el olor inconfundible de la calefacción de mazut y la humareda de las chimeneas. Yo atestigüé con ella ese cambio lleno de estupor, sin nostalgia, recién cumplidos mis veinte años. Y con mis veinte años tenía que aguantarme que el viejo deseara a la morena, a mi negra. Y al final no compraba los colmillos y ella no ganaba la comisión. Ese viejo era pura farsa.
Ahora, tanto tiempo después, cuando vuelvo por la rue Montorgueuil a escuchar los conciertos de órgano de Saint Eustache, me paro a ver esas extrañas estructuras modernas de metal y veo que la historia siguió y que del foro romano y de los decimonónicos pabellones de hierro se pasó a un extraño planeta atractivo que teje sus propios anales. Ahora el hueco está ahí, pero es un hoyo diferente. Y no están ni la negra Ifigenia ni el viejo verde que se creía Voltaire, porque la cosa terminó muy rápido y ya van a saberlo.
El viejo que se parecía a Voltaire acrecentó poco a poco su influencia sobre mi Ifigenia y prácticamente la cercó hasta el punto de hacerme imposible acercármele durante los días de trabajo, cuando en la tienda del mercado de pulgas se dedicaban a sus extraños tráficos. Sufría largas horas de espera, percibía lentamente en la madrugada sus pasos sobre la madera de las escaleras de la casa de la rue Montorgueil. Pero cuando ella llegaba al fin nos trenzábamos, nos arrunchábamos en el amor. Ifigenia tenía de súbito más y más plata y a veces, cuando llegaba temprano, me invitaba a salir y a acompañarla a comer en un restaurante por Saint Michel o Montparnasse y a tomar armagnac o cognac, y del mejor. Y tomábamos ácido y delirábamos en la extraña película de nuestro París.
Y de todo podía hablarle menos de sus negocios recientes con el vejete y otros malevos de Saint Ouen. Un día le encontré una pistola en su cartera y no quise decirle nada. Era una bella y pesada pistola con una imagen de Lucifer en la cacha. Muchas veces me dijo que sus padres, tíos y hermanos eran pistoleros y matones y que si huyó de Colombia con un viejo francés fue para dejar ese ambiente podrido de donde provenía. Escapó porque -- decía ella -- su papá la iba a mandar matar como ofrenda a los dioses africanos para que le saliera un negocio de contrabando en la Guajira, tal y como le iba a ocurrir a Ifigenia en tiempos de guerras helénicas. Bueno, tal vez eso no era cierto, pero eso decía, mentirosa como era, poniendo cara de tragedia griega.
Me contó historias horribles de violaciones y balaceras y arreglos de cuentas entre primos y hermanos y bandas rivales en la costa, en el barrio de donde provenía y de como ese profesor viejo de la Alianza Francesa de Cartagena la persiguió enamorado y baboso y finalmente se acostó con él en un motel y se dejó invitar a restaurantes finos de Cartagena. Lo aceptó para venir a Francia en ese año lejano de 1974, cuando se abría el boquete de Les Halles sobre las ruinas de los pabellones Baltard. Desde entonces aprendió a enredarse con viejos. No le molestaban los viejos, ni le olían feo, siempre y cuando fueran inteligentes y no muy gordos. Y viajó con el francés. En ese entonces era excepcional que una mulata caribeña pobre llegara así como así a vivir a París, donde sólo vivían colombianos ricos, artistas aventureros o estudiantes becados.
Yo la conocí poco después de llegar, en un asado que organizó un uruguayo con exiliados latinoamericanos que en ese entonces comenzaban a llegar en cantidades, perseguidos por las dictaduras militares. Ifigenia fue con el profesor de la Alianza Francesa. Se aburría mucho con él. Salimos al patio, charlamos horas junto al fuego y entre el olor de las carnes y el bullicio hubo algo entre nosotros de inmediato, algo sospresivo. Nos besamos atrás, mientras los otros conversaban sobre Pinochet o sobre Allende o sobre el subdesarrollo y mientras unos jóvenes cantaban la canción San Francisco de Maxime Le Forestier o tarareaban a Inti Illimani y Quilapayún. Ella quería separarse del tipo y como pretexto se quedó aquella noche aduciendo que necesitaba conectarse con latinoamericanos, recordar las raíces, hablar un poco conmigo de su ex país. El viejo se fue muy triste y esa noche tiramos ella y yo por primera vez, arriba, en el cuarto de los niños, entre juguetes y cunas vacías, pues los chicos estaban en colonia de vacaciones en Lacanau, o no sé dónde. El asunto fue muy vertiginoso y nos enamoramos de inmediato en una relación fusional, pues nuestros cuerpos embonaban perfectamente.
Los años que pasé con ella, mi Ifigenia, se fueron rápido, son años ya muy lejanos, pero siguen vivos como en las novelas góticas, pues traen el mórbido vaho de la muerte, que es sensual, excitante. Así como el poeta mexicano Amado Nervo hablaba de la « amada inmóvil », yo hablaría del « móvil fantasma » de Ifigenia que se cruza día a día en mi vida y pasa como sombra o aire o brisa tibia por las estancias de mi soledad.
Hace poco visité la tumba de Ifigenia en el cementerio Père Lachaise, en el aniversario de su muerte, y paseé por sus avenidas, de sorpresa en sorpresa. Todo fue tan rápido entonces, su muerte, su fin prematuro. Y ella ahora está ahí, entre tumbas de generales o soldados napoleónicos, de burgueses balzacianos y sabios y músicos olvidados. Una flor sobre la tumba de Rossini. Letras carcomidas, indescifrables, sobre las piedras vencidas, mausoleos rotos por las raíces de árboles. Los tétricos portalones de hierro oxidados y adentro hojas secas y polvo. Al fondo, el enorme templo de la cremación con sus chimeneas implacables. Calzadas que suben la montaña desde donde Rastignac desafió a París en la novela de Balzac. Jóvenes que tocan guitarra, beben cerveza y fuman marihuana sobre alguna tumba sin rastros de su antiguo inquilino. Al final de la visita, vi una joven pareja con un bebé en la carriola, recogida ante una tumba semiescondida, muy modesta. En silencio parecían recogerse bajo la llovizna ante un familiar recién muerto. Estaban ahí, muy ceremoniosos. Traté de no interrumpir su aparente intimidad y salí por la izquierda. Parecían Ifigenia y yo con el niño que no tuvimos, visitando la tumba de un familiar. Pero no, no era un familiar al que visitaba esa pareja joven: era la tumba de Jim Morrison, la más querida y visitada en este cementerio, a ras de tierra. Esta tarde la tumba del rockero, como siempre, estaba llena de flores frescas, cigarrillos, cartas postales, mensajes, una copa. El Jim Morrison que escuchábamos entonces en la rue Montorgueuil cuando llegó el maldito viejo que se parecía a Voltaire.
Yo lo presentía. Una gitana nos lo había dicho. En los viejos pasajes donde trabajábamos, las sorpresas siempre esperan y esperaban en cada esquina: una gitana, por ejemplo, enferma, con el hinchado vientre canceroso, pero enhiesta y firme entre las mesas ofreciendo el futuro.
--- Cuídala que se te va a ir, cuídala --- me dijo la gitana esa vez con sus ojos sombríos, esquivos, inescrutables, mirando inquisitivamente a Ifigenia.
--- ¿Cómo, qué me está diciendo? --- le dije aterrado a la gitana, yo que desde niño acompañaba a mi madre a consultar las adivinas.
--- Se te va. Se te va ---dijo y se llevó las manos a su rostro, tapándoselo con gravedad y luego se tapó las orejas como si no quisiera escuchar un mensaje y se acarició nerviosa el velo florido que cubría sus cabellos.
Ahí empecé a temer que a Ifigenia le pasara lo que no debía ocurrir. Me acuerdo como si fuera ayer. El rostro de esa adivina. Sus ojos. La atmósfera reinante. La luz. Entre centenares de pequeños locales regentados por ancianos y ancianas tristes, fracasados, personajes de novela excéntrica o jóvenes locos y raros inventados por Joris Karl Huysmans, temía ya por mi mulata, allí en el desecho del tiempo rescatado de la basura nocturna de los jueves o de las ventas rápidas que suceden luego del fallecimiento del abuelo, la tía abuela, el tío perdido y solitario. Entre objetos tocados por la vida y la muerte.
¿Cómo ocurrió la desgracia? Un día le pregunté que hacían con los colmillos de marfil y con los penes incas, pues la veía manipulándolos en secreto, atrás de la tienda, con el viejo que se parecía a Voltaire, salido de Cayena, como Papillon, que hubiera podido ser su abuelo.
--- Usted cálmese, no pregunte mucho --- me dijo por primera vez de esa forma, callándome. Y yo, tierno, le besé las mejillas, dócil como un venadito, encoñado, pobre, pensando en su coño siempre, en nuestros arrunchamientos vespertinos y noctámbulos.
Todo fue tan rápido, es cierto. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Les dije que ese día llegó el viejo que se parecía a Voltaire. Discutieron en el rellano, frente a la puerta. Yo dormía y me despertaron las voces del hombre y los gritos de ella. El tipo le reclamaba dinero y ella se negaba a dárselo.
--- Yo te consigo los clientes y me pagas -- gritó el tipo.
--- Es mi plata, es a mí a la que me tiran -- contestó ella furiosa.
--- Puta -- le dijo él, sacó un cuchillo y se lo enterró ahí varias veces. Estaba borracho. Por donde andaba dejaba rancio olor a alcohol.
Cuando salí ella se estaba desangrando. Yacía tirada en un reguero de sangre que rodaba por las viejas y empolvadas escaleras. Fue todo tan rápido. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Eso fue hace más de un cuarto de siglo. Esa fue la verdadera historia de la muerte de mi negra Ifigenia y del hombre que se parecía a Voltaire, su proxeneta y su maldito asesino, que se pudrió después en la cárcel.
Casi tres décadas después salgo del Pere Lachaise y me quedo en el café Saint Amour, en la esquina, frente al metro, leyendo Nadja de Breton, mientras mi Ifigenia colombiana sigue enterrada allí, al lado del mito, ella que ahora es una leyenda inasible para mí.
¿Habrá un día una placa para Ifigenia y yo? ¿Como Abelardo y Heloísa? Merecemos una placa como Abelardo y Heloísa, no importa que ella trabajara para la mafia del viejo y vendiera su cuerpo para invitarme a beber y a comer en las noches de París.
Siempre que iba a visitarla al cementerio salía de último, desolado, triste y viejo, cuando los policías pasaban anunciando el cierre del cementerio y sacando a los fans de Jim Morrison, a gente perdida, a clochards malolientes, turistas extranjeros, londinenses góticos, japoneses, gringos, chinos, argentinos, gays, lesbianas, heterosexuales, onanistas, necrófilos.
Eso fue así de triste siempre hasta el día en que conocí a la ninfa gótica Camila Moraes, que me escucha y entiende y viaja conmigo por los laberintos necrófilos. Ella me salvó. Me estaba volviendo loco de soledad. Por fin tengo a quien soporte mis recuerdos persistentes de la « negra » Ifigenia sin asustarse, sin temer a los muertos, sin sentir celos de los muertos, de la muerta. Esta pequeña gótica, como la llamo, tiene 24 años, es muy paciente, anda siempre en bicicleta, dice que es gerontófila y me frecuenta así con mi medio siglo a cuestas, mi pelo largo pasado de moda y mi patético deseo de parecerme a un rocker de los setenta.
¿Qué cómo conocí a la fotógrafa Camila Moraes? Pues apareció una mañana para traerme unos libros de Fernando Pessoa y Al Berto que me mandaban desde Lisboa y estaba tan apresurado que sólo pude verla unos minutos y sentir su perfume un instante. Le dije que le mandaría en dos horas un email confirmándole si nos veíamos más tarde u otro día. Pero fue esa misma tarde en el Jardin de Plantes; ella llegó con su bicicleta holandesa y caminamos mientras se oían los búhos del zoológico. Luego la llevé a donde estaban los canguros whalabí y los más jóvenes dieron saltos hacia nosotros, mirándonos a los ojos, directo, y se detuvieron a mirarnos con curiosidad. Dos madres cargaban a sus respectivos críos en las bolsas y desde lejos observaban la escena. Luego bebimos en un bistró frente a la Mezquita, y seguimos por la rue des Ecoles hasta el Sena y nos besamos frente a a la librería Shakespeare and Company, como si fuéramos unos enamorados de película y nos estuvieran filmando. Y no le importa que la lleve al mercado de pulgas de Saint-Ouen, cerca del metro Clignancourt a contarle las historias de quien era dulce y terrible como un bombón de veneno marca Colombina.
Le dije que ahí, en ese cafarnaún de Saint-Ouen solía ir a ver a Ifigenia a trabajar desde lejos en la tienda llamada « Las ruinas de Palmira », antes de que la matara el viejo que se parecía a Voltaire. A verla mientras atendía a algún curioso, o entregaba un paquete sospechoso o se dejaba mirar por los lascivos viejos verdes, ella siempre con el cabello fragante, vestida con bufandas hindúes de seda de diversos colores y ropa post-hippie de los años setenta, oliendo a pachulí.
« Todo mi cuerpo guardaba el olor a canela de Madagascar de su piel», le decía a Camila Moraes y ella me escuchaba y me incitaba a quedarnos en silencio extendidos sobre el piso empolvado de un enorme hangar decimonónico. En silencio, sin hablar. Ella ahí, a mi lado, en silencio. Yo a su lado en silencio. El silencio. El silencio. Qué bueno el silencio contigo, gótica, ladrona de la noche.
Ahora recorro con Camila esos laberintos de Saint-Ouen porque la recuerdo y me veo escuchando toda la noche a Bob Dylan y a Cat Stevens entre el aroma de los inciensos indios. La cosa es que yo me la paso recordándome a mí mismo y recordándola a ella. Paso a paso palpo los rastros del siglo a través de ropas viejas, vajillas y cubiertos centenarios, vestimentas antiguas para bebés, botones, prendedores, ribetes, condecoraciones, placas de viejas tiendas, espejos, escaparates, butacas, sillas, mesas, burós, pupitres manchados de tinta de la belle-époque o los años de entreguerras, periódicos y revistas viejas, kepis, uniformes, floreros, camas, nocheros, instrumentos, postales, afiches, xilófonos. Los palpo porque tal vez fueron palpados por ella.
El termómetro registra menos de cero grados. Como ven, sigo encaprichado del fantasma de Ifigenia, pero ahora lo comparto con Camila Moraes, la gótica viciosa y perversa a quien ahora la gitana, una nueva gitana, le lee su futuro como la otra vez se la leyó a la « negra » Ifigenia colombiana.
---Siga con este viejito nenita, siga con él, le conviene ---le dijo la gitana, descendiente de aquella, pero con gafas muy chic en carey oscuro de Armani, haciéndola ver como a una actriz de Antonioni o de la nouvelle vague.
Yo le pago a esa gitana para que se lo diga a ella y ella finge creerle a esa vieja errante a punto de morir. Y después se me pierde entre la gente. Y no la encuentro. ¿Dónde se ha metido mi amante de trenzas? ¿Sabe usted algo de Camila Moraes? Siempre se desaparece así cuando la llevo al mercado de Pulgas tras las huellas de Ifigenia. Diría que habla con ella a solas en alguna de esas tiendas de bibelots.
---Olvida ya tus fantasmas del pasado ---dice mi gótica cuando me vuelve a encontrar entre la muchedumbre.
Tal vez por eso mi amante Camila Moraes, mientras dispara su cámara y me toma fotos frente a tumbas de conocidos como Wilde o Rodenbach o Nerval o Rossini, insiste en escucharme y en explorar esa extraña persistencia en un amor sepultado por los lustros. Tal vez esa otra presencia la excita, pues sabe que la muerta estará presente en nuestros jadeos y nos ayudará a llegar a ciertos clímax aún más fuertes, cimas eróticos del más allá, perversos en su sepulcral delicia.
En Saint-Ouen, antiguo barrio obrero, sobreviven ahora en el año 2005 algunas casas de fin de siglo XIX y edificios de apartamentos de techos bajos y modestos para familias obreras. Algunas fábricas quedan ahí como muestras de ese tiempo ido. Y ahora, con la luna llena, enorme a lo lejos, entre la bruma, la gente tirita de frío y se frota las manos o luce guantes de todos los precios y estilos. Parejas de jóvenes cargan bolsas con los bibelots del día. Hermosas chicas van felices con el hallazgo de la tarde. Cincuentonas alegres y flacas ríen y exhiben la compra a sus alborozadas compinches. A pesar del frío han venido al ritual inevitable de rendir visita a una institución con pasado y mucho futuro. Alguien ha encontrado un cenicero con la publicidad de Dubonnet, otro un daguerrotipo, aquél una lámpara fascinante, éste un camafeo, ése un narguile verdadero, ella una retorcida tetera marroquí, el otro un incunable o un grabado de los tiempos napoleónicos.
¿Alguien que viva en París no ha ido alguna vez al mercado de pulgas de Clignancourt? ¿Quién no se ha atrevido a entrar a la guinguette de Louisette, cada vez más decadente, con sus cantantes gordas de narices enrojecidas y cantantes de vieja canción francesa, destemplados y estrafalarios, aupados en el pequeño escenario? Allí se come y se bebe mal, pero entre la decadencia y la mediocridad de los payasos que se suceden y se pelean por pasar al estrado y por las propinas de la clientela, uno cree asistir al último destello de un París que sólo pervive en las películas de Renoir y Carné, en el París transeúnte de Leon Paul Fargue o en las memorias de Paul Léautaud. Chez Louisette es el centro de este cafarnaún del desperdicio y la basura, de la muerte y el tiempo clausurado. Allí Camila y yo pasamos tardes y noches enteras comiendo y bebiendo y besándonos y escuchando a esos cantantes decadentes, ebrios, a punto de la clochardización. Y ahora está igual, todo más desleído y pasado de moda, con más cucarachas y más ratas y más putas y más vagabundos a punto de entrar a la nueva categoría de los Sin Domicilio Fijo, o SDF, como se llama hoy a los clochards, pobres, lejos de las campanas. ¿Alguien ha visto a Camila Moraes? Estoy buscando a mi amiga la gótica de 24 años y su olor y su cuerpo aferrado a mi, le corps d’elle, elle et mon corps. La noche llegó demasiado rápido. ¿Estoy solo? ¿Dónde estará mi amante? ¿Con quién estará? ¿Sabe algo usted de mi chica? ¿Sabe usted algo de Camila Moraes?
Los viejos cierran sus tristes tienduchas. Libreros de otra época siguen entre miles y miles de libros y revistas, ocultos entre la humareda de la pipa. Chez Louisette cierra. Los cantantes borrachos salen tambaleándose por los laberintos. La tienda de objetos para bebé de los años 20 queda atrás como un escenario para una película de terror de Alfred Hitchcock. Un sicópata ha comprado una muñeca de 1901 o un oso de peluche deshilachado. El que recuerda a sus tías se lleva un sombrero de vampiresa. Y yo desaparezco con Camila y vuelo y duermo y bebo y pasan los días de invierno y las noches, crece mi pelo, me cobija la vieja chaqueta de cuero negro y tirito y amo y el viento golpea mi rostro y remueve mi cabellera irredenta de viejo lobo.
Camila llegó a la cita en el Saint Amour y me ha dado un beso, se ha aferrado a mi boca, nuestras lenguas se han extasiado un largo rato en su intríngulis; la bella y la bestia. Ella ha terminado su jornada y ha venido a verme toda vestida de negro, con una joya negra anudada al cuello con una cinta del mismo color.
--- ¿La visitaste? ¿Qué te dijo hoy? ---preguntó Camila.
--- Te saluda desde ultratumba y nos pide que nos emborrachemos hoy en su nombre, que caminemos en su honor por la ciudad, que tiremos cubiertos de látex en su nombre, que me azotes en su nombre. Que esta noche nos visitará en la cama. Que nos amemos, ese fue su mensaje.
Y entonces pensé para mis adentros, mientras saboreaba una cerveza Leff, que debíamos recorrer París en su nombre, rincón a rincón, tomándole fotos, captándola, captándonos y así poco a poco desaparecerá su fantasma, por fin seremos tú y yo, solos sin ella, sin el encantamiento de su presencia, de su hielo mortuorio proveniente de los años setenta, lejos de los tiempos de Jim Morrison, John Lennon y Pier Paolo Pasolini.
Camila me dice que nos metamos mejor a una amplia cripta de un millonario latinoamericano del siglo XIX, situada no lejos de las tumbas de Balzac y Nerval, que están frente a frente. Sacó una botella de gin y bebimos y nos besamos. Me dio a fumar hachís. Me dijo que le encantaban los viejos, que los viejos le excitaban, que no había nada mejor que los viejos como yo. Y además que le encantaban las criptas abandonadas del cementerio.
--- Estás viejo. Te adoro. Te estás transformando en Voltaire. Eres el hombre que se parecía a Voltaire -- me dijo Camila.
Y nos quedamos en silencio extendidos sobre el piso empolvado del enorme mausoleo decimonónico. En la cripta. En silencio, sin hablar. Bajo la hojarasca de otoño. Ella ahí, a mi lado, en silencio. Muerta. Yo a su lado en silencio. Muerto. El silencio. El silencio. Qué bueno el silencio contigo, gótica, ladrona de la noche. Convertidos en piedra helada. Para siempre. Para siempre.
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domingo, 12 de agosto de 2007

OSCAR COLLAZOS REGRESA A LAS CALLES DE PARIS


Por Eduardo Garcia Aguilar

Cuando vi por primera vez a Óscar Collazos a comienzos de los años 70 en una agitada conferencia en la Universidad Nacional de Colombia, todos los escritores en ciernes que acudimos en la luz estudiantil de nuestros 18 años a escucharlo aquella noche, pensamos que cuando grandes queríamos ser como él. Y ahora, cuando ha venido otra vez de visita a París para caminar por la muy medieval y carolingia calle Mouffetard, muchos años después frente al pelotón de fusilamiento del siglo XXI, seguimos pensando que cuando seamos grandes quisiéramos ser como él.

No sólo había llegado a la Universidad Nacional con una bella novia editora alemana que revoloteaba esbelta y con imperio junto al conferencista e intervenía a su vez en medio de la polémica, sino que Collazos regresaba a Colombia a los 29 años, después de un largo periplo por Europa, trayendo frescos los aires del recién ocurrido mayo del 68 francés, el jazz y el “nouveau roman” de Michel Buttor y Alain Robe-Grillet y tras polemizar con dos de los grandes del boom, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, en el libro “Literatura y Revolución y Revolución en la Literatura” (1970).

Collazos, a diferencia de casi todos los intelectuales o escritores colombianos de su generación, que se asaban entre sus lúgubres trajes oscuros de paño barato, vestía de colores muy modernos y tenía una forma muy especial de esgrimir el cigarrillo mientras hablaba como si hubiera recibido clases para ello del mismísimo Albert Camus. Era uno de los renovadores de la nueva ola de la narrativa colombiana de entonces y tal vez uno de los pocos que publicaba en México y España y estaba en permanente contacto con las discusiones de la crítica de alto nivel que se ejercía en esos años en América Latina y que desapareció después. Sus libros de cuento “El verano también moja las espaldas” (1966) y “Son de máquina” (1967) eran acontecimientos colombianos al lado del clásico “Bomba Camará” de Umberto Valverde y las narrativas experimentales de Fernando Cruz Kronfly, Alberto Duque López y Darío Ruiz Gómez.

Pero lo más importante era que sus ideas eran nuevas y claras y que estaba conectado con las vanguardias del continente sobre las que escribiría un libro de referencia, “Los Vanguardismos en América Latina” (1977), al mismo tiempo que desempolvaba la narrativa colombiana de los aires costumbristas y depresivos del “arte comprometido” que la dominaban en medio del auge de la Revolución Cubana y la radicalización de la intelectualidad europea liderada por Jean Paul Sartre.

En esa conferencia, cuando todavía se percibía el cargado aire de los gases lacrimógenos lanzados por la Policía y no cesaba el galope de la caballería por la Avenida 26 o el ajetreo de las incursiones de los armados en las residencias universitarias, incluso las femeninas, Collazos aparecía ya como el valor indiscutible y firme de la narrativa colombiana y latinoamericana y desde entonces no ha cesado un instante de ejercer la crítica literaria y forjar una vasta y sostenida obra de ficción.

Ahora cuando regresa muchos años después a la parisina calle Mouffetard y reconoce la puerta de la casa donde vivió ahí con Carlos Duplat, Miguel Torres y otros amigos, se sienta con Jimena bajo la canícula en la plaza de la Contraescarpe, recostado contra un viejo muro que luce una copia de un cuadro de Edouard Manet, donde aparece una pareja de bohemios trasnochados frente a un vaso de absenta, y alza la cerveza Leff para celebrar otro nuevo retorno a aquella ciudad suya donde le tocó presenciar los disturbios de 1968, compartir charlas con la novelista Christiane Rochefort y atestiguar cambios básicos en el pensamiento y la literatura con Roland Barthes, Jacques Derrida y Michel Foucault y otros modernos que escribían entonces su obra revolucionaria.

Más tarde, en el viejísimo restaurante Polydor de la calle Monsieur le Prince, fundado en 1845, descubrirá que todo está igual desde los tiempos en que acudía allí con Julio Cortázar o se internaba con sus amigos en las tabernas de la rumba ardiente caribeña que comenzaban a proliferar después de los antros de jazz. Fueron años de formación, lectura y fiesta, por lo que cada esquina de París está viva para él y vibra en algunos de los textos de “Biografía del desarraigo” (1974), “Disociaciones y despojos” (1977), “Textos al margen” (1979), “Adiós, Europa, Adiós” (2000 ) y, aunque no sucedan todas en París sino en la Colombia profunda de hoy y de ayer, en toda la vasta obra novelística suya que incluye quince volúmenes desde “Crónica del tiempo muerto” (1975) a “Fugas” (1988) y “Rencor” (2006) donde aplica técnicas y ángulos contemporáneos surgidos de las gramáticas estéticas de los recién idos Michelangelo Antonioni e Ingmar Bergman.

Al alzar la copa con el novelista y polígrafo barranquillero Julio Olaciregui y los pintores caleños Amalfi Rendón Zipagauta y Miguel Ángel Reyes en el estudio taller de este último en la rue Mouffetard, celebramos a Óscar Collazos, el amigo y el escritor, mientras afuera sigue el bullicio de los visitantes al calor del verano, la rumba y el jazz, porque París sigue siendo una fiesta como en los tiempos de Hemingway. En las largas jornadas de charla con Collazos en el barrio latino, al calor del vino, hemos hablado de Paul Bowles, William Bourroughs y Truman Capote, de Raymond Queneau, Eugene Ionesco, Samuel Beckett y Jacques Prévert, de André Breton y Giacomo Casanova y por supuesto de los colombianos Ramón Illán Bacca, Pedro Badrán, Evelio Rosero y Miguel de Francisco.

Ahora cuando el desastre de la narrativa autista colombiana ha llegado a devastar con su neo-costumbrismo precarrasquillano casi todos los espacios, no queda duda alguna de que Collazos sigue siendo una ventana libre, fresca y moderna de ese ejercicio en Colombia y que en la forma serena como lleva su vida literaria está lejos de las formalidades burocráticas y los gélidos aceleres de la paraliteratura actual, con sus genios de pacotilla. Por eso América Latina y Europa tardan en reconocer a Óscar Collazos con los Premios Cervantes y Príncipe de Asturias que merece con tanta más razón cuanto España es su segunda patria, allí de donde son su hija y su recién nacida nieta barcelonesa de ojos azules.

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miércoles, 8 de agosto de 2007

23 RAZONES PARA EL FIN DE LA NARRATIVA HISPANOAMERICANA

Por Eduardo García Aguilar

Este texto leído por el escritor Eduardo García Aguilar en 1992 en la Feria Internacional del libro de Guadalajara (México) puede ser revelador o no en estos instantes de revolución editorial en el continente. Texto publicado en el Magazín Dominical No. 510 del periódico El Espectador (Bogotá, Colombia), el 31 de enero de 1993, p. 2.

1.
La novela, género muy joven, apenas de unos cuantos siglos, está ahora más muerta que nunca, y su vigencia estética es casi nula aunque por un espejismo comercial parece vivir uno de sus momentos más prósperos.
2.
La crisis de la palabra y de la escritura, perecederas también como todo en el mundo, asesta un golpe definitivo a esas monstruosas construcciones basadas en la torpe reiteración de personajes y mundos aptos para aquellos siglos que no tenían aún cine, televisión ni radio.
3.
Los novelistas de hoy pueden volverse famosos sin ser leídos: son antes que todo figuras públicas de un odioso show bussines, repugnantes vedettes que —una vez asentadas en su pedestal histriónico— viven de la tontería de la masa manipulada por la publicidad y los comerciantes de la edición.
4.
Los novelistas de hoy en casi todo el mundo son cada vez más tontos, no miran más allá de sus narices y a diferencia de sus antecesores buscan sólo la fama y el éxito: para cumplir ese objetivo se han convertido en tristes empleadillos sin sueldo de las editoriales, regentadas a veces por verdaderos analfabetas.
5.
A los novelistas, a los narradores en general, les tiene sin cuidado si son o no leídos y son cómplices de esa gran farsa por la cual logra sobrevivir el género: la gente dice que Fulano es un gran novelista o un gran escritor, pero no lee sus inútiles y vacuos mamotretos.
6.
Desde hace varios años no he leído ni escuchado una sola frase interesante de un novelista, incluso de algunos de los que más fama tienen en el mundo. Su persistencia en un género literario industrializado y muerto los convierte en mercaderes del templo, loros, onanistas de su propia torpeza.
7.
Los últimos grandes narradores del mundo fueron todos unos fracasados: Kafka, Proust, Joyce, Céline, Musil, Broch, Roussel, Barnes, entre otros especímenes humanos de la era anterior al reino de Walt Disney. La novela murió antes que sonara el 31 de diciembre de 1945.
8.
El drama de los narradores radica en que al usar cantidades absurdas de palabras mustias, pierden la perspectiva de su labor y cual bestias elefantiásicas patalean en escenarios sin público, incapaces de lucidez frente a su obtusa empresa: indigestados de palabras sólo escuchan el rumor de sus pútridos intestinos literarios.
9.
Sólo la codicia del éxito los mantiene montados sobre sus computadores como bobos agricultores que trabajan de sol a sol cultivando maleza, soñando —ilusos— en su fabulosas ganancias.
10.
Los narradores latinoamericanos de las últimas décadas fracasaron todos porque estaban convencidos de que algún día se acostarían con Jane Fonda. En cuanto a las narradoras latinoamericanas, su estruendoso fracaso radica en que aman demasiado a los hombres, cuando es bien sabido que —casi sin excepción alguna— las grandes escritoras tuvieron poco apego por ellos.
11.
La poesía, practicada ya desde hace milenios, sigue por el contrario viva porque es verdadera y mucho más flexible: es un instrumento elástico y resistente, versión microscópica y maravillosa del big-bang de la creación.
12.
La poesía es el único género literario a salvo de la industrialización y sus cultores son sabios porque se saben fracasados de antemano.
13.
La crisis de la narrativa latinoamericana se inició con el derrumbe de sus tres pilares básicos: los enormes penes garciamarquianos, los loros de las portadas y los cocodrilos.
14.
Abandonada por sus padrinos europeos y estadounidenses, la narrativa del nuevo mundo anda como perro en misa recibiendo patadas de sus abuelas desalmadas.
15.
El “boom” fue una terrible equivocación porque instituyó la neurosis verbal y la histeria logorréica en sus cánones absolutos: en vez de rastrear la verdad, los latinoamericanos sólo intentaron lucirse ante los desdenes de su horrible madrastra.
16.
La narrativa latinoa-mericana murió con Felisberto Hernández y aún no encuentra a su nuevo pianista.
17.
Estamos viviendo ya en otra placa tectónica a la deriva, aferrados a palabras que no suenan y a personajes que nos huyen: los novelistas de hoy son abuelitas locas en mecedoras desvencijadas.
18.
Los narradores latinoamericanos deben seguir escribiendo por un acto de caridad: de lo contrario cundiría el desempleo en los hogares de profesores y críticos.
19.
La palabra de los escritores latinoamericanos sólo se escucha en los depósitos de cadáveres.
20.
Picabia decía que los pintores trabajan para adornar los consultorios de los dentistas. Los narradores latinoamericanos lo hacen para probar que en cada familia siempre hay un hijo calavera.
21.
Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, inauguró la decadencia de la novela: como el protagonista de ese libro, la narrativa latinoamericana fue engendro de un espermatozoide disminuido.
22.
Preguntada una escritora de este continente sobre las temáticas narrativas de sus congéneres, los hombres latinoamericanos de hoy, exclamó: “Mucho pene, mucho pene...”.
23.
Muchas personas creyeron en los años 60 y 70 que el réquiem para la novela por parte de los adalides del nouveau roman francés fue sólo una escaramuza en el largo camino triunfal del género. Seis lustros después, su entonces delirante aserto se volvió más que obvio. El auge posterior de la novelística y su absoluta industrialización, son pruebas de su fin: su buena salud es sólo como negocio, pero no desde el lado estético. Los novelistas de hoy deberían reflexionar un poco para darse cuenta que viajan en un barco pronto a naufragar para siempre, aunque queden aún algunos siglos de negocio más o menos próspero y declinante. Las razones para la existencia del género han desaparecido en estos tiempos: cada noche los cientos de millones de espectadores de telenovelas muestran lo inocuo de ese género construido, por demás, con la palabra, ese otro elemento con talón de Aquiles.
© Eduardo García Aguilar

martes, 7 de agosto de 2007

EL MILAGRO DE LA CIUDAD DE MÉXICO

Por Eduardo García Aguilar
Cuando algunos críticos provenientes de países europeos preguntan con aire superior sobre el caos de la Ciudad de México, yo prefiero hablarles del milagro de que todo funcione tan bien en el inmenso cuadro asfaltado de casi 50 kilómetros cuadrados de superficie. El hecho de que centenares de miles de semáforos en miles de avenidas estén coordinados y fluya el demencial parque vehicular de millones de automotores, mientras llega agua a la mayoría de las habitaciones y las alcantarillas evacúan los detritus de 20 millones de habitantes, es algo que pertenece más a la esfera del milagro, el realismo mágico y la fantasía que de la realidad.
En sólo 50 años la ciudad, considerada por Carlos Fuentes como la región más transparente del aire, se convirtió en una de las megalópolis más grandes del mundo, donde niños van a la escuela, gente corre al trabajo, políticos desvían el dinero del presupuesto a sus bolsillos, vendedores ambulantes pululan en las calles, ladrones acechan con sigilo, músicos callejeros cantan a todo pulmón, prostitutas ríen con diente de oro en las esquinas, policías cobran mordida y donde ciegos, payasos, luchadores, gays y enanos defienden sus derechos, mientras la música suena por todas partes bajo una capa pesada de irritante contaminación cobriza.
Dicen que hace medio siglo los atardeceres eran de un color fucsia napolitano y que los volcanes se veían nítidos desde los floridos parques de la capital, que tenían aires de provincia entre la música de los organilleros y el olor delicioso de comidas y dulces, como algodones de azúcar y caramelos de intensos coloridos surrealistas. Los que sobreviven de aquellos tiempos relatan con estupor la manera como en un abrir y cerrar de ojos la acelerada modernidad creó barrios de millones de habitantes sobre infectos lodazales y abrió avenidas, mientras crecían como hongos los rascacielos desde que el primero, la Torre Latinoamericana, hirió el cielo con sus agujas en 1954, en pleno auge de Cantinflas, Resortes, Tintán, María Félix y Jorge Negrete.
Cuando desde el avión uno siente pasar los minutos sobre el tejido urbano y percibe la nave que planea despaciosamente sobre las azoteas, celebra con júbilo poder distinguir entre el laberinto de calles espacios tan amplios como el bosque de Chapultepec, con sus lagos, castillos y el palacio presidencial de Los Pinos, o el pulmón verde de la Ciudad Universitaria, cuando no las colinas que hace siglo y medio pintaba desde montañas cercanas el paisajista José María Velasco. Todo eso está en los murales de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, los relatos de Carlos Fuentes, las canciones de Agustín Lara, los poemas de Octavio Paz, el mambo de Dámaso Pérez Prado y en el gran cine de oro mexicano donde se guarda el testimonio en blanco y negro del más increíble milagro contemporáneo.
La misma impresión del viajero que sobrevuela la ciudad en este 2006 debió sentir desde las alturas volcánicas de la Mujer Dormida el grupo de conquistadores que descubrían a los lejos la ciudad de los lagos de Tenochtitlán, capital del imperio azteca y sede del tlatoani Moctezuma, quien entre los plumajes y la vocinglería de los animales de su zoológico personal intuía que el fin del mundo llegaba encarnado en la fiereza de los conquistadores, disfrazados con trajes de metal, cascos brillantes, caballos enhiestos y en el griterío de los perros que los acompañaban. Era la ciudad más grande del Nuevo Mundo, la gran capital prehispánica signada por los rituales y los sacrificios y el ir y venir de las canoas por las aguas de los canales que hoy pueden verse intactos en Xochimilco.
El mismo estupor debieron sentir los viajeros del siglo XVIII y XIX, que como Humboldt y Bolívar vieron ya la ciudad colonial con su palacios enormes, plazas y catedrales más grandes incluso que las de la madre patria española, pues los colonizadores llegaron para quedarse en el valle del Anháuac y construir copias más fabulosas de las ciudades y pueblos que abandonaron para siempre al otro lado del mar.
Ciudad prehispánica, ciudad colonial y ciudad moderna que imita los rascacielos de Nueva York conviven en este delirante mapa de fantasía que el viajero del siglo XXI percibe desde el avión que baja raudo hacia al aeropuerto capitalino, rozando techos de casas, canchas donde juegan muchachos, plazas donde manifiestan izquierdistas, patios de escuela donde chicas uniformadas rinden homenaje a la bandera y mercados de toldos rojos bajo los cuales hierve el colorido de las frutas tropicales y la humareda de los platillos culinarios sazonados con chiles que huelen a un México indígena y milenario que no cesa ni cesará de asombrarnos.
Al tocar tierra, uno celebra el milagro de que esta urbe que resume todos los males terribles del siglo XX pueda albergar las inagotables identidades prehispánicas, latinoamericanas, neoyorquinas y españolas juntas y que además sea el crisol de una cultura popular en permanente movimiento.

lunes, 6 de agosto de 2007

MICHAEL JACKCSON

http://www.youtube.com/watch?v=c8aWc_4IVx0

DE JUAN GUSTAVO COBO BORDA EN COLOMBIA HOY


De este modo la novela contemporánea en Colombia, de Oscar Collazos a Marco
Tulio Aguilera Garramuño, de Alba Lucía Angel a Gustavo Alvarez Gardeazábal, y de
Eduardo García Aguilar a Evelio Rosero Diago, confirma su innegable vitalidad. Sus
múltiples propuestas son las mismas de un país cada vez más complejo y polifacético.
Cada día más crítico, en su tensión creativa.
Juan Gustavo Cobo Borda. Colombia hoy. Poesía y novela en la década del 80: algunas tendencias.
(Colombia hoy. Autor: Melo, Jorge Orlando, Coord. Versión digital proporcionada por Banco de la República Biblioteca Luis Angel Arango. 405 p. Prólogo por Alvaro Camacho Guizado. Obra proporcionada por: Biblioteca Luis Angel Arango, Colombia Resumen: Contiene: Primera Parte: Colombia Hoy. 1. Etapas y sentido de la historia de Colombia por Jaime Jaramillo Uribe; 2.La República conservadora por Jorge Orlando melo; 3. Colombia: siglo y medio de bipartidismo por Alvaro Tirado Mejía; 4. Síntesis de la historia política contemporánea por mario Arrubla Yepes; 5. Industrialización y política económica por Jesús Antonio Bejarano; 6. El desarrollo histórico del campo colombiano por Salomón Kalmanovitz; 7. Poesía y novela en la década del 80: algunas tendencias por Juan Gustavo Cobo Borda; 8. El teatro: las últimas décadas en la producción teatral en Colombia por Carlos José Reyes; 9. El cine en la última década del siglo XX: imágenes colombianas por Luis Alberto Alvarez; 10. Arte moderno en Colombia: de comienzos de siglo a las manifestaciones más recientes por germán Rubiano Caballero. Segunda Parte: Perspectivas hacia el siglo XXI. 1. El estado colombiano: ¿crisis de modernización o modernización incompleta? Por Francisco Leal Buitrago. 2. Política social: prioridad de la década del 90 por Miguel urrutia Montoya; 3. Apertura económica y equidad: os retos de Colombia en la década de los años noventa por Saúl Pineda Hoyos)

LUMINOUS CITIES BY EDUARDO GARCIA AGUILAR

Luminous Cities
isbn: 0-9707652-1-5

Colombian writer Eduardo García Aguilar captures here the unseen side of the great cities of the world. From Paris, Stockholm and Rome to Mexico City, Antigua and San Francisco, from the garrets of lovers in Europe to the killing fields of civil wars in the Americas, from the beautiful bodies of youth to the nostalgia of old age, we witness these luminous urbs through the eyes of a "professional foreigner." Artist Santiago Rebolledo illustrates each of these stories with his own vision of the metropolis.
After finishing studies in political economy at the University of Paris, García Aguilar (Manizales, Colombia, 1953) moved to Mexico City to work as a journalist, eventually becoming assistant director of Agence France-Presse. I n the late '90s he returned to Paris, where he currently heads the Latin American desk for AFP and is a frequent contributor to Letras Libres. He has also had a prolific literary career—two collections of short stories, two collections of poetry, three novels, including El Viaje Triunfal, winner of the 1993 Premio Ernesto Sábato, and book-length studies of his compatriots Álvaro Mutis and Gabriel García Márquez. His critical analysis of globalism and the Zapatista movement,
Mexico Madness: Manifesto for a Disenchanted Generation, was published last year by Aliform.
Publisher: Aliform
In English
184 pages
$16.95

domingo, 5 de agosto de 2007

Fragmento de Persona de Ingmar Bergman

http://www.youtube.com/watch?v=MeehCG9oF4c&eurl=http%3A%2F%2Fwww%2Elemonde%2Efr%2Fweb%2Farticle%2F0%2C1%2D0%402%2D3476%2C36%2D940261%4051%2D940254%2C0%2Ehtml

ANTONIONI, CORTAZAR, MI ABUELA Y YO

Por Eduardo García Aguilar

La muerte de Michelangelo Antonioni a los 94 años, el mismo día que su colega genial Ingmar Bergman, ha sacudido no sólo a los críticos expertos en estos dos artistas irreductibles, sino a toda una generación que vio cambiada su visión de las cosas al observar en los cienclubes la vasta obra de estos gigantes del siglo XX. Y a mí me sacude porque, en una carambola milagrosa a tres bandas, una de sus películas, "Blow Up", reúne en un instante el lejano recuerdo de mi católica abuela, el descubrimiento del arte moderno, la revelación del erotismo cinematográfico y el contacto con la obra de Julio Cortázar.
Nadie cuestiona hoy que en los años 50 y 60 del siglo pasado ocurrió un giro en diversas expresiones artísticas que siguen vigentes hoy como si fueran rastros de un espectacular big-bang estético. La vigencia del rock en todas su formas, el arte pop, la moda, la arquitectura, la nueva dramaturgia y el cambio de las actitudes de vida, especialmente sexuales, por la liberación del cuerpo y el orgasmo estético que significó para hombres y mujeres de esa generación, estaban ya insinuándose en la obra de este italiano nacido en Ferrara en 1912.
Me ocupo ahora del italiano y no del sueco, porque sin lugar a dudas la visión de su film "Blow Up" a los 14 años en el Teatro Cumanday de mi ciudad natal Manizales transformó mi vida para siempre y me abrió el horizonte del arte considerado como un camino inquietante de liberación y revelación en el sentido fotográfico del término, lo que sería ratificado después al ver en otras partes "Desierto Rojo", "Zabriskie Point", "La aventura", "La noche", "El eclipse", "Profesión: Reporter" y, el año pasado apenas, en el cine Escorial de París, su última pequeña joya, uno de los tres cortometrajes de la trilogía "Eros", al lado de Steven Soderberg y Wong Kar-Wai.
Hacía tiempo, desde 1885, Antonioni se había sumido en el mutismo a causa de un accidente cerebral, pero con ayuda de colegas o discípulos logró en una o dos ocasiones comunicarse y dar instrucciones para realizar alguna cinta. Por eso me sorprendí cuando supe que proyectaban ese corto y corrí a la sala después de tanto tiempo de no saber nada de él. Volví a percibir de inmediato esa magia misteriosa de sus colores, atmósferas y ángulos envueltos en el silencio de la poesía. El nonagenario y enamoradizo Antonioni se preocupó allí tanto por todos los detalles, que detuvo la filmación muchas veces porque la textura y el color exacto de la nieve azulada que caía sobre la piscina azul no era la que él deseaba.
Antonioni, calificado de cineasta que dio voz al silencio, decía que "no tenía facilidad de palabra sino de imagen" y de ahí el impacto causado por esas cintas que a la vez eran cuadros de un extraño colorido irreal al que se agregaba el sonido y el mutismo. Las grandes obras de arte son fenomenales actos de rebelión como ocurrió en la literatura del siglo XX con "En busca del tiempo perdido" Marcel Proust, "Ulyses" de James Joyce, "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry, "Ferdydurke" de Witold Gombrowicz o "Pedro Páramo" de Juan Rulfo, para mencionar sólo algunas. Para llegar a esos niveles es necesario subvertir el sentido y lo que se ve, se lee, se escucha o se palpa, produce reacciones en cadena que pueden ser deflagraciones fenomenales de significados infinitos.
Ese misterio inolvidable lo sentí esa tarde en ese cine Cumanday, al ver "Blow Up", la película que recién había ganado la Palma de Oro en Cannes 1967 y a la que llegué de manera subrepticia y azarosa con una pequeña trampa adolescente. Después de ver los afiches en las carteleras corrí desesperado a conseguir el dinero para el boleto donde mi muy católica abuela Mercedes Ramírez Cardona, pero como no podía decirle ni a ella ni a mis papás que iba a ver una película "porno" donde aparecían mujeres desnudas, le dije que quería comprar la última encíclica del papa en la librería de las Ediciones Paulinas. Ella creyó que su adorado nieto iba por buen camino y me dio gustosa dinero para comprar a la vez la obra papal justificativa y el boleto con que entré a ver la película pese a ser un menor de edad, para sumirme en ese baño de siluetas y cuerpos erotizados en medio del secreto de un asesinato.
Años antes había visto con mi madre en el destruido Teatro Olympia otra película misteriosa que recibió idéntico premio en 1959 y el Óscar a la película extranjera 1960, "Orfeu negro", de Marcel Camus, pero ese había sido un contacto onírico que permanecía como un vago rastro infantil de emoción y de contacto con algo maravilloso. Sin saberlo allí había asistido a la creación del bossa-nova con Antonio Carlos Jobim y Luis Bonfa. Pero ahora con esta extraña investigación fotográfica de un secreto a través de negativos y revelaciones entré sin saberlo en el mundo de quien sería mi escritor latinoamericano preferido del "boom", Julio Cortázar. "Blow Up" está basada de manera libre en el cuento "Las babas del diablo" del argentino y fue interpretada por David Hemmings, Vanessa Redgrave y, en un pequeño papel, la bella Jane Birkin, que sigue siendo un ícono de modernidad. Aunque era una version libre de su cuento, Cortázar vio la película en Amsterdan y gracias a su éxito mundial y la fama colateral que le otorgó, pudo aumentar sus lectores para "Rayuela" y su obra, tan moderna como la de Antonioni.
O sea que debo a mi adorada abuela Mercedes la alegría un poco tramposa por lo de la encíclica papal sobrevaluada, de encontrarme a Antonioni y a Cortázar de un solo golpe en mi ciudad natal y con ellos toda una idea del arte moderno y una sensibilidad que siguen vigentes y caracterizan a una época que pasará a la historia como una licuadora generadora de revelaciones y explosiones interminables de palabras, imágenes, músicas y sentidos.

miércoles, 1 de agosto de 2007

LOS TIEMPOS MEXICANOS DE EXCELSIOR

Por Eduardo García Aguilar
Cuando llegué a México en 1980 lo primero que hice fue visitar al maestro Edmundo Valadés, amigo de Juan Rulfo y autor del legendario libro “La muerte tiene permiso”, quien era director de la página cultural de Excélsior, en ese entonces el diario más poderoso e importante de México.Valadés, que tenía muy buenas relaciones con América del Sur y gran simpatía por Colombia, me dijo que le trajera dos artículos y que si le gustaban, me los publicaría. Una semana después vi mi primer texto en ese diario y desde entonces, hasta que se retiró tres años después, tuve una columna semanal los jueves dedicada a hablar con total libertad de temas literarios, compartiendo plana con autores como el argentino Mempo Giardinelli y el mexicano líder de la generación de la “onda”, José Agustín, y toda una generación de jóvenes críticos mexicanos.
El diario quedaba en un viejo edificio porfiriano en la esquina de la Avenida Reforma y la añeja calle periodística de Bucareli, donde estaban situados otros grandes diarios de la primera mitad del siglo, como El Universal y Novedades, junto a las cantinas, librerías y restaurantes que acogían a los poderes políticos, literarios y periodísticos del México posterior a la revolución, gobernado por el astuto Partido Revolucionario Institucional (PRI), que dio a México cierta estabilidad, brillo continental y relativa concordia autoritaria durante medio siglo. Por esas mismas calles anduvieron periodistas colombianos como Porfirio Barba Jacob, quien escribió allí en los años 30 los famosos “Perifonemas” hasta su muerte en 1942 en la no lejana calle López, los poetas Leopoldo de la Rosa y Germán Pardo García, el fotógrafo Leo Matiz, el novelista Manuel Zapata Olivella y el liberal Hugo Latorre Cabal, quien terminó por quedarse y morir en México.
En el café “La Habana” o en “La Ópera” y en otros sitios de Bucareli y el Centro Histórico se reunieron durante décadas las estrellas de la política, el cine, el periodismo y la farándula mexicana, nacidos a fines del siglo XIX y a comienzos del XX. Todos esos hombres venían de otra época. Individuos de una gran generosidad, cortesía y honestidad a toda prueba, ejercieron la literatura y el periodismo mientras su país despertaba de los dolores de la violencia tras la caída del antiguo régimen aristocrático y autocrático de Porfirio Díaz y el auge de la Revolución Zapatista. Con Diego Rivera y José Vasconcelos trataron de solidificar a una nación herida por invasiones y genocidios.
Sobrevivieron a decenas de matanzas, vieron colgar y fusilar rebeldes en el México profundo que cubrían como noveles reporteros de guerra, fueron contemporáneos de la guerra civil española, del auge del nazismo y la guerra mundial y a su vez testigos del éxodo de personalidades que llegaban a México desde todos los países del mundo como León Trotsky o Luis Cernuda y toda una generación de exiliados españoles, europeos o latinoamericanos. También les tocó recibir a los perseguidos de las dictaduras caribeñas, centroamericanas y suramericanas, en especial los provenientes en los años 70 de las siniestras dictaduras militares y paramilitares de Chile, Argentina y Uruguay.
Acostumbrados a compartir los entusiasmos literarios y políticos con Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Rómulo Gallegos, Jorge Zalamea y decenas de autores latinoamericanos y europeos, las generaciones mexicanas sucesivas de Alfonso Reyes, Edmundo Valadés y Juan Rulfo constituyeron un refugio amistoso para la palabra del continente latinoamericano. Su generosidad y su caballerosidad no tenía límites, por lo que a ellos debemos considerarlos como los hermanos mayores de toda una época continental. Las amplias páginas de diarios y revistas estuvieron siempre abiertas a los aventureros latinoamericanos que recalaban en ese gran país huyendo o arriesgándose, como fue el caso de los novelistas colombianos Manuel Zapata Olivella, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis.
Valadés me abrió las puertas del diario y pronto me convertí en uno de los más asiduos colaboradores, desbordando el límite de los artículos hacia los reportajes y las crónicas y entrevistas con los escritores ya ancianos que conocieron y trabajaron en esos diarios con Porfirio Barba Jacob y vieron a Diego Rivera, André Breton, Frida Kahlo o Antonin Artaud y otros surrealistas, como fue el caso del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón o los mexicanos Andrés Henestrosa, el estridentista Germán List Arzubide, Renato Leduc y Elías Nandino. Era tan impresionante esa experiencia para un joven como yo, recién llegado a ese gran país, que con frecuencia me cruzaba en los ascensores de Excélsior nada más ni nada menos que con Dámaso Pérez Prado, el rey del mambo y algunas veces conversé telefónicamente y oí los malos chistes y las bromas de Mario Moreno Cantinflas, para sólo mencionar a algunas de esas leyendas, a cuyos sepelios multitudinarios acudí. Hasta alguna vez hablé fugazmente con la famosa Tongolele y vi de lejos a Ninón Sevilla y a María Félix, que vivieron en un mundo que relato en mi novela mexicana Tequila coxis.
Todo aquel mundo comenzaría a venirse abajo con el espantoso terremoto de septiembre de 1985, que semidestruyó a la ciudad de México y mató a decenas de miles de personas, cuyos cadáveres no cabían en los estadios abiertos para acogerlos. Poco a poco todas esas personalidades desaparecieron una tras otra en el olvido y con ellos los diarios fueron perdiendo fuerza y prestigio, al mismo tiempo que el centro derruido quedó casi desolado por décadas, sin las librerías, restaurantes y cantinas que le otorgaron su esplendor. Crisis económicas sucesivas echaron por tierra la economía mexicana y con la caída del PRI se derrumbó para siempre medio siglo de historia, autoritarismo, corrupción y progreso. Otros medios como Unomásuno, a donde pasé a escribir después de Excélsior, y La Jornada, habían tomado la antorcha de la crítica en esos momentos inciertos de transición. Pero insidiosas rivalidades políticas enemistaron a los grupos literarios para siempre. La desconfianza, el arribismo mercantil y el ciego egoísmo ganaron la partida en la literatura y las artes, mientras la tolerancia y la generosidad anacrónicas de humanistas como Reyes, Valadés y Rulfo quedaron sepultadas para siempre.
Cuando paso por esos lugares históricos donde por fortuna todavía quedan intactos el majestuoso Palacio de Bellas Artes, el Palacio Postal o el Palacio de Minería, entre otros muchos de menor fama que están siendo restaurados, siento que el destino y la osadía me dieron a tiempo la posibilidad de palpar con mis manos, mi corazón y mis ojos el fin de una época esplendorosa de la cultura mexicana que ya comienza a ser contada en los libros de historia con las fotos desleídas del mito y la leyenda.