sábado, 16 de marzo de 2024

ESTOS DIEZ AÑOS (1984)


Por Eduardo García Aguilar

Hace diez años llegábamos a París, como cumpliendo el rito de un sueño adolescente. Hacía frío, pero un extraño fuego parecía encendernos frente a los viejos monumentos cubiertos por el óxido verdusco del hielo. Por primera vez irrumpíamos de súbito en un mundo que no se detenía desde nunca, ni habría de detenerse durante nuestra estadía o después de la ausencia. Percibíamos el olor novedoso de una ciudad cuyas casas y templos habían albergado durante tantos siglos la fe o la duda de muchos habitantes. Los cementerios, como comprobaríamos después, estaban repletos de esos seres que otrora vibraran por sueños y batallaran hasta la muerte por paraísos que nunca cumplieron. Aquella tarde, hace diez años, vimos revelado el resplendor implacable de la vida, la triste insignificancia de las generaciones, el fluir aciago de la materia perecedera que nos conforma y de la que solo somos un accidente.

Tres días antes había muerto el presidente de Francia Georges Pompidou. El país se aprestaba a un nuevo cambio, pero la incertidumbre no se reflejaba en esas caras blancas, lívidas, de los transeúntes, que en abril, cubiertos por pesadas gabardinas, expelían de sus bocas un aliento humeante. Después de bordear el Sena y mirar la amplia explanada de Invalides, nos acercamos a la estación del Metro, que mucho tiempo después supimos llevaba por nombre Chambre de Deputés. Abajo preguntamos por donde introducir el boleto amarillo que el esposo de una actriz antillana nos había regalado en el aeropuerto. Fue como introducirse al tren fantasma de la infancia, cuya oscuridad era sorprendida a veces por algún monstruo o una aparición levitante. El tren era verde, de madera, y viejo.

Llegamos a la gare Saint-Lazare, en donde sin duda el poeta José Asunción Silva había deambulado como tantos románticos moderrnistas de nuestro continente, maravillado del progreso y la magnificencia  de la arquitectura moderna. Nosotros también sufrimos la impresión que nos provocaron los amplios hangares, las vastas techumbres de hierro, los frisos art-decó, las enmarañadas marquesinas que aquella tarde parecían cargar ellas solas con la fuerza de mil nubes eternas. Marcamos en un aparato el mombre de Argenteuil, la de los impresionistas, la de Sisley, la del viejo Marx, la de los vecindaros de emigrados árabes. Luego viajamos en el tren hacia suburbios interminables, siempre acompañados de esos hombres pálidos, protegidos con bufandas  y esas mujeres ojerosas que cargaban bolsas de grandes almacenes y así llegamos hasta una estación nueva, aun más moderna, y desembocamos en largas avenidas rodeadas de edificios de apartamentos, cuyos nombres eran Boulevard Lénine, Avenue Maurice Thorez, Avenue Marcel Cachin, etcétera...

No siempre son acertadas las periodizaciones de la historia, pero estos diez años si han significado un cambio trascendental en el rumbo inconmovible de la historia. En estos diez años los hippies y los revolucionarios racionalistas se volvieron viejos y pasaron de moda. De los primeros quedan algunos especímenes que semejan a viejos patriarcas protestantes barbudos y canosos, expresiones de una extraña bondad  fatigada, incomprendida en las nuevas escalinatas del templo. De los segundos también quedan especímenes, sobre todo en el Tercer Mundo, pero tienen los ojos como llamas de furia y de amargura. En estos diez años se acabaron los sueños de Mao y los maoístas se quedaron sin patriarca. China se modernizó y dejó atrás el viento medieval que su viejo tirano había querido imponer. En estos diez años Vietnam cayó en manos de un enemigo débil y ganó una guerra que parecía interminable. Después los vietnamitas y los chinos se trenzaron en la primera guerra entre dos países marxistas. Camboya vivió la amarga experiencia que Conrad vislumbrara en el Corazón de las tinieblas. Portugal derrotó a la dictadura y se volvió una democracia europea. España vio morir al tirano Franco y después se dio la convivencia impensable años antes, entre la monarquía y el gobierno socialista. Mitterrand llegó al poder después de buscarlo durante largas décadas. Un presidente americano tuvo que renunciar acusado por ágiles periodistas y otro perdió después de querer imponer el lenguaje de los derechos humanos. El shá de Irán dio paso a una de las más espantosas dicturas retardatarias de todos los tiempos. Murió Sartre y con él toda una época. Murió Malraux. Murió Neruda. Murieron Lennon, Buñuel, Miró, Berlinger, Jorge Guillén, Pierre Mendes France, Raymond Aron, dos papas, Brejnev, Marcuse, Ingrid Bergman.

Son solo algunos datos, pero son suficientes para establecer el fresco de un cambio muy importante. A costa de tantas informaciones periodísticas sobre revoluciones promisorias que se chocan contra la realidad y se convirtieron en tristes parodias del sueño, los que nacimos después de la muerte de Stalin y vimos niños frente al televisor la llegada del hombre a la luna, parecemos cargados prematuramente de muchos acontecimientos. A ninguno no es extraña la droga, vivimos el amor de otra manera; si vamos a una manifestación lo hacemos con una sonrisa; no nos convencen las banderas ondeantes y no creemos en las teas incendiarias. De repente, aplazados durante una década entre tantos cambios, clasificando apenas  la vejez de las glorias del rock y de algunas grandes luminarias del pensamiento que, como Sartre, Malraux o Neruda, creían en causas nobles y paraísos obligatorios; cerrando con cemento los mausoleos en donde descansan las ideologías, pese a que éstas parecen florecer en nuestros trópicos con el mismo carácter que tienen los productos no biodegradables que ya no sirven en los imperios y que nos venden baratos; nuestra generación está signada por el realismo, por otros juguetes que nos hacen enormes niños con la cabeza repleta de noticias archivadas. Somos realistas que sueñan.

Vimos a Julio Cortázar deambulando en Toulouse, hombre que no envejecía, soñando, luchando con entusiasmo por un sistema en el que no hubiera querido vivir. Ahora está muerto. Vimos a Sartre, sucio y babeante, caminar en un cementerio del brazo de Simone de Berauvoir y desmayarse casi ante la memoria de Pierre Goldman, uno de los últimos idealistas: el que había querido tener un hijo que además de ser judío fuera negro. Todos ellos están muertos. Vimos las grandes manifestaciones de "Solidaridad", pero la verdadera Solidaridad apareció en un pueblo donde se ejercía la dictadura sobre el proletariado. Nuestros mayores parecen más dispuestos a entender que en este juego de ajedrez hay regiones enteras, como Europa central, que está siendo ahogada por un imperio, sin que denunciarlo ya lo incluya a uno en las listas de miembros de la CIA. La propia guerra que vemos arder en nuestro continente no nos convence como tal vez hubiera convencido a muchos jóvenes entusiastas hace cinciuenta años. Se trata de una guerra metálica, fría, de profesionales, en donde los que pierden son los ciudadanos escépticos. La jerga de los revolucionarios se volvió tan estéril, macilenta, como la de los vendedores de Samuel Smiles o Dale Carnegie.

De pronto, al final del túnel de los diez años aparece uno por aquí, en el trópico, más convencido que nunca de la realidad del continente latinoamericano, seguro de estar viviendo en ciudades maravillosas en donde bulle el futuro mansamente, por debajo de las ideologías. Descubrimos que hay que estar con los ojos abiertos observando la fusión de nuestras pasiones, de nuestra lengua, de nuestras calles repletas de basuras y de hombres hambrientos. Mirando y escribiendo el reino del caos. Lo que no morirá será la palabra de quienes han preferido la trinchera de sus máquinas, de sus lápices. Dándole la espalda a los vendedores de paraísos obligatorios y a los tecnócratas del tedio, a los rabinos, obispos o imanes que predican vanas doctrinas, podemos mirar el horizonte y saber que pese a la sudorosa penuria de nuestros suburbios y de nuestras calles, a la algarabía de nuestros mercados, a la tropical barahúnda de nuestras carreteras, o tal vez no pese, sino gracias a todo ello, podremos seguir escribiendo la verdad de un rincón maravilloso del mundo.
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Publicado en el suplemento Sábado de UnomásUno. Ciudad de México. 28 de julio de 1984.














LOS TAMBORES DE GUERRA

Por Eduardo García Aguilar

Las generaciones se suceden de manera vertiginosa unas a otras para repetir el ritual de la vida y la muerte con sus entusiasmos y derrotas, por lo que es absurdo pensar que todo pasado fue peor o mejor y que el mundo irá al despeñadero o será radiante cuando los nuevos lleguen al poder.

Eso lo sabían ya hace miles de años los grandes sabios desde la atalaya de su senectud, cuando sentados en el Ágora veían pasar a los jóvenes y los interpelaban con bromas o imprecaciones, como Diógenes. O cuando, como Sócrates, ya entonados por el vino y rescostados en sus literas, pasaban la tarde arreglando el mundo y escrutando el futuro.

Cada nueva generación descubre el agua tibia que fluía en los imponentes baños romanos donde multitudes de ciudadanos conversaban, coqueteaban y se dedicaban al chisme, la intriga y la maledicencia, refiriéndose a los gobernantes de turno, a cortesanos y preferidos, que tarde o temprano terminaban por morir de muerte natural o asesinados en medio de revueltas y cambios súbitos de destino.

A veces había periodos de relativa paz y estabilidad celebrados por los viejos que experimentaron jóvenes los dolores de la guerra y llevaban en sus pieles o mutalaciones los estigmas de la conflagración. Esas épocas de relativa paz eran disfrutadas por los ancianos, aunque en las nuevas generaciones ardiera ya el ineluctable deseo tanático de la adrenalina que es la materia de los héroes y el cimiento de la gloria militar.  

Espléndidos teatros y estadios a donde acudía la muchedumbre a divertirse y recibir su cuota de pan y circo, ágoras griegas y palacios de emperadores asirios, tabernas romanas o pompeyanas donde acudía a libar la gente del común, bibliotecas, mansiones y edificaciones de varios pisos, casernas militares lejanas, sólidas vías, murallas, faros y acueductos, son prueba de que ya todo existía más o menos como hoy desde los tiempos del Minotauro o Moisés, excepto que no cruzaban aviones por el aire ni satélites por el espacio ni existía la bomba atómica.

Uno imagina a Paulo de Tarso viajando por todos los países de la cuenca mediterranéa tratando de ganar adeptos para su causa, conocedor como pocos de todos los rincones del imperio donde tenía amigos, y de la capital Roma, la metrópoli donde reinaba la algarabía, la pobreza, el lujo, la violencia y el vicio.
 
Gracias a tabletas sumerias, jeroglíficos egipcios, escritos griegos o latinos, códices mayas o archivos chinos, tenemos conocimiento de esas complejas sociedades que a lo largo de los milenios tenían escuelas, sabios, sacerdotes, matemáticos, médicos, escribas, estrategas, administradores y funcionarios especializados en hacer la guerra o mediar en conflictos e incluso practicar la poesía o la astronomía.

Por eso no es extraño que al terminar el primer cuarto del siglo XXI escuchemos tambores de guerra en casi todo el mundo, que poco difieren de los anuncios de Alejandro Magno, Darío, Julio César, Trajano o Adriano, Gengis Kahn, Atila, Soleimán y tantos otros gobernantes que repitieron de generación en generación el ritual de la guerra y la destrucción.

Cada país del mundo sin falta puede hacer la cronología milenaria y centenaria de sus desgracias y guerras, como lo atestiguan las estatuas de sus héroes, los nombres de las plazas o los monumentos que alimentan el orgullo nacional y patriótico.

Hace apenas 80 años terminaba la Segunda Guerra Mundial y ahora las potencias muestran los dientes y no descartan usar el arma nuclear, argumentando unos y otros que están en peligro "existencial", por lo que a veces uno se imagina como en la película Casablanca, corriendo a buscar un tren hacia las costas del Atlántico y un barco para huir hacia donde no haya bomba atómica.

Lo extraño entre los líderes de las potencias mundiales actuales es que nadie habla de paz y todos, ancianos y jóvenes, sacan el pecho por la guerra como los gorilas. La gran potencia occidental y sus adláteres europeos solo hablan de invertir en tanques, ametralladoras, misiles, municiones, aviones, helicópteros y drones, que facturan con alegría las empresas nacionales. Igual lenguaje es usado por las potencias del otro lado del planeta, también dotadas con el arma nuclear y otros países ricos y pobres de Oriente Medio, Asia y África que viven entre asonadas y amenazas, comandados por dictadores que escogen uno u otro bando.   

Asombra que miles de años después estemos en las mismas y que en plena era interconectada por las frágiles redes de internet, la actualidad televisiva y la noticia al instante, estemos escuchando en todo el mundo los mismos anuncios de guerra. Pueblos asediados, hambruna generalizada, cementerios de soldados anónimos y decenas de miles de muertos civiles, niños, madres y ancianos.

Lo más extraño es que hablar de paz en estos tiempos es visto con sospecha por quienes detentan el poder mundial y los ideólogos y medios que los secundan. Quienes abogan por la paz son vistos ahora con desconfianza o perseguidos y hasta el papa Francisco, que pidió esta semana a los beligerantes sacar la bandera blanca y negociar, recibió duras críticas e imprecaciones por decirlo, como si fuera un peligroso subversivo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de marzo de 2024.

domingo, 10 de marzo de 2024

LA PROLIFERACIÓN LITERARIA

Por Eduardo García Aguilar

Uno de los fenómenos más interesantes en los usos literarios en América Latina y el mundo en este siglo XXI, décadas después del inicio de la era digital, es la creciente proliferación literaria, inimaginable en el siglo pasado, cuando ser escritor era un desdeñado camino riesgoso y minoritario, que podía llevar a la miseria y a la soledad en capitales y provincias.

La llegada de las computadoras facilitaron la tarea, que antes era ruda con las viejas máquinas de escribir Underwood y Remington que obligaban a repetir la plana cuando se cometían errores y exigían gran fortaleza dactilar, por lo que alguna vez Juan Rulfo dijo que se debía comer mucha carne para enfrentar el reto físico de ser escritor. Además desde hace más de dos décadas los magníficos programas automáticos anuncian y corrigen los errores de ortografía y redacción y pronto la Inteligencia Artificial redactará los libros de los aspirantes a la gloria.    

Salvo unos cuantos escritores, en su mayoría varones, que lograban gran reconocimiento y con frecuencia se desempeñaban en altos cargos gubernamentales y diplomáticos, la mayoría de los escribidores, poetas, cuentistas y narradores del siglo XX eran marginados a los que casi todo el mundo les sacaba el cuerpo, como si estuvieran afectados por la peste.

Cuando alguien comunicaba a la familia su deseo de convertirse en poeta o novelista, las madres irrumpían en llanto, al saber el viacrucis que el pobre muchacho tendría que recorrer a lo largo de la vida, y lo imaginaban mendigando en los cafés como gotereros o tratando de vender sus pequeños poemarios a los amigos o conocidos, que al verlo llegar con la precaria mercancía lírica se escondían o huían.   

Al propio García Márquez de joven lo apodaban "Trapoloco" y lo consideraban "un caso perdido" y en México, cuando llegó a la capital muchos con poder literario se burlaban de él por su apariencia, no le auguraban ningún futuro y no comprendían como su amigo Alvaro Mutis lo recomendaba con tanto entusiasmo.
 
El propio Nobel relató con generosidad sus penurias infantiles y juveniles en Vivir para contarla, como cuando iba a vender estampas o duleces en el mercado de Cartagena de Indias para ayudar a su mamá, encargada sola de una enorme prole. Y eso sin incluir la miseria vivida en París cuando recorría las calles en invierno en espera de hallar una moneda perdida en el suelo o tocaba la guitarra y cantaba en los bares y cavas existencialistas para ganar unos francos al lado de su amigo el artista venezolano Soto.

Pero su consagración y triunfo milagroso después de años de dificultades ejerció sin duda un efecto favorable para el cambio en la percepción general de los escritores en ambientes donde antes los aborrecían y desató la codicia de quienes pensaron repetir la proeza y así volverse famosos, millonarios y adulados como en los cuentos de hadas en un abrir y cerrar de ojos.  

Empezaron entonces a proliferar los talleres literarios y más tarde las prósperas carreras académicas de escritura creativa que se convirtieron en rentable negocio en los campus universitarios estadounidenses y luego fueron clonadas con éxito en el resto del continente latinoamericano. Ahora estudiar para escritor se volvió una carrera de moda como antes el derecho, la sociología, la antropología o el periodismo y los estudiantes presentan ahora como tesis novelas o libros de cuentos con la esperanza de que sus maestros o los contactos obtenidos tras pagar costosas matrículas y mensualidades, puedan llevarlos a la gloria y la fama.

También al lado de esas carreras universitarias, han proliferado editoriales especializadas en publicar los libros que no encuentran editor y venden el sueño de la gloria a cambio de pagar la edición o comprar centenares de ejemplares. Los pudientes o las pudientes que tienen para pagar publican cada año varios libros como conejos o conejas y quienes no tienen recursos se quedan para siempre con sus manuscritos engavetados en el limbo.

El editor Guillermo Shavelzon calcula que en todo momento hay en circulación en América Latina al menos 3.000 manuscritos de novelas correctas que nunca hallarán editor y la cifra de poemarios debe ser casi infinita como las estrellas del cosmos.

Pero todo esto en fin de cuentas es una buena noticia para la literatura, pues las carreras universitarias de escritura creativa propician la formación sólida de muchos nuevos lectores, editores, corectores y redactores y eso es mejor a que estudien para mafiosos. Es seguro que los miles y miles de aspirantes a escritores no lograrán jamás la gloria de García Márquez, porque eso es un fenómeno de otra época e irrepetible, pero al menos gozarán de los libros y soñarán escribiendo como antes de la invención de la imprenta, cuando se usaban las tabletas sumerias y los papiros egipcios. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 10 de marzo de 2024

  

domingo, 3 de marzo de 2024

LA POTENCIA CULTURAL MEXICANA

 

Por Eduardo García Aguilar

Cuando llegué a México, en septiembre de 1980, lo primero que hice fue presentarme a una leyenda de la literatura mexicana, amigo de Juan Rulfo, don Edmundo Valadés (1915-1994), autor del libro de cuentos La muerte tiene permiso y quien dirigía entonces la sección cultural del prestigioso y poderoso diario capitalino Excélsior. Después de hablar un rato, le dije que deseaba colaborar en el periódico.
Valadés, que era un caballero de adarga antigua, me dijo que le llevara dos artículos para leerlos y decidir, pero yo ya los traía en mi carpeta y se los dí. Me dijo que mirara el diario en los próximos días y si aparecía alguno publicado, ya podía considerarme columnista de ese gran diario. El jueves siguiente vi el artículo publicado y desde entonces fui un colaborador habitual con la columna semanal y con entrevistas o reportajes varios que le presentaba y siempre me publicaba y por los que pagaban una buena suma de dinero. Los colaboradores debíamos presentarmos en un piso alto del señorial edificio de Reforma ante el administrador, don Juventino Olivera López, quien firmaba siempre en presencia del autor el documento con el que uno iba después a cobrar a la caja.
Durante tres años colaboré estrechamente con Don Edmundo, una de esas figuras humanistas y generosas de otros tiempos que ya desaparecieron para siempre, nacidos a principios del siglo XX y que trabajaron y lucharon a lo largo de la centuria por la cultura, que en México tuvo gran protagonismo desde la Revolución y la gestión de José Vasconcelos como rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y ministro de Educación. México es en definitiva un gran país milenario y sin duda el hermano mayor de los países latinoamericanos. Posee grandes instituciones culturales y universitarias, editoriales de alto rango apoyadas por el Estado, alimentadas con el trabajo de maestros y eminencias del exilio español, internacional y latinoamericano a lo largo del siglo.
En varias oleadas de migración cultural, México acogió a los latinoamericanos en su seno y les facilitó vivir, crecer y prosperar en esa tierra como profesores o periodistas y a eso se agregó a lo largo del siglo la presencia de figuras de la cultura mundial como el cinesasta ruso Einseinstein, León Trotsky; los novelistas ingleses D.H. Lawrence, Malcolm Lowry  y Graham Greene; los franceses Antonin Artaud, Jacques Soustelle y  J.G.M. Le Clézio, o los beatniks norteamericanos William Burroughs y Jack Kerouac.
Trabajé con Edmundo Valadés durante tres años de gran fertilidad y cuando él tuvo que salir del periódico, me dijo que me quedara, pero decidí irme también, con tan buena suerte que poco después me acogieron en el otro gran diario mexicano Unomásuno, cuyo suplemento literario Sábado era el principal del país y estaba dirigido por Huberto Batis, otra gran figura de la cultura literaria con quien trabajé varios años. Por esa redacción pasaban sin falta todas las figuras de la literatura y la cultura mexicana y latinoamericana que iban a dejar sus artículos en persona, antes de la era digital.
Llegué a México deseoso de calentar motores literarios en el momento preciso, pues solo faltaban dos años para que le dieran el Nobel a García Márquez y estaban vivos y presentes ahí Rufino Tamayo, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, Elena Garro, María Félix, Cantinflas, Tongolele, Dámaso Pérez Prado, Ninón Sevilla y miles de figuras del arte, el saber y el pensar.          
Para cualquier escritor mexicano o latinoamericano, México ha sido como un paraíso, pues hay poderosas editoriales de carácter federal como el Fondo de Cultura Económica o la de la UNAM y en cada estado existen otras patrocinadas por universidades e instituciones locales. También se otorgan cada año becas y decenas de premios literarios y artísticos muy bien dotados, por lo que tarde o temprano todo autor o artista recibe uno de ellos. Y esa generosidad cultural es tan sagrada que a nadie se le ocurriría hacer desaparecer esas canonjías a las que se agregan las de instituciones como el Colegio Nacional o las becas del FONCA, que pagan a veces con carácter vitalicio abultados sueldos a los letrados miembros de la clerecía cultural. Muchos escritores listos o bien conectados han podido vivir así parte de sus vidas, y a veces toda la vida, financiados por las instituciones.
No se si eso sea bueno o justo, pero tales privilegios han existido en México para escritores y artistas como remanente de la política cultural instalada por la revolución institucionalizada en la primera mitad del siglo XX. Y por eso los autores y artistas mexicanos son tarde o temprano homenajeados a nivel nacional o regional hasta su deceso, cuando algunos reciben los altos honores en el Palacio de Bellas Artes, como ocurrió con María Félix, Cantinflas y Gabriel García Márquez, entre otros. Aunque durante décadas las canonjías fueron acaparadas por élites endogámicas capitalinas blancas de origen europeo, después se han abierto y democratizado hacia las minorías étnicas y los provincianos. Un ejemplo a seguir en el resto del continente.       

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 3 de marzo de
2024.

domingo, 25 de febrero de 2024

EL LEGADO DE GERMÁN ARCINIEGAS

Por Eduardo García Aguilar 

En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en las diversas trincheras latinoamericanas del siglo XXI, es refrescante celebrar la obra de Germán Arciniegas (1900-1999), un viejo demócrata, caracterizado por el ejercicio generoso del diálogo y la polémica. Este patriarca viajero perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas liberales que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía desde la independencia anegado en pobreza, luchas fratricidas y caudillismo.

Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo bolivariano: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México, Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú, Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por la polarización y el insulto.

Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Vila y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes bestsellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tiene del primero el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparte con ambos la ligereza y la imaginación desbordada.

Ya Bolívar, en sus últimas cartas, entre la amargura del desprecio, expresó con lucidez escalofriante sus dudas sobre la posibilidad de redención del continente, convirtiéndose así en el primer decepcionado y único visionario apocalíptico. Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción, porque para el mundo actual no hay hombre más bobo que uno íntegro. Después de muchas décadas de aventura romántica, signada por la angustia de vivir entre la civilización y la barbarie, hombres como éstos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría, como el derrotado Vasconcelos, un prosista notable y cuyas Memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano­, terminarían vencidos, en el exilio, apedreados, pateados, salvo Arciniegas, que siguió longevo fiel a su entusiasmo.

A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de héroes y anónimos. Con él, los adolescentes descubrieron las maravillas de El Dorado, siguieron las gestas de Tupac Amaru y Los Comuneros, conocieron a Bolívar, Flora Tristán y José Martí, y siguieron las proezas de película de los bucaneros del Caribe.

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental.

Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado de la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dando voz especial a la anécdota para sentarse en los laureles de la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.

En sus mejores libros, América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Entre la libertad y el miedo (1952), Amérigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de los siete colores (1965) y América Mágica (1959), Arciniegas reivindica el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. Rescatemos a Arciniegas, desempolvemos sus libros y volvamos a leerlo con entusiasmo.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 24 de febrero de 2024. 

*Versión condensada de un texto más amplio sobre Germán Arciniegas.

 
 
 

sábado, 10 de febrero de 2024

EL GUATEMALTECO LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

Por Eduardo García Aguilar

El guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) cruzó el siglo XX sin perder el aire de fronda juvenil dadaísta y vanguardista que vivió cuando fue adolescente viajero. Participó en el dadaísmo, el futurismo y el surrealismo y compartió en París habitación con el peruano César Vallejo en los años locos de entreguerras. Autor precoz, publicó Luna Park (1923), Maëlstrom (1926) y El sonámbulo (1937) y ya al final de su vida El río: novela de caballerías (1986), su vasto volumen de memorias irreverentes, que tuve la alegría de presentar en la Ciudad de México en el Museo Tamayo.

Era contemporáneo de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, o sea que nació cuando una extraña división internacional de la actividad literaria imponía a los latinoamericanos el oficio de hablar de dictadores, muchedumbres hambrientas, cocodrilos y serpientes tropicales. Mientras menos ideas tuviera un texto, mientras más subrayara el carácter supuestamente animista y folklórico de nuestras tradiciones, más aceptación y regocijo entre los buscadores de exotismo occidentales. Borges y Cardoza y Aragón se rebelaron contra eso. Miguel Ángel Asturias y Neruda jugaron un poco el juego.

Cardoza y Aragón destruyó su propia estatua e invitó a incendiar los mausoleos y los ataúdes donde los incrédulos sepultan las palabras y las ideas. Su vida y obra nos invitan a perdernos en el bosque encantado, a no conceder jamás ante a las tentaciones que la realidad tiende para atrapar y apagar a los poetas. El escritor rebelde debe lanzarse gritando al otro lado del espejo, para llegar a un mundo de donde jamás habrá retorno.

Antes, otros latinoamericanos intentaron rebelarse como José Asunción Silva, el mexicano José Juan Tablada, el barroco uruguayo Julio Herrera y Reissig y el chileno Vicente Huidobro, pero pocos lograron desaparecer al otro lado del espejo y la mayoría de sus contemporáneos se guardaron una llave para regresar al redil. Por eso lo que nos seduce de Cardoza y Aragón es su creencia en el poder de las palabras en una época que las perseguía. Y su obra fue incisiva y terrible, porque siempre dijo lo que no se debía decir. Por eso no le dieron grandes premios.

La generación modernista, tan criticada por "europeísta" y "aristocratizante" fue la primera en dar voz universal al continente. Llevando hasta sus últimas consecuencias el deseo de comerse al mundo entero, los poetas y prosistas modernistas de fines de siglo XIX y comienzos del XX se arrogaron el derecho de hacer exótico lo civilizado y civilizado lo exótico. Viajando por conventos medievales, rocosas dunas israelitas, bogando por el Mar Rojo, visitando la isla de Rodas, el nicaraguüense Rubén Darío y el guatemalteco Gómez Carrillo conquistaron un derecho al que otros renunciaron después.

Luis Cardoza y Aragón, hijo de la señorial ciudad de Antigua, cruzó silencioso el siglo XX como portaestandarte, médium, brujo, alquimista de nuestra verdadera esencia latinoamericana: el viaje. Somos el fruto de mil viajes y nuestro mundo es un puerto imaginado en cuyos muelles atracan los barcos perdidos. Existimos en una dimensión que bien podría estar al otro lado del espejo, donde el firmamento es el mar reflejado. El autor de Pequeña sinfonía del nuevo mundo no hizo escuela y escribió solitario en esa dimensión abstracta que pocos se atrevieron a conquistar.

Al leer la Poesía completa o El Río, ambos publicados por el Fondo de Cultura Económica, uno descubre que entregó su vida a jugar con las palabras convocando con ellas lo no dicho o lo inexistente. La obra del guatemalteco brilla porque obdedece a dos pulsiones escasas: el deseo de iluminarse, descubrir los goznes, tuercas, tornillos del misterio, y por otro lado dejar pruebas del incendio y suscitar un destello en los lectores que compartan el riesgo.

No se puede catalogar a Cardoza y Aragón. Lo único que podríamos decir es que está tan cerca de lo antiguo como de lo nuevo. Pudo sentarse en la misma mesa con Safo, Virgilio, Ronsard, Breton o Maiakovski. A la revolución de los modernistas agregó la conciencia cósmica que las trompetas y los clarines del ritmo diluyeron y a la irreverencia de los vanguardismos, a veces tan calculados y superficiales, le otorgó la conciencia de la nada. A la pastelería de los alejandrinistas, para quienes lo profundo es una congoja de payasos, le tiró un bote de basura. A los poetas "comprometidos que escribían para el pueblo y otros hastíos similares", como su amigo Pablo Neruda, los invitó a dejar de negociar con el estómago vacío de los otros para llenar el suyo. Por eso reivindicó a los derrotados y dijo: "admiro a los desconocidos que crearon bien o mal, los diarios intimos que nadie leyó, las memorias desaparecidas, los cuadros que nadie vio, las sinfonías nunca tocadas, los poemas nunca leídos".
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 11 de febrero de 2024. 
* Versión condensada de un texto más amplio.



viernes, 9 de febrero de 2024

¿QUO VADIS GARCÍA AGUILAR, ESFUMADO DEL DISTRITO FEDERAL HACIA EL PARÍS DE NUEVO SIGLO?

POR CARLOS FRANCISCO ELÍAS
In Memoriam: Teresa Velo, alumna del Centro de Capacitación Cinematográfica, Distrito Federal, México. Clase 80 – 81.

SECUENCIA PRIMERA: DISTRITO FEDERAL,  MEXICO, EXTERIOR REVENTON…

En los años que el Distrito Federal dicen era habitable, dicen los nostálgicos de México en los años 80, cuando la mugre y el humo de ciudad se hacía todo una pasta que se alojaba dulcemente en los hoyuelos de nariz limpia de todo polvo maligno y resacón, había una escuela de cine situada entre General Anaya y Río Nazas, bambúes erguidos y todo eso, era el CCC (para los alumnos más nihilistas, la primera C era de dónde la espalda pierde su anatómico nombre, la segunda de Cara por lo costosa y la tercera C era la primera letra del diccionario mexicano popular por excelencia “Chingue su madre Guey”)…

La descripción anterior podría ayudarnos a detectar la mezcla de alumnos y alumnas que esa escuela de cine tenía, siendo en su tiempo la más sofisticada y pequeño burguesa de todo México.

Allí en el Centro de Capacitación Cinematográfica, allí mismo en el bullicio de “Qué hondón Ramón”, en la fuerza de la rebeldía de la inteligencia y la sed de saber, allí, repito, donde el cielo tenía que pedirle permiso al ollín, para dar un poco de azul, estaba con todos nosotros Eduardo García Aguilar, colombiano nacido en Manizales, que hacia esos tiempos ya había estado en París y habíamos coincidido en México iniciando aquella década en que Peggy Sue, o Kathleen Turner, llenaba las pantallas con gringas y bellas pantorrillas de rosi, rosi sin bom bá, y el resto era una sonrisa de muchacha a lo Fitzgerald, sanota y de ojos grandes como la tierra, Peggy Sue se quería casar…

Eduardo García escribía en el Excelsior, tenía una de esas columnas matutinas cada dos días, que en América Latina suelen alegrar la mañana, porque a decir del resto de las noticias, como siempre, eran tragedias diarias ya imaginadas en las calles entre tacos callejeros y voces infantiles al sonsonete de “señor deme para mi camión”, que no era otra cosa que eso que nosotros llamamos la guagua, que en ese rico laberinto de la lengua latinoamericana, para los chilenos es el transporte de la mujer grávida…

Él siempre tuvo la disposición de ser un buen escritor, aún recuerdo las agradables conversaciones entre quien iba a ser uno de los narradores jóvenes de México (Héctor Perea, entonces en el CCC con nosotros) y Eduardo García Aguilar: las conversaciones eran de arcas perdidas, de sueños no negociados, de añoranzas fílmicas y literarias entertenecidas, de vocación y lirismo en pleno VIP del Patio de la antigua Cineteca Nacional de México, aspiraciones sobraban y rebeldía había de sobra.

Porque todo aquello era una transición latinoamericana, vivida junto a las ideas de grandezas de López Portillo,  con su política sobre el Caribe, Castañeda padre obliga, que hizo llegar a nuestras costas el único Padre Montesinos Rastafarian, que bien alguna vez conmoviera a Antonio Zaglul.

Aquel México que ya no existe más donde bien podías encontrarte en una casa de los viejos generales o emparentados de la Revolución, troncos apellidos, reventón obligaba también: eran los tiempos de Campestre Churubusco, la fiesta todos los días, lunes, martes,  miércoles y jueves habían perdido nombre, se llamaban viernes y sábado y la vida del mundo exterior transcurría desde los cielos de México en rebeldía por ser visto y parir colores.

En la escuela, entre argentinos (uno de Cordoba y  otro de Buenos Aires) colombianos, salvadoreños, brasileños, dominicanos y mexicanos, el CCC buscaba un nivel insólito que generó un gran viraje en aquella escuela modocita hasta que nosotros llegamos, todos, y la pusimos patas hacia arriba (Pepito de la Colina, español, mala leche y profesor no muy querido aun debe recordarse de quienes le curaron aquella amargura manchega que el aula no tenía por qué pagar) para que pudiera respirar de los tabúes y estrecheces, para que fuera Scola libera, entonces nadie puro parar todo aquello: galope de manzanas a trote en plena pendiente, desborde de curiosidad y fascinantes discusiones, nombres en claves que no necesitaban ser descritos, utopías latinoamericanas, en fin, mientras Reagan regaba lo único que sabía: hambre, miedo y luchadores de libertades americanas en toda Centro América, obviamente en este tema estábamos divididos: porque algunos si bien rechazabamos la dictadura de la dinastia Somoza, el cuento Sandinista del poder y su transformación, era una cosa, aunque respetábamos lo que había significado la guerra de liberación contra la dictadura.

El resto de la historia, nos daría la razón a algunos, lamentablemente…

Pero era un tiempo de mucho tránsito por México, su ubicación geográfica, su frontera con Guatemala y los vientos que soplaban le obligaban a ser una discreta frontera de tolerancia, porque Guatemala era una sola nota de desaparecidos.

De ese México habrá siempre un nombre memorable: Alaíde Foppa, la campaña por su aparición viva, la movilización por aquella mujer brillante, excelente poeta, dulce en sus añoranzas silenciada por el servicio secreto del ejercito de Guatemala; se perdía en las tinieblas del oscurantismo militarista una voz, esa Alaíde era la misma que tenía un excelente programa en Radio Educación llamado Foro de Mujeres, Susan Sontag, por cierto por esas ondas había pasado, haciendo dúo de voz con Alaíde Foppa con una ironía en las ideas que solo la gran agudeza puede mostrar sin banalidad…

Mientras todo esto pasaba, en el corazón de los años 80, Eduardo García Aguilar mostraba una peculiar sensibilidad para mirar todo lo que como grupo vivíamos, indiferencia no había, pero tampoco existía aquel aferramiento a esas revoluciones de boquitas pintadas y café, de tedio en mesa y bostezo dorado de no compromisos.

Entonces cuando el chauvinismo mexicano afloraba, enfermizo y letal el arma del desarme era no ponernos nacionalistas y todo se neutralizaba de inmediato, en este punto Eduardo García Aguilar era clave, para hacer entender que los nacionalismos necios no tenían razón de ser, en más de una ocasión fue su tema polémico y la conclusión era la misma: que valorabamos y queríamos a México porque su historia permitía reunirnos en aquella tierra hermosa y sufrida, noble y digna, como su gran pueblo, el fantasma del artículo 22 se alejaba de inmediato, que creo era el de la expulsión con el cual hacíamos bromas todos los días y todas las noches en los inmensos y maratónicos reventones de “ciudad grande me he perdido, trágame, estrújame, tiéndeme y avísame cuando llegue el lunes”…

De ahí el título de este apartado: Exterior Reventón, o lo que es lo mismo fiesta ciega latinoamericana contra la guitarra de las 10 de la noche, que suele sacar en todo buen mexicano el amargue a lo Jorge Mistral. Exterior Reventón, cuando la calle se hacía grande el viernes en la escuela, cuando las luces del cine se apagaban en historia del Guión en el Cine mudo, el profesor Pérez Turren, sabía que algo pasaba, porque el exceso de ginebra en la oscuridad impedía pronunciar el nombre de F. W. Marnau correctamente, el Exterior Reventón, nombre en clave mexicana de la fiestas, apenas se iniciaban allí, aquello era…

Y en el espíritu de toda aquella gente interesante, de humor y profundidad cuando era necesario, de fascinación por libros y películas, de adivinadores de claves en cintas y libros complicados, de polémicas amistosas, el Exterior Reventón era la clave de una bohemia fértil, el futuro así lo demostraría.

Porque era imposible vivir el Distrito Federal sin aquellas convocatorias, sin mirar el mito popular del Santo luchando contra las Momias de Guanajuato y las mil operaciones en los ojos de Rigo Tovar a ritmo de música cachaca, ritmo retozón muy lejano de los corridos de polka norteño, mientras Elena Poniatowska, sonrojada nos contaba cómo había conocido a Gaby Brimmer, eso que luego fue reducido a: Gaby a True Story.

Sabíamos que era demasiado, se vivía más de lo que suponíamos y entre ficción y realidad, entre la inmensidad de librerías fabulosas, entre análisis de marxismo transnochado, Bartra y sus cruces, interpretaciones agrarias y agrias aparte, los penkos cuerpos de las chicas de Ghandi y Polanco, una especie de Gazcue en sus albores, Exterior Reventón, possssssí, no había de otra, estudiar el cuete, cuete, que era como decir cohete, definición atinada y espacial mexicana, lo que para los domicanos es el jumazo glorioso, que suponemos en este caso muy tricolor…

Aquel México ya no existe más, en el sortilegio que es siempre volver a México, designio piramidal aún sin descrifar, espacio poseído de una historia invisible todavía no narrada, irrupción de un deseo que se convierte tortuoso e inevitable, hasta que se cumple, para comprender que hay un solo México y cada uno de nosotros lo lleva tatuado por dentro, porque aquel México ya no existe más, fue un momento, un tempo de nuestras vidas, atesoramiento en la ilusion en la que el sueño del maguey gigante que te persigue se detiene cuando el avión vuelve y aterriza en el Distrito Federal, ahí fue la útima vez que vi a Eduardo García Aguilar…

SEGUNDA SECUENCIA (Y ULTIMA):
PARIS EN LE DANTON 2004. EXTERIOR
QUARTIER LATIN…

Mortecino el año 2004 no prometía grandes cosas en un París repasado y recorrido, con un frío nada habitual.

En el mismo mes de diciembre en la Habana había preguntado a unos mexicanos por Eduardo García Aguilar, alguien lo recordó y acotó que no vivía ya en México…

Al llegar a París para el fin de año, había pasado por allí en el 2000, no podía evitar cruzar por Odeon, por el Barrio Latino, entrar a Le Danton y de repente observar una cara conocida, a discresión.

Si esta secuencia se ubica como Exterior Quartier Latin, es porque allí sin buscarnos, nos encontramos con Eduardo García Aguilar y repasamos en París todos los sueños mexicanos, los mismos que casi están narrados más arriba.

Luego de una larga conversación de café, paseo por Luxemburgo, maravillados de nuevo por esa forma de arte público más que centenario, Eduardo se confesó devoto de París a morir, yo no pude compartir aquella idea, me reservé el entusiasmo, pero tampoco le hice sentir mal, lo importante era que esta ciudad nos había reunido y que eé estaba contento con autografiarme su novela “Tequila Coxis”, donde nuestro grupo del CCC de México era protagonista de espíritu, rebeldía y estampa.

Eduardo García Aguilar ha sido la sorpresa que diciembre guardaba, descubriendo desde el lugar de los mundos perdidos (allí donde un ángel guardián todo lo mira y lo guarda) aquel encuentro entrañable esculpido desde el alma misma de una ciudad fría, angustiosa, que se inquietaba en su frenesí de espera al año nuevo que fue el 2005.

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Publicado en Hoy, República Dominicana. 5 de marzo de 2005.

 

EL VIAJE LITERARIO DE SALAZAR PATIÑO

 Por Eduardo García Aguilar

Poco antes de la pandemia el polígrafo y polemista manizalita Hernando Salazar Patiño vino a París en el marco de una larga gira por varias ciudades europeas, que lo llevó a Roma, Viena y Madrid, entre otras capitales. Instalado en un apartamento cerca de la famosa plaza de la Bastille, donde estuvo preso el Marqués de Sade, vino para quedarse solo unos días, pero al final extendió su estadía, pues sin duda esta ciudad lo estaba esperando desde hace tiempos y quería atraparlo con sus redes misteriosas.

La prueba es que cuando fuimos al cementerio Père Lachaise ocurrió algo que parecía surgido de la novela fantástica de Michel Bulgákov El maestro y Margarita. Apenas ingresamos, llegamos de frente y por azar a la tumba de su admirada escritora Colette y a su alrededor un grupo de teatro ataviado como en la época representaba aspectos de su vida y obra.
 
Salazar Patiño, quien además tiene talento de actor, interactuaba con los comediantes, asombrados de verlo tan emocionado en medio de las tumbas de las grandes celebridades que pueblan la ciudadela de los poetas muertos donde reposan Molière, Proust, Oscar Wilde, Balzac, Miguel Angel Asturias, Rufino J. Cuervo, Alain Kardec y Jim Morrison, entre otros.

Seguimos al grupo teatral, que se detuvo después en la tumba de Proust para escenificar aspectos de su vasta obra En busca del tiempo perdido y así saltamos como saltimbanquis de una tumba a otra siguiendo a los actores y a su selecto público, como si estuviésemos en un sueño literario o embrujados por el gato misterioso de Bulgákov. He ido decenas de veces al Père Lachaise con amigos, pero solo con Salazar Patiño podía sucederme algo tan fantástico, digno del teatro del absurdo de Eugène Ionesco. 

E igual me ocurrió con él cuando paseábamos por la famosa calle de Lappe, cerca de la Bastille, sitio malevo famoso a comienzos de siglo XX y escenario de filmes, poblado por decenas de bares como el famoso dancing Club Balajó, además de otros antros de música caribeña o de rock. Ahí también la simpatía y elocuencia del escritor manizalita cautivó a los dueños de uno de los bares icónicos de rock, Le Bastide, que desapareció tras la pandemia, manejado por unos viejos ex hippies y donde se escuchaban en discos de vinilo todos los clásicos del género. Ellos querían homenajearlo y cerraron expreso el bar para eso, pero había tanto humo adentro que nuestro autor no pudo resistir e hizo mutis.   

La primera vez que vi al autor de Herejías (1983) y otros libros fue cuando para promocionar la revista cultural Siglo XX, en compañía de otros estudiantes de la Universidad de Caldas pasó por los salones del Instituto Universitario, donde yo cursaba, antes de que me expulsaran, el tercero de bachillerato. Después coincidimos en el legendario recital de Pablo Nerurda en el Teatro Fundadores, como lo atestigua la foto icónica de Carlos Sarmiento, y más tarde, a lo largo de las décadas, nos encontramos en ferias del libro, fiestas, conferencias y coloquios, pero nada como esta afortunada visita suya a la ciudad luz, llena de milagros.
 
París sabía que Salazar Patiño ha sido uno de los más fieles lectores y conocedores de la literatura francesa en Colombia. Por sus manos han pasado los grandes autores de este país, antiguos y modernos y además de Baudelaire, Rimbaud, Colette, François Mauriac, André Malraux, Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre y Albert Camus, él conoce otros escritores secretos.

Por eso la ciudad de Santa Genoveva y Baudelaire lo recibió con sorpresas y guiños teatrales en cada esquina para agradecerle su fiel viaje de más de medio siglo por las letras francesas. Y no solo su viaje por las letras de la tierra de Montaigne y Rabelais, sino su pasión por la literatura de todas las lenguas y épocas y en especial la de su propia tierra, Manizales, a la que ha dedicado libros y minuciosas investigaciones sin fin, a veces muy polémicas. 

Durante su visita hablamos mientras caminábamos hacia el Père Lachaise o Bastille de sus grandes amigos manizaleños de su generación Hector Juan Jaramillo y Jaime Echeverri, quien fue su vecino en la adolescencia, y evocamos figuras inolvidables de la cultura de Manizales como Fernando Mejía Méjía, José Vélez Sáenz, Dominga Palacios, Edgardo Salazar Santacoloma, Jorge Santander Arias, Beatriz Zuluaga, entre otros muchos.  

Éramos dos manizaleños perdidos en estas calles lejanas, pero cercanos a nuestra tierra y su literatura, porque al final uno es de donde nació y estudió la primaria y el bachillerato. En esos segmentos de la vida inicial uno ya es el que será y el "ingenio inagotable" de Salazar Patino, como dice su amigo Jaime Echeverri, siempre se ha manifiestado en la plaza de un viejo pueblo caldense como Salamina, Riosucio o Anserma o en Viena, Roma o París.     
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Publicado en La Patria, Manizales. Colombia. Domingo 4 de febrero de 2024.

miércoles, 24 de enero de 2024

EL PRISMA POÉTICO DE ALEJANDRO CALDERÓN

Por Eduardo García Aguilar

Siempre me he encontrado en París con el poeta peruano Alejandro Calderón (1960) en lugares inesperados y lo he visto aparecer como un ave súbita, alerta y fabulosa, ataviada de plumas de colores intensos como los que cubren sus palabras: el rojo, el amarillo o el verde prismáticos de la selva amazónica o de los arcoíris, el ocre de las columnas del palacio del Minotauro en Creta o de los frescos mayas, el dorado de los orfebres prehispánicos de las cumbres andinas, el gris pétreo y brillante de los muros milenarios peruanos.
Una vez en Palais Royal entre los muros dieciochescos y las columnas modernas de Van Buren, otra la misma noche cuando se incendió Notre Dame y veíamos desde la otra orilla del Sena las llamas que amenazaban con derruirla para siempre. Hemos seguido luego a una barra de bistrot a brindar el vino rojo que nos gusta. Pero también nos hemos citado en invierno a las seis de la tarde en punto en Le Vieux Châtelet, frente al Palais de Justice, donde libamos sintiendo el paso de las aguas del Sena, cerca del cual tanto tiempo ha vivido el poeta Calderón en París.
Porque París ha sido durante tantas décadas nuestra casa, como en otros tiempos lo fue de otras generaciones de escritores latinoamericanos que llegaron aquí como los modernistas de Ruben Darío y José Juan Tablada, o la de los años de entreguerras, de César Vallejo, Miguel Angel Asturias y los hermanos García Calderón y después los que charlaban con Breton, como Luis Cardoza y Aragón, Renato Leduc y Octavio Paz, o los del boom latinoamericano, liderado por Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez en los espléndidos y liberadores años 60 y 70.
Ahora los latinoamericanos no estamos de moda en París, pero ahí seguimos presentes los que nacimos a mediados del siglo pasado y recalamos aquí siguiendo el periplo de nuestros ancestros desde los tiempos de Miranda y Bolívar hasta los actuales, en el siglo XXI. Nada hay que hacer, somos avatares de esa energía continental latinoamericana de la cordillera y el Amazonas, sin fronteras, que siempre irrigó y se nutrió de estas calles. Los fantasmas de nuestros increíbles ancestros nos vigilan ocultos entre la neblina.
He leído con asombro Los dioses en crepúsculo, un libro que reúne medio centenar de textos macerados y añejados en las últimas tres décadas, desde el invierno de 1988 a la primavera de 2018. El poeta guarda sus textos sin prisa y los deja madurar en los odres o las vasijas del tiempo, hasta que refulgen desde lo profundo del infinito, en el misterio de girar siempre en torno a un sol lejano, al interior de una enorme galaxia que solo es un grano de polvo ígneo en el universo, como las luciérnagas en los bosques andinos o alpinos. 
 Dice el poeta en el poema Prisma que se trata de “alcanzar lo que los antiguos llamaban cosmogonía”, para “sentir que ocupamos un lugar único donde la luz penetra”, y comprender que “todo centro es transparente para quien hizo de su ser un prisma”. 
Y eso es lo que pienso cuando me encuentro por azar con Calderón, que él es un poeta-prisma, que en su poesía hay un misterio de minerales generados en el alambique del enome misterio de estar todos aquí entre la llama y el hielo, la luz y la sombra. Los poemas de este libro llevan nombres como Arbol de la sabiduría, Letra fúlgida, Prisma, Milagro, Folios de bruma, Pluma de incienso, Espejo de sombra, Los dioses en crepúsculo, títulos magníficos que condensan ya lo que adentro halla el lector en el silencio de su noche.
De la vasta obra del poeta peruano se destacan Transmigración (1992), Aparición de Nazca (1994), A través de la penumbra (1996), Pestañeo de la nada (2000), Tsunami de luz (2017), algunos de los cuales fueron prologrados por el hispanista Claude Couffon y el crítico Américo Ferrari y fueron traducidos al francés y otras lenguas.
Cada uno de sus textos de este gran poeta contemporáneo surge de manantiales que irrumpen de las cumbres y se desprenden hacia los abismos como nuestras propias vidas. Leerlos, releerlos, tocarlos, sentirlos en esta bella y cuidada edición de Paracaídas editores, realizada en Lima en 2023, nos acerca al milagro de la poesía, o de eso que un día dijo el gran Joë Bousquet en Carcassone: “la poesía es la lengua natural de lo que somos sin saberlo”. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia, Domingo 28 de enero de 2024.